Por Francisco Ortiz Arroba / @panchoora
Carla Pérez es la primera mujer latinoamericana en coronar el Everest sin oxígeno complementario. La montaña más temida por muchos ascensionistas pero también la más deseada –la Diosa madre del universo, según la etimología de su nombre en lengua tibetana– le habló a esta quiteña cuando en su primer intento no pudo llegar a la cumbre apenas a 800 metros de alcanzarla. En un momento de silencio, mientras descendía aquella vez, Carla la escuchó prometerle que su segundo intento tendría éxito.
A sus 33 años, Carla consiguió lo que todos queremos: hacer realidad un sueño. No es gratis ni se trata del regalo de una estrella generosa. El 23 de mayo pasado, en su segundo intento, llegó a la cima de la montaña más alta del planeta, el Everest. Y lo hizo sin oxígeno. Esta expedición al Himalaya costó 40 000 dólares por persona. Ese es el costo promedio para ascensionistas que no llevan oxígeno. Subir con oxígeno y contratando el servicio de sherpas puede llegar a costar alrededor de 100 mil dólares.
Pero, ¿qué hizo de Carla la montañista que es? ¿Qué hubo antes de que realizara esta hazaña? ¿Cómo se sintió en cada momento de su travesía? En esta conversación con el equipo de La Barra Espaciadora, esta montañista quiteña nos cuenta lo mucho que le ha costado alcanzar su máximo objetivo y lo infinito de la recompensa. Mientras nos relata ese paso a paso (la travesía, las caídas, las ilusiones, las idas y las vueltas) sus ojos se iluminan con ese pícaro brillo infantil con el que alumbra cualquier espacio. Todo la delata como una chiquilla traviesa, inconforme, necia, resuelta…
Elaborado por Lorena Serrano.
¿Cuándo comenzó tu carrera como montañista?
Mi primer contacto con la naturaleza fue a los 4 años. Mi papá -Santiago Pérez-, quien es un amante de la montaña, me llevó al Pasochoa con mi hermana. Ese paseo fue muy especial, porque me abrió el gusto por la montaña. Recuerdo que me sentí libre, podía jugar, incluso fantasear que los árboles eran monstruos enormes. Pero a los 14 nació la necesidad de subir a las altas cumbres. Mi papi y un tío que también hacía montañismo me inauguraron en la media montaña: Pasochoa, Ruco Pichincha, etc. Ellos hicieron que me vinculara con clubes de montaña del colegio San Gabriel y de la Politécnica Nacional. Allí me hice amiga de mucha gente querida –hermanos que uno escoge–, me enseñaron la técnica para caminar sobre nieve, sobre roca y me comenzaron a llevar a las montañas altas. Hasta los 18, todos los fines de semana que podía salía a caminar a una montaña o a practicar a los glaciares. Como era buena alumna, podía salir los fines de semana a hacer lo que me gusta.
Y luego saliste de Ecuador…
Sí. Luego gané una beca para ir a Francia a estudiar Geología y un máster en Geoquímica. Ahí viví seis años. Lo hermoso fue que el lugar que escogí estaba a los pies de los Alpes, a dos horas del Mont Blanc. Trabajaba en lo que podía para ahorrar e ir los fines de semana a esta montaña.
¿Qué pasó cuando volviste?
Regresé a Ecuador a los 24, pero lastimosamente no encontré un trabajo que me gustara y se relacionara con mi profesión. En esa época el Instituto Geofísico era muy pequeñito. Tal vez ahí había seis o siete personas… La única opción era ir a las petroleras o a las mineras, pero eso no me movía para nada. Así es que comencé a trabajar como guía de turismo y de trekking, un poco de montaña…, especialmente con franceses, por el idioma. Trabajaba tres meses seguidos sin parar, cogía ese dinero y me iba a Perú por uno o dos meses a escalar. En el 2008, con todos los amigos de la infancia, emprendimos un viaje maravilloso en bicicleta de Quito a Mendoza, en Argentina. Esta aventura me cambió la vida. El despertarte y no saber adónde ibas fue increíble. Solo era despertarse, ciclear y conocer lugares nuevos. Esto me enseñó que no hay que pasarse la vida trabajando, porque es cortita y hay que hacer lo que a uno le apasiona. A partir de ahí me volqué a la montaña y comencé a salir mucho más en expediciones.
Es el momento en que ya no se puede parar…
En enero del 2009, junto a Esteban Mena, que entonces tenía 19 años; Joshua, de 21, y yo de 25, decidimos irnos a la pared sur del Aconcagua (Argentina). Esta es una pared de roca y hielo de 3 000 metros de altura, una de las más duras del mundo. Es el mismo lugar donde el Santi Quintero perdió sus dedos. Entonces yo me dije: ‘Suerte o muerte’. ¡Jajaja! Así que nos fuimos y escalamos los tres. Al menos yo salí con las justas. La verdad, cometimos errores en la comida: perdí 12 kilos. Pero fue una experiencia increíble porque fuimos una cordada superunida. Ahí entendí la importancia de escalar con amigos de verdad, casi hermanos.
¿Qué desencadenó esta experiencia?
