Por Christian J. Kanahuaty /Desde Bolivia, para La Barra Espaciadora
Santiago Gamboa no se siente mal buscando regalos para su hijo. Lo compruebo mientras camino junto a él y al español Marcos Giralt Torrente por el mercado Calatayud, en Cochabamba. Los escritores buscan durante todas las horas el juguete perfecto (no tan caro, no tan luminoso, no tan desechable, no tan infantil) que entregarán a su hijo luego de abrir la puerta de su casa. En sus mochilas ya están algunas prendas de ropa pequeña y monocromática, pues la ropa es antes que los juguetes, pero los libros son antes que la ropa.
Gamboa no pierde la oportunidad para caminar lento, registrando todo a su paso. Ansía estar solo en ese mismo lugar pero no como comprador; quizá sentado frente a una mesa de fórmica, bebiendo un refresco de frutos naturales y prestando oídos a todo lo que la gente dice a su alrededor. Quizás es por eso que en sus novelas, los diálogos y el ritmo de esos acentos tan marcados son un signo distintivo de toda su obra. La oralidad como ejercicio constante de supervivencia. Sea en Pekín, Jerusalén, El Cairo, Bogotá, Quito o Roma, Gamboa ejerce de turista. Es su modo de entablar una relación frontal con los demás, con sus hábitos. Se toca el mechón que surge entre la comisura de su labio inferior y la barbilla, luego te toma del hombro y te sorprende con una pregunta. Lo que él hace es investigación directa. Etnografía pura.
Aunque Gamboa no habla mucho de sus novelas, reconoce que tuvo suerte. Que todo empezó con el libro que compilaron Alberto Fuguet y Sergio Gómez (McOndo, 1996), en el que participó con el cuento La vida está llena de cosas así. Luego de eso, un editor lo contactó y le preguntó si tenía una novela. Así fue como se publicó Páginas de vuelta (1996) la primera.
A Gamboa le gusta escuchar. Pregunta cosas, cosas que no tienen que ver precisamente con la literatura, cosas como por qué la publicidad de Coca-cola elige en un país como Bolivia poner la misma imagen que sale en Nueva York ¿Por qué nadie se molesta cuando notan que el fenotipo del chico de la publicidad es diferente? Y aunque hasta podría sonar a pregunta racista, es plausible. Es algo que nunca me lo había planteado. Que nadie se plantea. Bueno, quizás algunos. Y él no aventurará una respuesta. La buscará en la calle, en las acciones de la gente.
Reconoce que admira la obra de ciertos escritores de su generación, que quisiera verlos más. Pero está muy ocupado y viaja mucho. Así que solamente los encuentra cuando están en algún congreso o en un encuentro internacional, donde el tiempo es siempre el peor acompañante. Gamboa no toca nada en sus bolsillos, tiene las manos libres. No es como Juan Villoro que siempre está pendiente de sus llaves –que guarda en el bolsillo derecho del pantalón-, tampoco es como Martín Kohan, que siempre usa la misma marca de poleras con cuello alto. No se parece tampoco a Giralt Torrente, que tiene los modales un poco torpes y la risa desencarnada. Ni siquiera posee la agilidad corporal que tiene Jorge Volpi. De Volpi se puede decir que su voz casi aguda y su fraseo rápido desconciertan. Gamboa reconoce que es uno de sus pocos amigos.
Gamboa tiene una voz ronca, no se le nota lo colombiano pero tampoco es un exiliado que haya perdido todo matiz en su hablar. Es pausado su andar, su cuerpo, sus manos, sus pies: todo registra el mundo y su temperatura. No está escribiendo nada, pero toma notas mentales y eso se le nota en los ojos casi negros detrás de esos lentes de montura delgada y redonda. El cabello rizado y voluminoso lo haría pasar por un banquero de vanguardia o por un profesor universitario. ¿Contradictorios? Lo que los une es esa manera de saberse dueños de algo que nadie más tiene. Esa seguridad de saber que sus preguntas no incomodarán.
Gamboa no logra darse cuenta de algunas cosas que suceden en su narrativa, o eso aparenta. Alguien le increpa: en tus novelas siempre hay cuatro personajes centrales, uno de ellos siempre es una mujer, otro es un periodista que de alguna manera se pelea definitivamente con su profesión o encuentra redención a través de ella, luego hay siempre un migrante y alguien que no es quien dice ser, ¿cómo es que ocurre esto? Gamboa se rasca la barba con el dedo índice y mira a todos, como si alguien lo hubiera descubierto: “Es una buena observación, no me había dado cuenta de eso”. Y luego prosigue “Pero lo que pasa es que suceden cosas diferentes, y siempre hay impostores, eso lo notas más en Los impostores pero también en El síndrome de Ulises. Yo creo que eso es lo que necesitaba”.
Los impostores (2001) lo puso en otro lado del universo narrativo pero no evitó que algunos de sus amigos más cercanos se sintieran heridos al creer verse reflejados en esas páginas. Con ella logró captar la atención de lectores fuera de Colombia, sobre todo en el resto de países de Latinoamérica. Con El síndrome de Ulises (2005) estuvo a punto de ganar el Premio Rómulo Gallegos, en 2007, y ese mismo año fue finalista al Premio Medicis a la mejor novela extranjera traducida al francés. En Portugal, también El síndrome de Ulises quedó finalista a la mejor novela traducida al portugués durante ese año.
Si algo define mejor a Santiago Gamboa eso es su amor por el periodismo, por la crónica, por la manera de hablar y sentir que tiene la gente en los lugares donde le ha tocado vivir. Gamboa es capaz de captar las emisiones de sensibilidad de toda una generación, como lo demuestra su artículo Las mujeres de mi generación, que es un canto de amor, lealtad y fidelidad a todas aquellas mujeres que lograron influirlo, tocarlo, enseñarle algo a través de sus vidas. De cómo ellas crecieron, maduraron y crearon sus propias vidas al margen de los designios del tiempo y la ideología. Gamboa es quien puede atestiguar junto a ellas que los años no se evaporan, que los años hacen mejores a las personas y que es el recuerdo que mantenemos de ellas el que nos hace ser quienes somos.
La novela que le daría uno de los premios más importantes en la región es Necrópolis (2009), quizá la más arriesgada, la más sangrienta, pero no por la guerra que se desarrolla en la trama, sino por las heridas que abre en sus lectores. El premio La Otra Orilla no fue solamente un premio a una novela sino a una trayectoria, a una manera de jugarse el sentido de una frase y de un diálogo al interior de una historia, para hacerla más verosímil, más contundente, más íntima. Eso es lo que se logra en sus novelas: intimidad. La misma intimidad que él entrega cuando te da la mano y escucha. No importa que haya veinte o cinco personas esperando por él. Esos minutos son como el tiempo para aquel personaje de Borges en Funes el memorioso; es un tiempo casi eterno y resplandeciente. Un tiempo donde sabes que alguien, por fin, te escucha. Es que Gamboa no pierde tiempo. Mira muy poco su reloj pero sabe qué hora es. Tampoco está pendiente de su teléfono inteligente. Él se concentra en hacer contacto. En captar las emanaciones de humanidad en una fiesta y las palabras de las personas cuando se acercan. Siempre tiene tiempo para una última palabra. Para un comentario final que, por supuesto, no siempre es el suyo. Él sonríe y se marcha con los libros, la ropa y los juguetes en su mochila.
Buenísimo, para retratar, así…