Por Rebeca González
Tengo 25 años. Vivo del arte. No acostumbro a ver noticias. No leo el periódico. A veces leo en Internet. Pero desde el sábado 16 de abril –pasadas las seis de la tarde– no dejo de estar pendiente de los medios, oficiales y no oficiales.
También en abril, pero hace once años, en el 2005, recuerdo una conversación con mamá por celular. Ella me daba instrucciones sobre cómo entrar al aeropuerto cuando los quiteños habíamos salido a las calles durante días para echar del poder a Lucio Gutiérrez. Yo tenía 15 años y aprendía a preguntar, a escuchar, a analizar, y desarrollaba mi capacidad crítica. Pero así había sido siempre: cuando miles de ecuatorianos salieron a las calles para sacar del poder al presidente Abdalá Bucaram yo tenía 7 años y recuerdo a mi madre gritándole al televisor. Cuando ocurrió lo mismo, pero con el presidente Jamil Mahuad, yo tenía 11 años y mamá le lloraba al televisor. A mis 16 años, ella preparaba pañuelos húmedos para cubrirnos la nariz a mi hermana Raquel y a mí por si lanzaban bombas lacrimógenas. Ocurrió durante una marcha en contra de la firma del Tratado de Libre Comercio con EEUU. Mientras lo hacía, nos explicaba el sentido de los cantos de protesta. Cuando mi mamá cantaba con lágrimas en los ojos “Patria tierra sagrada… con infinito amor”, yo tenía 18 años y continuaba mirando el mundo a través de sus ojos.
Pero esta semana abrileña la angustia me pudo más que la tranquilidad de su presencia. ¡Terremoto! Escribí a todos mis amigos que habían viajado como voluntarios a la costa, después de la que ya imaginábamos como una catástrofe. Pronto crearon el chat de la familia para mantenernos comunicados con mi primo, su novia –un par de médicos que decidieron viajar a Manta dentro de dos días– y la novia de otro primo, también médica, quien volvería el siguiente miércoles desde Bahía de Caráquez, para contarnos el dolor de esas primeras horas. Preparé mi maleta esperando que me crecieran alas para llegar enseguida, pero entonces me detuve junto al marco de la puerta y decidí que mi madurez psicológica solo me permitía cargar botellas de agua y víveres por el tiempo que lo soportara mi cuerpo. Las fuerzas duraron hasta el tercer día, cuando me desplomé sobre una lata de atún que llevaba inscrita una nota de ánimo: “Todos juntos nos levantamos”.
El lunes por fin contestaron nuestros amigos en Manta. Decían que así deben verse las guerras, entre sangre y pesadillas. Manta se transformó en una zona de guerra donde uno anda entre vivos y muertos. Un amigo periodista nos contó que en las oficinas del canal para el que trabaja se recibían a cada rato los videos de la tragedia. Calculaban 3 000 fallecidos. Otros tres amigos que estaban en la zona cero (un rescatista, un médico y un voluntario), todos en lugares distintos, con historias distintas pero igual de trágicas, increíbles y abrumadoras, confirmaban que la cifra de víctimas superaría varias veces el dato oficial.
Mientras tanto, en Quito, cuando junto a mi hermana ya no estábamos cargando cajas o llenando botellones, continuábamos buscando dónde servir de voluntarias para labores de construcción, atención de comedores comunitarios o lo que fuera.
El sentimiento de solidaridad se mantuvo hasta que llegaron las medidas económicas y la indignación se volvió violencia. Los comentarios ofensivos, defensivos y acusadores volvieron a aparecer, como antes de que ocurriera el terremoto. Desde entonces vuelvo a preguntar por lo que no entiendo. ¡Por todo!
