Por Paul Hermann
Uno no hace una casa para habitarla. A lo sumo para pagarla, para pernoctarla, para sabitarla y domingarla. Uno vive la casa no solo a deshoras, sino también a destiempo; deja en el lavabo los tenedores que ensució en el asado del domingo para lavarlos el lunes al volver del trabajo; echa un pantalón al cesto de la ropa sucia un miércoles pero no lo lleva a la lavadora hasta el sábado; deja que crezca el césped en enero para solaz del jardinero que un buen día de marzo o abril llega con su hoz, parecido a la muerte, pero dispuesto, en realidad a darle vida. Y hay una delgada línea entre el previsor que guarda aquello que podrá servirle un día, y el acumulador, a quien le cuesta desprenderse de las cosas, que sobrevive a un infarto cada vez que se desprende de un papel que podría salvarlo de la cárcel, la ruina o el juzgado.
He encontrado en cajones –y no precisamente de la memoria– mi libreta con no muy buenas calificaciones del kínder garden; un caleidoscopio; una entrada a un jardín botánico de El Salvador; la manilla que me pusieron en la muñeca al nacer para que no fueran a confundirme con otro con una casa y objetos distintos a los que ahora describo.
Ahora –por esa eterna añoranza de lo ido– se ha puesto de moda lo viejo, y yo he entrado corriendo a la imposible escalera de Escher que es el coleccionismo. Me gustan menos las cámaras que las bicicletas. Voy por el mundo tratando de escuchar las campanillas de aquellas que no han ido a parar a las camionetas de quienes anuncian con megáfono que “compran lavadoras viejas, refrigeradoras viejas…”. ¡Oh, sorpresa, de un tiempo a esta parte ya no “bicicletas viejas”! Es como si otros también hubiesen caído, en este tiempo en que las bicicletas están de moda, en el hechizo que provocan los manillares curvos y los frenos de varilla.
Claro que es posible conseguir una bicicleta restaurada, pero a mí lo que me gusta es encontrarla tosiendo óxido, quejándose de dolor por sus tubos retorcidos. Entonces, con la ayuda de un técnico, la desarmo y la lijo, la lavo y la sueldo, la pinto y la armo y le consigo componentes antiguos completamente nuevos. Entonces elevo mi bicicleta, es decir, la cuelgo en las paredes de mi casa, como si volara, como si hubiese aprendido los trucos de una escoba de bruja.
Al ver las bicicletas escalando muros completamente verticales, sin arnés y apenas sujetas de unos ganchos y unos pernos, al ver a la antigua y pesada Atu de panadero colgada, agarrada a las alturas sobre el sofá de la sala, al ver semejante y antinatural prodigio de birlibirloque, es posible que los demás objetos de la casa un mal día se sientan confundidos, y la refrigeradora caliente haga cubos de mantequilla, y que el horno enfríe, congele el pastel de naranja que aprendimos a cocinar con Kristy cuando niños…
La casa es un refugio, pero también es una trampa. Uno corre el riesgo de que el piyama se convierta, por los mismos artilugios de birlibirloque, en un overol de preso, y condene a vagar a su desubicado durmiente, como alma que no encuentra el túnel, entre el comedor y la cocina, entre la cama y el living, como dice Charly García en alguno de los LP’s a los que también se aferra la casa con sus garras y agujas hechas de tiempo.
Pues hay casa nuevas, olorosas a pintura fresca. Pero las hay también como la mía: antiguas, perfumadas con reminiscencias de otros tiempos, aquellas que nos han enseñado que ver fantasmas es, en realidad, ver cosas del pasado donde actualmente hay otros objetos, o simplemente donde ya no hay nada. Yo, por ejemplo, sigo viendo papel tapiz de bambúes en una pared inmaculada, blanca. Y es que la casa tiene el don de la transmutación y es, mientras no la derriben con un tractor amarillo o un combo de refulgente color plata, muchas casas. La casa nueva se convierte un día en la casa de los padres, en la heredada, en la remodelada, en la rentada o, simplemente, en la abandonada.
Para nadie es un misterio que las casas son caprichosas y enfermizas. Los armarios no quieren cerrar sus puertas, se niegan a ser aislados, a perderse los chismes del mundo familiar; las puertas son felices dejándonos escuchar los crujidos de sus articulaciones; los baños tienen retortijones de grifería todo el tiempo; la piel de los techos se resquebraja: las paredes –eternas adolescentes– se hacen perforaciones que no siempre cierran y se ponen aretes. La casa es un ser vivo al que se cura, al que se le aplica cremas y emplastes, al que se venda y se suelda, pero al que nadie se dirige. A diferencia del auto de su garaje, digo. Pero ese es ya otro tema.
La verdad es que cada uno tiene su preferencia en cuestión de casas. A unos les gusta las cabañas decoradas con manteles a cuadros, a otros las mansiones de muebles suntuosos y pinturas al óleo. Yo procuro –como Neruda– volver mi lar una juguetería, de modo que pueda pasarme entretenido de la mañana a la noche. De ahí que cuando vi que el poeta conservaba en su casa de Valparaíso la ovejita de felpa de su infancia, yo, que guardo el diablo también felpudo que me regalaron en mi noveno cumpleaños me sentí identificado. Pensé que solo me faltaba un mar en la ventana de la sala y un Canto General en mi bibliografía para ser como él.