Por Anaís Madrid / Para La Barra Espaciadora / @anaistamara
Fotos: Omar Arregui Gallegos
I
Hay cosas que pasan una sola vez en la vida. Momentos fugaces pero memorables, como visitar la tumba de Borges o paladear un vino de cuarenta años.
Cuando supe que Paul McCartney había confirmado su concierto en Quito, me resultó difícil creerlo. Los ecuatorianos no estamos acostumbrados a recibir artistas de este porte por estas tierras, más bien estamos hartos de escuchar que esos monstruos han programado sus conciertos en ciudades vecinas como Lima o Bogotá, como si entre ellas no hubiera nada ni viviera nadie. Madonna se descuartizó en el DF, Roger Waters cantó en Bogotá en 2007, Radiohead se presentó por primera vez en Argentina en el Quilmes Rock 2009 y Rihanna incluyó al Perú en su gira Diamonds World Tour.
Días antes de la preventa para ver a Paul, circuló en las redes sociales y en televisión un video en el que el mismo Beatle invitaba al público a escucharlo en Quito. Durante esos treinta y un segundos, sus intentos de hablar en español, su calidez y su energía me cautivaron, pero los precios de las entradas parecían muy caros para el presupuesto de una estudiante de veinticuatro como yo, que contaba con apenas cien dólares disponibles para este concierto. La localidad más costosa valía quinientos cincuenta dólares, lo que equivale a cerca de dos salarios básicos en mi país. Aún así, estos fueron los puestos que más rápidamente se vendieron. Yo dirigí la mira hacia los graderíos más altos de la General, la locación más barata y la más propicia para ver todo el escenario. Noventa dólares. ¡Esa era para mí!
II
Ese lunes el cielo amaneció azul, pero en la tarde el sol se portó dubitativo y vinieron el viento y el frío. A las dos y media de la tarde, una nube gris amenazaba con desparramarse sobre nuestras cabezas. Unas trescientas personas esperábamos en la fila de la puerta 9E, sobre la calle Rembrandt. La amiga con quien fui traía todo lo necesario: agua, chocolates, gomitas, paraguas y nuestras entradas. Más tarde se nos unirían tres personas más y estaríamos completos. A lo lejos, desde el parlante de un vendedor que ofrecía la discografía de The Beatles por un dólar, se escuchaba Help. Con temor al nubarrón que ya cubría el estadio, soportamos los caprichos del clima quiteño por más de cuatro horas.
La mayoría de fanáticos vestía camisetas de la banda de Liverpool o al menos una prenda con la bandera de Inglaterra. Para no desentonar con el resto y llevarnos a casa un recuerdo de ese día, compramos pulseras, cintillos y parches con las palabras Out There. Ahí estábamos todos esperando a Paul, el entrañable amigo de Lennon, el padre de Stella y el autor de esas letras que cantamos desde niños sin saber pronunciar el inglés. Estábamos todas las generaciones: el matrimonio de cuarenta y cinco años, con sus canas cortas, con su calvicie y Yesterday sonando en su memoria. Estaban los treintañeros y los cuarentones que sacudieron sus melenas con Twist and shout o con Helter skelter cuando tenían diecisiete, estábamos nosotras, las veinteañeras que bailábamos reguetón en la adolescencia pero sin dejar de memorizar letras como Oh, please, say to me, you’ll let me be your man, and please, say to me you’ll let me hold your hand… y, por supuesto, estaban los de la generación músicos de Disney Channel, acompañados de sus padres: Eran cuatro niños que no llegaban a los doce años y usaban camisetas negras de The Beatles. Se sentaron en el suelo y extendieron un pliego de cartulina:
-¡Escribamos Polmacartni y un corazón!
-¿Sabes cómo se escribe Polmacartni?
-(…)
-Pero escribe en grande, aquí Pol y acá Mmmacartniiii…
Con temor a equivocarse, la niña copiaba de su pulsera el apellido del Sir.
Yo esperaba revivir escenas de películas como Across the Universe y evocar libros que han hecho alusión a la banda como Tokio Blues. Quería conocer al inglés cuyo nombre he oído desde niña.