Yo no sé de economía ni de política. No sé quién es el alcalde de Pedernales ni sé lo que debe hacer o no la Secretaría de Riesgos. Lo que sí sé es que el jueves habíamos dejado de hablar de voluntariados y donativos con el entusiasmo de cuatro días atrás. Facebook ya no promovía hashtags solidarios, ya no se pedían manos en el aeropuerto de Tababela o ideas para construir refugios o albergues. El jueves leíamos las cartas abiertas dirigidas al Presidente y yo continuaba sin entender nada: ni de economía ni de bandos. Tampoco sabía qué creer. Todo es cierto, todo es falso, todos aman y todos odian con fervor. Entonces, sentí miedo. Ahora por fin reconozco mi rostro de terror. Pregunto más, sin encontrar respuestas. Pregunto y recibo dedos acusadores. Pregunto y me responden con indignación. Pregunto y me censuran. Entonces intento preguntar con cautela, con miedo, con ese miedo a las respuestas.
El viernes intentamos desconectarnos de los temas económicos, volver a enfocarnos en la ayuda, dar información útil sobre la ubicación de los centros de acopio, sobre los voluntariados a corto plazo, hasta que la cifra oficial superó los 600 fallecidos. Escuchamos las historias más cercanas, intentando discernir, mantener la calma, pero es que no podemos evitar angustiarnos y dudar, desde el corazón, con las imágenes en los ojos… Hay algo que no nos dicen aún. Y yo tengo tanto miedo de preguntar. ¿Es esta la cifra real?
Desde niña decidí que preguntaría. Preguntaría por interés, por entender, para ayudar. Preguntaría siempre para decidir mi camino. Pero hoy caí en cuenta de que –desde hace varios años– preguntar se ha vuelto difícil. La respuesta es el medio para la intimidación y la intimidación es la forma de negarnos como seres humanos. No podemos convivir sin antes saber de qué bando es el otro. Las familias se dividen por defender lo propio. La memoria de la generación de mi madre, que enseñaba a sus hijos por qué luchar, quedó olvidada junto a los libros de Marx. De ambos lados de estos bandos ya no somos personas, somos verdes o negros. Zurdos o no.
Me da miedo. Me da miedo mi país. Me da miedo que no se me permita sentir o dudar como instinto básico. Me da miedo ser apuntada con el dedo acusador por no poder encontrar información que desmienta o verifique mi duda.
Hace años, mamá nos cuidaba, nos protegía, aun cuando tenía miedo de que estuviéramos con ella ahí, entre los conflictos, ella nos demostraba qué era lo que debíamos hacer. Que actuar en consecuencia de lo que se cree era precisamente lo que nos quería inculcar.
Hoy hemos repartido fuerzas entre la familia. Hemos racionado la cantidad de dinero que pudimos conseguir para mandar algo cada semana a la zona del desastre. Seguimos abrazándonos con dolor y llorando de impotencia. Incluso seguimos discutiendo fuertemente entre nosotros sobre los límites de la política, hasta el punto de tener que palmearnos en la espalda y decirnos: ‘mejor hablemos de otra cosa’.
Una noche le escuché a mamá decir: “Yo entiendo sus groserías y su prepotencia; es que la gente no entiende que tenemos carreteras”. Hoy, en la mesa de la casa de mi madre no se habla de política y yo sigo preguntando con miedo: ¿y qué pasa cuando las carreteras se pierden?
Luego recuerdo la nota en la lata de atún: «Todos juntos nos levantamos».
Estos días han sido intensos para todos los ecuatorianos y los jóvenes nos llevamos una parte considerable. Yo sentí como la vida se me partía en dos entre el antes y el después. Discutí como nunca en mi vida, me sentí golpeado y humillado, inútil. Ahora queda el futuro. Esto no puede ser una pista de 100 metros que se corre a toda velocidad y se acaba en instantes. Espero ser fuerte para aguantar la maratón de reconstruir y de aliviar. Espero que todos lo seamos.
Gracias por tus palabras Rebeca
Hola mi tesoro:
Me alegra mucho comprobar que aprendiste lo que quise enseñarte mi vida. Esta tragedia nos ha hecho urgar en el fondo de nuestro ser. Tus palabras me hacen reafirmar lo que pienso: todos los días deberíamos vivir pensando en nuestro bienestar y también en el bienestar de los demás, más aún en estos momentos.
Todos juntos nos levantamos !!!