Por Sandra Araya* / @Sanrrangelica
No voy mucho al cine, es cierto.
Casi nunca voy, en realidad. Y no es que no me gusten las películas, me encantan; tampoco es por chira —aunque los cines modernos son carísimos, con gaseosa incluida y nachos. El cine ya no posee el ambiente denso de antaño, no es una sala que descubres a tientas, de reojo, ayudado por la pantalla, donde puede suceder cualquier cosa. Lo único que sucede hoy en día es que la gente no apaga su celular y te imponen la escucha de sus conversaciones cuando quieres ver una película y has pagado por ello. En estos cines modernos, nadie vendrá a rozarte los tobillos escondiéndose bajo las butacas, y aunque los sillones son realmente cómodos, el encanto se perdió, la oscuridad, un leve olor a moho, la sensación de que el espectador de atrás está haciendo algo… algo… algo…
Recuerdo que cuando era niña mi madre me llevaba con frecuencia al cine. Era como un ritual madre-hija. Comprábamos chocolates y afuera, generalmente, llovía. La sala siempre olía a humedad. Ya adentro –mojada, cansada, pero feliz, con un ojo en la pantalla y otro oteando mis alrededores–, imaginaba qué hacían los otros en sus butacas, si escondían algo bajo los suéteres, si serían realmente humanos a la luz del día. «Y, claro que lo son, personas normales, como tú», me dije, ya más grande. El misterio se desvanecía, hasta que descubrí escenas de cine, imágenes de seres furtivos, enajenados en salas oscuras —y no siempre muy higiénicas— donde se desarrollaba parte de sus planes, de sus miedos y deseos.
A los dieciséis cayó en mis manos la gran novela de Juan Marsé Si te dicen que caí, historia de posguerra en Barcelona. Un grupo de niños, niños porque en la pubertad se es aún un niño (descachalandrado, agresivo, a punto de perder la inocencia), vagabundeaba por el desaparecido barrio de Guinardó, entre el hambre y la tierra desconchada por los bombardeos. Perseguidos por la sombra de un paralítico rico de intenciones dudosas, uno de ellos, Java, buscaba fervientemente a una prostituta, la puta roja, que recibía un par de monedas en los cines por masturbar a quien solicitara sus servicios. Y la encontró, vaya que sí, en un ambiente ideal: «Puede que hiciera más frío en el cine que en la calle […] En las últimas filas, varios pares de ojos brillaban como ojos de gato hambriento; recibían el resplandor intermitente de la pantalla […] Ella respiraba pesadamente como con un mal sueño, una bolsita de caramelos en el regazo». Pasa lo que tiene que pasar, por una pela, que para eso está ella ahí… y él también, abrochándose la bragueta a último rato, cuando encienden las luces. Más allá de la oscuridad del cine, solo quedan una puta roja y triste —inspirada en un personaje real— y un niño a medio crecer, ansioso y triste —inspirado en varios personajes reales, seguramente.
Otro niño —se hace hombre durante toda la novela, fracaso tras fracaso— que busca mujeres en los cines es el protagonista ¿anónimo? de La Habana para un infante muerto, de Cabrera Infante. Pero este no solo busca sexo, anhela en su mente ardorosa y juvenil un amor de película que se salga de la pantalla para instalarse en su butaca y en la de una acompañante desconocida que de pronto se enamorará perdidamente de él tal como él de ella. Consigue, si no a su gran amor, por lo menos una masturbación, un alfiler en el codo, y la imagen de las bellas de la pantalla. Las referencias al séptimo arte matizan toda la narración, desde el epígrafe, de King Kong, hasta el epílogo —función continua—, escena onírica que se desarrolla en un cine y en el útero de la eterna rubia, teñida o natural. Gracias a la pasión de este narrador por el cine nos acercamos a la geografía de La Habana, a través de la locación de las distintas salas y los sucesos maravillosos que podían suceder ahí dentro: El Payret, Niza (de mala reputación), Bélgica (más infame aún), Universal, Nacional, Lara (trinchera de un japonés solícito), Lira, Negrete, Fausto (escenario del epílogo), Cervantes, Ideal, Actualidades, Campoamor, Cinecito, Rex Cinema, Duplex, Rialto, Encanto, Majestic, Verdum, Alkazar, Radiocine (donde se encuentra con la diva de ojos verdes) y América.
Y así como ese niño se hace hombre, se hace adúltero, amante, voyeur tras espejuelos ahumados, entre estas salas de cine, recuerdo con añoranza los propios cines de acá: el San Gabriel (del que escapé después de comprada la entrada por miedo a la película: La rata humana); el 24 de Mayo, que me parecía enorme; el Benalcázar, el Fénix, el República, el Colón (primer escarceo romántico a los trece años, ya sin albacea). Educación sentimental ochentera que no tenía que ver con mensajes instantáneos más allá de las butacas contiguas.
Me quedo, pues, con el recuerdo y la imagen de otra novela, quizá una de Muñoz Molina, con la brasa de un cigarrillo como único punto visible en el cine, y quizá la de Johnny ‘Dillinger’ Depp vestido con un abrigo a la espera de que alguien lo descubra en la sala donde proyectan su imagen y su peligrosidad. Compraré una película y un chocolate, cerraré las cortinas del cuarto, apagaré las luces y haré de cuenta que afuera, una vez más, llueve.
Sandra Araya (Quito, 1980) estudió Comunicación y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE). Ha transitado por oficios varios: correctora de estilo, profesora universitaria, fabricante de discos interactivos, organizadora de archivos. Abrió, heroicamente, una pequeña editorial llamada Doble Rostro, que ya cuenta con cuatro títulos. Ha publicado cuentos en las revistas El Búho, Aceite de perro, Big Sur y Ómnibus. En 2010 ganó la Bienal Pablo Palacio. Es editora del suplemento cultural CartóNPiedra, del diario El Telégrafo, de Ecuador. Su primera novela es Orange, publicada bajo el sello Antropófago.
Me recordó a una escena de Kill Bill donde cuentan la obsesión del pequeño Bill con Lana Turner, cuando Bill la
veía en pantalla se chupaba el dedo pulgar… Chevere artículo!
Que poética nota, llena de recuerdos y nostalgias.