Por Ana María Calero / @anamariacalero
Nadie advirtió sus pasos. Aunque las luces estaban encendidas, nadie contestó. Su mano empujó el candado –oxidado, inofensivo, inútil– que colgaba de la puerta de madera de esa casa con techo de teja.
Cerca de la medianoche de ese 3 de diciembre, Alejandro Astudillo, socorrista de la Cruz Roja, fue alertado sobre una labor de parto en una vivienda del sector La Ecuatoriana, al sur de Quito. Estaba por terminar el año.
Un angosto corredor lo llevó hasta un cuarto que hacía las veces de sala, con una alfombra desgastada y un sofá donde un hombre dormía. En segundos, el silencio se interrumpió con una lánguida voz desde el fondo: “No pasa nada, váyase…”. Unos metros más adelante la pudo ver sentada, con las piernas entreabiertas y una mano contra el piso para equilibrar el peso de su cuerpo. El cabello negro acentuaba la palidez de su rostro. Sus facciones juveniles sobresalían: los ojos profundos, las pupilas como pozos negros. El sudor y las lágrimas se juntaban en un mismo camino que moría sobre la comisura de sus labios agrietados. Su falda verde había absorbido parte de la sangre.
–Estoy bien –dijo la mujer, levantando la vista, mientras era atendida–; ¿puede despertar a mi esposo? Acabo de perder a mi hijo….
–Y, ¿dónde está el bebé?
La mujer guardó silencio por un momento… Entonces, tomó del brazo a Alejandro y, tratando de mantener la voz serena, con la mirada vacía, comenzó a contar:
–Él regresó de beber varios días con sus amigos y alguien le dijo que el niño no era de él. Que yo tenía un amante. Llegó a la cama y me arrastró hasta aquí. Me pateó hasta que el bebé salió. Me lo arrancó y se lo llevó…
Al oír esto, el socorrista salió, sujetó al hombre por la camisa, lo levantó y le enfrentó:
–¡¿Dónde está el bebé?!
–¿Quién eres y qué haces en mi casa? –le contestó, impasible, mientras se frotaba los ojos para protegerse de la luz. Llevaba rastros de sangre en las manos y en la ropa y aún estaba muy borracho. El paramédico lo dejó caer nuevamente y salió hasta el patio a buscar, pero no encontraba nada, así que se dispuso a volver donde aún estaba ella, postrada. Un momento. Un suspiro. Alejandro dio vuelta y alumbró por última vez. Una pequeña mano sobresalía de entre la tierra, las piedras y un poco de hierba amontonada. Luego de escarbar unos segundos, logró sacar el cuerpo que había vivido las últimas 37 semanas en el vientre de su madre.
Con el pequeño cuerpo aún tibio entre sus manos, escuchó los latidos de un corazón pequeñísimo que retumbaba sordamente. Cuando comprobó la gravedad de las lesiones provocadas por su padre, comprendió que la criatura moriría pronto, así que lo cobijó contra su pecho “para que no tuviera frío al morir”.
Alejandro recuerda que cuando salió de la vivienda, la joven había sido subida ya a la ambulancia por un equipo de apoyo que llegó al lugar. Desde ahí arriba, ella miró a su agónico hijo con intensidad, a pesar de la debilidad de su cuerpo maltratado. Ahora se instalaba en su vida el dolor de su partida. Poco antes, ingenuamente, apostándole a un designio volátil, había preguntado si lo podrían salvar. Pero, ante la negativa silenciosa de Alejandro, sus ojos solo se cerraron.
–Quise cubrirlo más –dijo él–, pero entonces lo vi dejar de respirar.
Al llegar a la maternidad, el médico que los recibió pidió que dejaran a la joven mujer unos minutos con el cuerpo del bebé. Luego, se lo llevaron de nuevo, antes de que la mujer, viuda ya de ese pedazo de sí misma, entrara al quirófano.
Lo que me pregunto usualmente es dónde quedó el amor, el amor que juran esos hombres violentadores, dónde quedó la pasión que los llevó a dar vida un ser humano.
Espero que esta historia no haya quedado impune, espero que ese sujeto haya sido sentenciado por asesinar a su hijo y por intento de homicidio a su esposa. Pero sobre todo espero que la señora haya cerrado ese círculo y haya dejado que la «justicia» actúe.
Esta es una muestra de todo lo que puede pasar cuando uno deja pasar «una sola vez» una maltrato, sea verbal, físico o psicológico. Pues tengo claro que el que lo hace una vez, lo hará una, dos veces y por siempre.
Tengo el gusto y honor de haber trabajado con Alejandro Astudillo, gracias por haberme enseñado el significado de salvar una vida y el amor al prójimo, que dios te bendiga siempre amigo, hermano, ahora desde otro país sigues ayudando al prójimo sin esperar nada a cambio, son miles de historias y anécdotas vividas que seguirán recordándome el valor de la vida… que dios te bendiga siempre
Alejo… de esas hay mil historias mas, pero hay millones que nos mantienen y nos impulsan a seguir en esto. Te quiero mucho hermano un abrazo…