A las cinco nos preparamos para el aguacero: ponchos de plástico y paraguas parecían suficientes. Escuchamos risas que venían desde unos cuantos sitios detrás de nosotros. Un camión blanco se estacionó cerca. Bajaron cuatro hombres vestidos de negro y nos pidieron paso para bajar las rejas, pensamos que para mantener el orden. Seguramente, los niños asociaron a estas personas con McCartney e imaginaron su ingreso al estadio. Me hicieron recordar que la primera vez que fui a un concierto no tenía ni catorce años y mucho menos dinero para pagar una entrada de noventa dólares.
Dos fotógrafos se acercaron a los pequeños. Ellos levantaron su cartel y posaron ante las cámaras, haciendo los cuernos del rock con sus manos. ¡Clic! Ex compañeros de la universidad, del colegio, amigos, familiares, las «mamacitas» y los señores, «everybody todos», citados para la fiesta, como dijo el mismo Paul. La fila de la puerta 9E parecía tomarse cuatro cuadras más.
III
Las puertas del estadio se abrieron cerca de las siete de la noche, dos horas después de lo previsto. Con llovizna y un fuerte dolor de pies, llegamos a nuestros sitios. Un par de empanadas de morocho y algunos selfies nos ayudaron a matar la espera.
La última vez que vi el reloj eran las nueve y cinco. “Inglés puntual ha de ser”, me dije, y en efecto, todo empezó a la hora prevista. Ohh I need your love babe, guess you know it’s true… Fue inevitable corear la canción con mis amigas. El inglés puntual apareció con un abrigo rojo y un elegante pantalón negro. “¡Esto sí es concierto, miren esas pantallas nítidas!”, dijo una de mis acompañantes, casi a gritos. “¡Qué dice, Ecuador!”, fue el saludo del caballero de Liverpool. Todo era parte del guión, pero demostraba naturalidad, simpatía y espontaneidad. “Voy a hablarles un poquitou, en Quitou, de españoul… Pero voy a hablar más en inglés…” Padres e hijos, abuelos y nietos empezaron a seguir los clásicos, aunque algunos estuvieran más concentrados en hacer videos que en mirar directamente al escenario. Otros, como yo, envidiamos a los de la primera fila.
A pesar de sus setenta y pico, Sir Paul no ha perdido el toque: ocupó todo el escenario, iba de un lado a otro con la energía, el carisma y el talento que mostró en el Palacio de los Deportes de París, en 1965… Nosotros, con veinticuatro años encima y sin máquina del tiempo, volvimos a los sesentas que no vivimos. Claro, sin los peinados enormes ni las prendas acampanadas, intentamos bailar rock and roll. Freud dijo que quien persigue el camino de la felicidad es un loco, que muy pocos le ayudarán a cumplir sus delirios. Pero esa noche seguimos ese mismo camino y lo hicimos durante casi tres horas. Fuimos parte de esas treinta mil personas entregadas a las canciones con las que hemos crecido, aun cuando al nacer ya The Beatles se hubieran extinguido. Cuando yo nací, el mundo recordaba los diez años del asesinato a John Lennon, en Nueva York. Ahora, esas canciones viejas siguen gustando y las nuevas llevan un sello de creatividad que pertenece a todos los tiempos.
Cada vez que Paul hablaba español, el público enloquecía. Lo que decía estaba escrito en unos papeles dispuestos en el suelo de la tarima, junto a su pedestal de micrófono, así que antes de hacerse oír, el bajista de los escarabajos bajaba la mirada, descifraba las palabras entrecerrando los ojos y luego las decía como un niño que se divierte jugando. Así se conectó con el público de inmediato, se mostró cálido y complacido de pisar por primera vez suelo ecuatoriano y no se lo vio beber ni un trago de agua en toda la noche.
En la sierra ecuatoriana, usamos palabras heredadas del kichwa para expresar sensaciones como el asco, el ardor o el frío. No muchos foráneos las conocen y aprenderlas es todo un descubrimiento para los turistas. Pero Paul McCartney pareció haber montado una investigación previa de estos detalles para subir al escenario, pues en medio de la brisa abrileña y de una noche de ventarrón como las que caracterizan a esta ciudad andina, se frotó los brazos con sus manos y exclamó «¡Achachay!».
