Por Jorge Sánchez de N. / @sandenor
En taxi, desde la Plaza Grande, no son más de veinte los minutos que nos separan de nuestro destino. El lugar, al nororiente de Quito, a diferencia de los hitos del centro de la ciudad patrimonial, no es un hit (o no lo es aún): Bellavista, Guápulo y La Floresta son tres barrios que muestran otros ángulos desde los cuales ver a la ciudad.
Las terrazas del pintor
José Bosmediano es el nombre de la avenida que nos encumbra, en Bellavista. La calle adoquinada y una abundante vegetación pintan este ascenso sobre una pendiente de cuarenta grados. Giramos a la derecha, por la Mariano Calvache, y desembocamos en un pretil que nos regala una vista privilegiada de esta larguirucha capital sudamericana: un inmenso puerto sin mar.
Unas cuadras más arriba está la Capilla del Hombre, el templo que el pintor Oswaldo Guayasamín nos legó como un tributo a la humanidad. Unos metros más allá, su casa-museo. La última morada del Pintor de América permaneció cerrada después de su muerte, en 1999, y fue reabierta a fines del 2012. Pablo, hijo del maestro, cuenta que su padre vivió en ella desde 1976, y que allí se inspiró para crear memorables cuadros y recibir a importantes personalidades de la izquierda latinoamericana. Pero es en las terrazas de la casona donde terminamos por descubrir su verdadero magnetismo. Junto al árbol donde reposan las cenizas de Guayasamín y las del que fuera su gran amigo, el escritor Jorge Enrique Adoum, se despliega un paisaje que retrata la diversa maravilla de Quito: la colorida muralla montañosa al poniente, con el Guagua y el Rucu Pichincha; la columna vertebral de la metrópoli, en tonos grises y pasteles; la blanca cadena de elevaciones al oriente y las abruptas siluetas de los escarpados de Guápulo, el barrio de otro tiempo que asoma su nariz cuando ya se hace de noche. Luego de comprobar in situ el acierto que tuvieron quienes bautizaron al sitio como Bellavista -si el clima está de buen humor-, subimos al Parque Metropolitano, uno de los principales pulmones del Distrito. Las cerca de 580 hectáreas de esta reserva ecológica ocupan el margen nororiental de la capital, justo detrás de los dominios guayasaminescos. Sus bellas-vistas alcanzan los valles de Cumbayá y de Tumbaco y las cumbres nevadas del Cayambe y el Antisana. Los senderos y miradores del Metropolitano nos obligan a quedarnos. Es una excelente opción para practicar running o mountain bike; para hacer avicultura, jugar fútbol o vóley; o para hacer un asado bajo la sombra de un quincho, mientras el sol de aguas anuncia frío.
Una brumosa nación bohemia
Atardece. Nuevamente tomamos la José Bosmediano. Doblamos por la avenida González Suárez y nos internamos en una de las zonas más pudientes y modernas de la urbe. Ahí tomamos un helado y preparamos un descenso que, muy probablemente, se prolongará hasta pasada la medianoche.
Bajando por la Rafael León Larrea estamos a cinco minutos del Camino de Orellana, una empedrada y estrecha vía que nos transportará a otros vestigios de la edad colonial, pero fuera del efervescente y bullicioso perímetro del casco histórico. Guápulo es un diminuto pueblo de casas y muros de piedra que –emplazado en la quebrada del río Machángara– demarca la frontera con los anchurosos valles extendidos hacia el este. Dicen que por ese camino emprendió su viaje Francisco de Orellana, en una expedición que lo llevó a encontrar el río Amazonas. De ahí que, en Guápulo, este manido colono tenga una calle y una estatua en su honor. La efigie del español se ubica en una plazoleta contigua a la iglesia: una mística y elegante construcción de estilo neoclásico que data de la segunda mitad del siglo XVII. Frente a ella, los septiembres de cada año se congregan miles de fieles a venerar la imagen de la Virgen de Guadalupe, en las tradicionales fiestas guapuleñas.
Anochece. Cae la neblina y su espesor nos hace pensar que estamos en un lejano país brumoso. Es momento de abrigarse. La buena noticia es que Guápulo también es una remota nación bohemia, cuyas principales atracciones son sus bares: el Café Arte y el Ananké, por ejemplo. Para entrar en calor, podemos comenzar por una ronda de canelazos, el trago típico de la sierra ecuatoriana; vino hervido o alguna de las tantas bebidas espirituosas que figuran en las cartas. Para picar, pizzas hechas en horno de leña, papas fritas gratinadas y varias recetas de autor.
Guápulo, esa ladera hendida de miradores que apuntan hacia las nevadas cimas del callejón interandino, tiene el aroma de las chimeneas. El aire es el de la camaradería: artesanos, intelectuales, hippies y extranjeros que llegaron aquí nunca más se fueron.
Tripas en el horizonte
Poco antes de que Orellana saliera rumbo a la selva amazónica, sus huestes recolectaron provisiones en un exuberante y florido terreno frente a los bosques de Lumbisí, al que bautizaron con el nombre de La Floresta. Hoy, esta parroquia se caracteriza por la enorme oferta comercial y gastronómica que mana de su propio vecindario de clase media. Desde él podemos observar algunas postales únicas del Centro Histórico, el cerro Itchimbía, el Panecillo y su icónica Virgen Alada.
Aunque no lo es, La Floresta parece un mercado en constante movimiento. En el barrio florece una industria doméstica que, a los ojos del viajero, bien podría significar un santo remedio con forma de almacenes, farmacias, panaderías, ferreterías y un oficioso etcétera. El negocio de frutas y verduras que asoma durante las mañanas, en manos de indígenas y campesinos, se toma de las manos con el público cautivo del cine Ocho y Medio. Por las noches, los comerciantes se encuentran con las huestes nocturnas del bar House of Rock y otros huecos de bohemia. Pero si hay un negocio que realmente concite un interés especial, ese es el gastronómico. Las empresas dedicadas al oficio se han multiplicado durante la última década. Para esos paladares que se dicen gourmet, en la avenida Isabel La Católica es posible hallar cocinas internacionales de sobra; y, para paladares que se precien de ser criollos o aventureros, los agachaditos son la gloria. Los agachaditos funcionan desde la media tarde hasta cerca de la medianoche, en la plaza de La Vicentina. Se dice que mucha gente que se cree perteneciente a una alta sociedad quiteña viene a comer aquí ‘agachadita’, para que no la vean. Lo cierto es que nadiese resiste a probar el sabor del choclo asado, de las tortillas con caucara, del morocho y de las empanadas de viento, o de las tripas mishqui, el plato estrella y el causante de la olorosa humareda que nos recibe en sus comedores de a vereda.
Si nos enamoramos de La Floresta y sus vivencias, entonces podemos volver la mañana siguiente a desayunar en el Sr. Encebollado. ¡Ah, el encebollado!, esa exquisita sopa levantamuertos, con pescado y yuca… También podemos buscar al hierbatero ambulante con sus milagrosas infusiones naturales. Es que, de este viaje, todos salen curados de la puna y el espanto.