Por Pedro Donoso / @pedrodonoso80
Aunque usted no lo crea, en un ejercicio de lógica básica, yo puedo probar que por segundos puedo dejar de ser un humano para convertirme en un gato. Y el ejercicio es tan fácil como seguir estos tres pasos:
1. Es conocido que a los gatos les gusta la leche.
2. No es tan conocido, pero a mí también me gusta la leche.
3. Entonces, si a los gatos les gusta la leche y a mí también, se puede concluir que soy un gato.
Si a esta altura usted decide continuar con la lectura de esta disparatada columna, verá que lo que acaba de leer es un ejercicio de lógica pura denominado silogismo falso. Un razonamiento deductivo que parte de premisas débiles y falsas pero que pueden llevar a una conclusión aparentemente lógica y racional, si es que no se lo profundiza lo suficiente.
Y parecería que el siglo XXI se caracteriza por ser un tiempo en el que estamos inundados de silogismos falsos, que provocan que creamos a pie juntillas todo lo que leemos, escuchamos y vemos, sin que de nuestra parte exista ningún tipo de investigación propia. Somos víctimas del facilismo lógico, del consumo superficial, de la total ausencia de procesamiento de información y, sobre todo, de una vagancia para poner en duda todo lo que consumimos.
Recibimos información y no la ponemos en duda, tampoco la procesamos ni investigamos por nuestra cuenta para formarnos una opinión propia. Al contrario, damos por cierto cuanto audio, texto, foto o video llegue a nuestras manos y lo circulamos por Whatsapp o por Twitter (hay una especie de deber implícito en continuar con la cadena de distribución) sin importar que dicha información pueda construir lo que, en el 2016 el diccionario de la Universidad de Oxford definió como la palabra del año: la posverdad.
Sin embargo, el silogismo falso tiene límites. Pero no son las dudas de la razón sobre las premisas. Lamentablemente son las propias creencias personales. Es decir, los hechos (en apariencia) objetivos serán creíbles o no en la medida en que se crea en ellos, lo cual provoca la subjetivación de los hechos, incluso aquellos que en siglos anteriores jamás hubiesen estado en duda; por ejemplo, los científicos.
Aunque la ciencia ha tenido sus detractores desde siempre, con el iluminismo se avizoraba el reinado del saber y la verdad científica. Pero -contradicciones de la contemporaneidad- desde que la circulación de la información es cada vez más rápida, en mayores volúmenes y con más recursos visuales, el reemplazo de lo fáctico por lo intangible es cada vez más violento.
Fruto de ello es el terraplanismo, que sigue la metodología del silogismo falso. Quienes afirman que la Tierra es plana y que todo lo que se pregona sobra el sistema solar y sus derivaciones son un invento, lo hacen sobre la base de observar la línea que divide al mar del cielo y advertir que en ningún momento es curva sino plana; por tanto, el planeta también. Una paradoja sin duda, porque cuando los telescopios se pusieron en auge para explorar los confines de un universo del que ya no éramos el centro, nadie hubiese previsto que mientras más avanzaba la ciencia, más fácil sería para los silogismos falsos apoderase de los imaginarios sociales.
Y no tiene que ver solamente con las famosas fake news o noticias falsas, categoría que también arroja una paradoja porque por definición una noticia lleva implícita una verdad, sino también con la capacidad que como individuos tenemos de crear nuestros propios silogismos falsos para alimentar nuestro wishfull thinking, un pensamiento que deseamos se vuelva realidad, conocido también como sesgo de confirmación, que consiste en creer en lo que queremos que suceda y no en lo que sucede en realidad, o como diría Mark Twain: “Lo que nos mete en problemas no es lo que no sabemos, sino las cosas de las que estamos seguros, pero que no son ciertas”. Esta máxima debería ser un requisito fundamental para los más de 2 500 candidatos que en esta elección estarán en la papeleta electoral y tendrán, de ser electos, la tarea de gobernar más allá de sus sesgos y deseos.