Cuando sonó New, quizá la canción más esperada de McCartney el solista, los fanáticos levantaron papeles con esta palabra escrita tal como aparece en su disco de 2013. Él esperó hasta que terminara la canción para acercarse al filo del escenario y pedir que las luces iluminaran al público. Hizo de su mano una visera, como quien divisa desde el faro del puerto si no hay piratas a la vista, y aplaudió el detalle de la multitud.
Aunque muy lejos del escenario, gracias a la calidad de la proyección de imágenes sobre las tres pantallas led, vimos detalles de las bellísimas guitarras que usaron Paul y sus dos músicos: Brian Ruy y Rusty Anderson; vimos el piano y los reflejos que despedía, sus manos arrugadas de dedos largos, su anillo… Durante Lady Madonna, en las pantallas aparecieron, como resucitadas, mujeres del cine como Marilyn Monroe y Audrey Hepburn; de la pintura, como Frida Kahlo, y de la monarquía británica, como La Reina Isabel II, Diana de Gales y Kate Middleton. Se trató de una cita entre generaciones inspiradas por el arte y la fama. Natalie Portman y Johnny Depp también asomaron cuando Paul mencionó a su tercera esposa, Nancy Shevell: «Esta canción la escribí para mi hermosa esposa Nancy… One, two, three… What if it rained? We didn’t care. She said that someday soon. The sun was gonna shine…».
La lluvia regresó con Back in the U.S.S.R. y yo crucé los dedos para oír And I love her.
IV
Habían transcurrido casi dos horas de concierto. Temas de su etapa con los Wings, los más celebrados, con The Beatles y sus composiciones como solista armaron un repertorio hecho a la medida de cualquiera. Fue entonces que hubo tiempo para prestar atención a Ray, el guitarrista rubio a la izquierda de Paul, y a Anderson, el blanquísimo tipo de cabello negro que desorbitaba los ojos en cada solo, al costado derecho. Para Paul, ellos, junto al baterista Abe Laboriel y al tecladista Paul ‘Wix’ Wickens, son “el mejor equipo del mundo”.
Hubo quien cantó la versión de Hey Jude que el gobierno de Rafael Correa utilizó para promocionar su Revolución Ciudadana, hace ya algunos meses. Hubo quien esperó canciones como It’s been a hard day’s night, Help o Yellow Submarine pero debió conformarse con escucharlas afuera, a través del parlante del vendedor de discos piratas. Alguien se dejó conmover cuando Paul rindió sendos homenajes a George Harrison y a John Lennon. Al primero le dedicó Something y a John, Here today. Algunas lágrimas se soltaron, aprovechándose de la llovizna que las camufló.
Sonido impecable, como pocas veces, imágenes con ornamentos psicodélicos memorables, fuegos artificiales que estallaron con Live and let die y el olor a lluvia. Esa lluvia quiteña mezclada con el aroma del tabaco nacional y uno de los cuatro Beatles cantando como si su garganta fuera la de un ser sobrenatural.
Sabíamos que el final estaba cerca. Nos preguntó si queríamos una yapa, usando la palabrita que los serranos de Ecuador usamos para llamar a lo que recibimos como un regalo adicional, fuera del precio que pagamos por algo, y esa yapa significó que Paul saliera de nuevo a la tarima empuñando la bandera ecuatoriana. El elegante Sir inglés honraba una vez más al público. Minutos después firmó el bajo de un fanático, una réplica de su Höfner clásico, y escribió “Quito”, obviamente, para arrancar el estruendo de aplausos. Entonces hacía el amague de irse, pero de nuevo pedía la guitarra y volvíamos a gritar. Golden slumbers, Carry that weigh y The end fue lo último que escuchamos esa noche fugaz pero memorable, los gritos, los aplausos y la pirotecnia.
Ver a McCartney en vivo, a esta edad y en esta ciudad, cuando han pasado casi cincuenta años de The Beatles, es una de esas citas que, aunque envejezca, será parte de todo el tiempo.