Por Alejandro Veiga Expósito
La catástrofe migratoria en Venezuela ha llevado el excepcionalismo venezolano a distintas partes del mundo. Muchos habrán escuchado en sus respectivos países a venezolanos diciendo frases como: “Es que Venezuela es el país más rico del mundo”. Este excepcionalismo, tan característico de los estadounidenses, es parte de la ideología con la que muchos venezolanos hemos crecido y que ahora deja perplejas a personas de otras partes del mundo. Personas que escuchan a venezolanos diciendo este tipo de afirmaciones observan el estado de Venezuela y no dan crédito ante tal negacionismo.
Como explicó el antropólogo venezolano Fernando Coronil en su libro de 1998 El estado mágico, esta creencia en Venezuela como un país rico nace de sus recursos naturales y forma parte de la identidad nacional. En este sentido, la historia de Venezuela, como hace Coronil en su libro, se puede estudiar como una lucha por hacerse con la gallina de los huevos de oro: el Estado como explotador del petróleo y distribuidor de sus dividendos.
Según Slavoj Žižek, la mejor definición de qué es una nación la ha dado el positivista y protorracista Ernest Renan: “Una nación es un grupo de personas unidas por tres cosas: mentiras sobre su pasado, enemigos comunes en el presente, e ilusiones sobre su futuro.”
Venezuela encaja perfectamente en esta definición. Mentiras sobre su pasado: hubo un tiempo n el que Venezuela era una tierra donde todo el mundo progresaba; enemigos comunes en el presente: el castro-chavismo; e ilusiones sobre el futuro: sin los comunistas, este país solito sale adelante. Tres falacias que nos unen como nación, de cuya realidad necesitamos renegar, porque enfrentarla es demasiado traumático.
En el caso venezolano, la noción que conecta las tres partes de la definición de nación de Renan es, siguiendo a Coronil, la idealización de la naturaleza como el elemento que hace del país una nación pudiente. En el pasado, fuimos ricos por el petróleo, en el presente lo tienen los comunistas, y en el futuro (si se lo quitamos) seremos ricos de nuevo. Por supuesto, como toda fantasía ideológica, partes de ellas son ciertas; de lo contrario, no serían efectivas.
Las mentiras sobre este abundante pasado radican en que, desde una perspectiva histórica, no es correcto decir que la catástrofe actual está limitada a la llegada de Chávez al poder en 1999. Desde finales de los ochenta, el país se ha ido deteriorando exponencialmente. Aunque esto no quiere decir que los gobiernos chavistas estén exentos de culpa.
Ya las campañas presidenciales de quienes precedieron a Chávez (Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera) tuvieron éxito gracias a su retórica de cambio radical con respecto a la dependencia del petróleo y la corrupción. Ambos fallaron, en parte, por su continuismo. Todos los gobiernos, desde Gómez a principios de siglo hasta Maduro, comparten el no haber superado la dependencia de una economía extractivista: cuando en Venezuela se descubrió el primer pozo petrolero, en 1914, simplemente se cambió la exportación de cacao por la exportación de petróleo. En más de un siglo esto no ha cambiado. Utilizar la técnica populista de ubicar al culpable de esto en un enemigo exterior (el castro-chavismo o el imperialismo yankee) puede que sea efectivo para ganar poder político, pero ya hemos visto que es una trampa peligrosa.
El capitalismo extractivista genera largas redes burocráticas de corrupción dependientes del Estado. Es decir, en una nación cuyo Estado extrae todas las llamadas riquezas naturales, y que no posee ningún tipo de controles de rendición de cuentas, se generan amplias redes locales clientelistas. En dichas redes, lo que se valora son las influencias para acceder a los recursos del Estado de manera directa o indirecta.
Esta dependencia extractivista hace que el tejido social esté a merced de la fluctuación de los mercados. Cuando el precio del petróleo está alto, la situación es estable, cuando los precios bajan, es mala. Y esa es la historia de Venezuela, una sociedad cuyo desarrollo depende totalmente del precio exterior de lo que se extrae de la naturaleza.
Algunos objetarán que este extractivismo corrupto y violento se podría haber superado a la noruega: ahorrando o usándolo a corto plazo para fomentar otros sectores. En este sentido, la crisis no es simplemente producto de un grupo de comunistas despilfarrando más de lo que tenían en proyectos sociales. Esta crisis es una parte más de la incapacidad histórica del país de superar su dependencia de la extracción y exportación de materias primas.
Esta dependencia de los recursos naturales es algo que va más allá de un problema de una clase política corrupta, es un parte esencial de la psique venezolana. Dejar de depender de la naturaleza para definir la propia identidad de qué es Venezuela y ser venezolano es algo tremendamente traumático, pues es una parte esencial de lo que nos amalgama. Enfrentar que la explotación de la naturaleza nos ha traído hasta aquí es enfrentar la desintegración social.
Por ello, es momento de que dejemos de idealizar y fetichizar esas imágenes de los años 50, en las que autos estadounidenses circulan por infinitas autopistas de una brillante Caracas, como si el objetivo histórico del país fuera retornar a ese punto. Esos tiempos no van a volver. Tenemos que ver esas imágenes horrorizados, contemplando impertérritos el inicio de la catástrofe que ha roto tantas vidas. El inicio de la mentira de creernos ricos.
Es por eso que debemos aceptar que Venezuela no es rica. Va a serlo solo una vez que enfrentemos ese precipicio identitario, una vez que que superemos este ciclo histórico y dejemos de creernos bendecidos por haber nacido en un error geográfico. Confrontarlo no querrá decir que el futuro será mejor, pero seguro será diferente. Quizá comencemos a cometer errores distintos y dejemos de estar condenados a repetir por siempre nuestra trágica historia.