Por Julián Ovalle

Nací en Colombia en la década de los 80, es decir, en medio de una guerra ya entonces crónica, irregular y fratricida, en una sureña esquina en la que sus habitantes casi no viajaron y que pocos viajeros recibió en el siglo XX. Con algo más de 20 años cumplidos, junté el dinero suficiente para dejar la resistencia al aplazado trámite de expedir el pasaporte e ir al sur. Atravesar la frontera sur.
A esa edad, en la primera década de este siglo, fui numerosas veces a Ecuador. Ya no puedo decir cuántas con certeza. Visitas a amistades, amores, lugares insospechados para trabajar, todos legales, cabe aclarar. En ese entonces, cruzar Rumichaca era dejar atrás una tensión muscular y ganar algo así como una liviandad en las piernas y en los brazos, una liviandad que hacía que hacer autostop fuera una opción y no un disparate. Quedaba claro que el nacionalismo vive solo en y del delirio que inaugura la frontera, un himno, la bandera, las experiencias emocionales dadas por los relatos de la historia y los partidos de fútbol. La nación es solo símbolo que nace y muere en el relato vacío del orgullo por lo dado y no por lo construido, un delirio inducido para la cohesión de esos vínculos pegados con saliva, que resultan siendo una identidad, nostálgica con frecuencia, y arraigada a un territorio en todos los casos.
Más adelante en tiempo y espacio, en las carreteras y en la primera década del siglo, solía llegar a Quito también por el aeropuerto, una experiencia andina distinta, menos registrable, menos sudorosa, menos serpenteante, más sobria y abrupta, más clasuda y costosa. Llegar volando implicaba que no visitaba a mi hermano en el Cauca. Era otro viaje. Colombia vivía un endeudamiento más con Estados Unidos, para la guerra. El narcotráfico y los paramilitares habían llegado a su nivel de sofisticación máxima con un representante en la Presidencia de la República, y lo digo sin sustento judicial y bajo el riesgo que las palabras conjuran. Si soy sincero conmigo y con quien lee, debo decir que caí en cuenta de la situación de guerra del país solo cuando la vi rozar a mi familia, y esa es otra historia inmensa y colombiano-sintomática. Ecuador, por su parte, era -según el relato mediático que consumí- un hervidero de poder popular que tumbaba presidentes cuantas veces fuera necesario, hasta que llegó uno que adjetivó su proyecto de revolución socialista. Y ese sí se quedó. Ese gobierno cambió la constitución y recuerdo que en la universidad pública en Colombia se citaba esa constitución, que hablaba del buen vivir, un buen vivir que no tuvo el suficiente petróleo para sostenerse antes de buen morir como proyecto autodenominado revolucionario. Las normas, en el mejor de los casos, son sombras de la realidad, un reflejo en la caverna de lo que la gente realmente necesita.
En todo caso, para mí, bogotano sensibilizado con el devenir de la guerra, Ecuador era un lugar apacible, y escribo hoy porque ya no es como lo tengo registrado. Hace ya años que no voy. Las veces que estuve en Tulcán me sorprendía el parecido de esta ciudad con otra de la sabana de Bogotá, Facatativá, ambas bastante despojadas de gracia. Recuerdo que Tulcán sobresalía por su cementerio, ¡su cementerio! Permanecí ahí por las razones con las que persuade el amor romántico que sentía por una hermosa mujer que nació cerca del lago de Maracaibo. En esa ciudad, fría posadera del amor y de la ya perdida tranquilidad fronteriza, aprendí la lógica de la tarifa que el extranjero agradece: en Ecuador pagabas un dólar por una hora de viaje. Si no recuerdo mal, eran cinco dólares hasta Quito. Esto ya no debe ser igual, eran otros tiempos, otra infraestructura vial, algo así como un momento “pre-revolucionario”. Ahora, en medio de la violencia del narco, de la violencia estatal que asesina infancias ya discriminadas, y con unas extrañas campañas electorales, Ecuador ya no es un lugar apacible. Antes, los amigos y las personas con las que hablaba en la calle narraban linchamientos a ladrones y abusadores sexuales, un relato de justicia que parecía ser independiente del régimen en el poder, y que para mí, sin subestimar el fascismo al que puede llegar el pueblo enardecido, era un relato de violencia que al final digería liviano, frente a incontables masacres y millones de desplazados por la otra violencia en la parte de los Andes donde crecí, al norte de Rumichaca.
En esos recorridos entre Tulcán y Quito encontré un lago del cual no recuerdo su nombre en kichwa, pero sí su traducción al castellano: lago de sangre. Joven, sentí que el derramamiento de sangre que no cesa en Colombia es el signo de la historia colonial compartida. Tal vez la batalla que le dio el nombre a este lago no haya sido una batalla en resistencia al saqueo genocida de los peninsulares ebrios y católicos. Para este relato no importa. Importa que Rumichaca no es nada, es un trazo de concreto que divide lo abstracto y hasta ininteligible que es la idea de la nación.
El puente hace que se escriban libros de historia distintos sobre las mismas montañas en donde corre y se derrama sangre andina. Yo deseaba, aunque la razón choque, que lo que han mostrado los medios acerca de las cárceles y todo el despliegue de grupos locales e internacionales armados en Ecuador, no escalara como una extensión más del lago de sangre, que signa la historia de este tramo de los Andes, y de toda la América colonizada. Lamento ver que el narcotráfico se movió con sus armas y terror. Pasó por el puente y llegó desde México al aeropuerto nuevo de Quito, se bajó por el mar Pacífico y llegó a puertos clandestinos, y ahora las mafias del centro de Europa reciben las cargas en sus blancos y memoriosos puertos. Ecuador entra en la escena global por comercio de cocaína, por transmisiones en vivo (¿acaso acordadas?) de gente que se toma armada sets de televisión. Ecuador fue un lugar apacible hasta donde registré de cuerpo presente y sumergido en aguas termales, escuchando volcanes en Baños y sobreviviendo con encebollados. Ya no es así.
Y quedó atrás el momento histórico aquel en el que los policías salían a quemar llantas en protesta por sus condiciones laborales precarizadas. Quedó atrás el Ecuador a cuyo pueblo y organizaciones indígenas veíamos derrocar presidentes. A la luz de la experiencia sospecho que viene la promesa, consecuencia y enfermedad, todo al tiempo, que es la militarización de los cuerpos, la vida social y los territorios. Y el deseo, que frecuentemente choca con el uso de la razón, pero también lo que he vivido, me hacen afirmar que una forma de resistir al crecimiento y a la macabra diversificación de la violencia que llaman organizada, es escapando de la vía fácil que es el apoyo a la política de la militarización, que a veces parece tan lógica como respuesta, pero es tan solo una forma de avivar el fuego que ya arde.



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