Esta ascensión para mí fue un boom mediático, pues solo cuatro mujeres en el mundo habíamos hecho esta pared y yo era la primera latinoamericana… Fue ahí cuando Iván Vallejo se enteró y nos invitó a ser parte de Somos Ecuador. Iván ya había terminado sus catorce ochomiles y tenía la idea de formar este equipo con personas de diferentes edades y géneros para crear nuevas rutas, ascensiones nacionales y alrededor del mundo. Ya en el 2010 comenzamos las primeras expediciones como Somos Ecuador y fueron una tras otra gracias al apoyo financiero que lograba levantar el Iván. Nosotros poníamos el 20% y él se encargaba del resto. Ahora, mi relación con el Iván es rara porque a veces es como de amigos, hermanos, y en otras, como de padre e hija.
(Lee lo que Iván Vallejo nos ha dicho sobre Carla)
Tu mirada ya estaba apuntando afuera del país…
En ese tiempo viajamos mucho a Perú, a Bolivia, a la Patagonia, en Argentina; a Alaska, a Kirguistán, y abrimos nuevas rutas. Una de las que creamos en el 2015 fue nominada al Piolet de Oro, que es como el premio Oscar para los montañistas. Esto no sonó ni salió en las noticias en Ecuador, pero a nivel internacional, sí. Esto es muy importante porque el nombre del Ecuador comenzó a sonar en los círculos más importantes del montañismo mundial. Ese era justamente el objetivo de Somos Ecuador con las nuevas rutas en montañas que estuvieran sobre los ocho mil metros.
¿Qué les decía Iván?
Nos dijo: “Verán, chicos, ustedes escalan bien, tienen buena técnica en roca y en hielo pero no han estado en altura, entonces vamos a prepararnos también con la altura”. Ahí comenzamos con montañas de 7 000 a 7 500 metros. El primer ocho mil fue en el 2012. Hasta ese entonces yo no sabía si mi cuerpo iba a resistir. Y fui la primera ecuatoriana en hacerlo sin oxígeno.
¿Entonces vino el primer intento con el Everest?
En el 2013 fue mi primer intento de subir al Everest, pero me quedé a medio camino. Me regresé faltando 200 metros para llegar a la cima porque comencé a sentir congelaciones en mis manos, en mi nariz… El problema, básicamente, fue logístico: la ropa me quedaba un poco grande, los guantes no fueron los adecuados… Fue un momento superduro para mí porque ya llevábamos años preparándonos. Sin embargo, lo más lindo fue levantarse, decir ‘voy a volver a intentar’, con mucho miedo, claro, porque no sabía si podría lograrlo. No se compara siquiera con los otros ochomiles que son más accesibles. En esos últimos 800 metros del Everest (de los 8 000 a los 8 848) la falta de oxígeno es exponencial. En la cima hay realmente un 6%, 8% de oxígeno. Ahí te das cuenta de que por más que aspires, los pulmones no se oxigenan, la sensación es como cuando estás corriendo un pique y te quedas sin aliento, las pulsaciones se ponen a 170, 180 o más. Realmente, estás en tu límite durante 13 horas que demora la ascensión, más seis horas de bajada. A eso se le suma que la falta de oxígeno hace que tu sangre se espese y deja de circular hacia las extremidades porque el cerebro, automáticamente, comienza a proteger los órganos principales: corazón, pulmones, estómago, etc. Entonces comienzas a sentir que se te congelan los pies, las manos, la nariz, los cachetes… En el Everest, en esa ocasión, me paraba a tomar agua un minuto o dos y mi cuerpo tiritaba descontrolado. Pese a que yo me decía que no hacía tanto frío, mi cuerpo no me hacía caso. Además, en la cabeza de uno las ideas se vuelven más confusas, porque el cerebro no cuenta con el oxígeno necesario. Por eso es importante estar siempre acompañado, como en mi caso, por mi pareja, Esteban Mena.
Bueno, tuviste que volver y prepararte más para un nuevo intento…
Luego de esa experiencia, en el 2014, me fui sola al Cho Oyu (Tibet), otro ochomil. Sin sherpas, sin guía, sin oxígeno. La idea era retomar confianza, porque después del Everest me quedé con la idea de que no era capaz. Esta experiencia me ayudó mucho a retomar la confianza para tomar decisiones: armar y cargar sola mis cosas, administrar el agua, protegerme del frío… Esta era ya mi tercera vez sobre los ocho mil metros. Me propuse intentarlo de nuevo en el 2015, pero lastimosamente hubo el terremoto y cerraron la montaña. Entonces, aprovechamos para ir a Pakistán y hacer un ocho mil más, el Broad Peak.
¿Una cuestión de actitud?
Desde chiquita he tenido un carácter fuerte, aunque la gente cuando me conoce me dice que soy muy dulce. La verdad es que soy superfocalizada. De niña me decían que era caprichosa, pero en realidad buscaba lo que me proponía: quería ser la mejor alumna, lo lograba; quería esto o aquello, lo lograba… A los 29 años me propuse aprender ballet porque me ayudaría a escalar mejor. La profe no creía que a esa edad quisiera hacerlo, pero lo hice. Soy muy persistente. Conmigo siempre soy muy rigurosa, pero jamás obligo a nadie a nada.
Conoce la trayectoria de Carla a través de este mapa:
Elaborado por Lorena Serrano.
Siempre hablas de tu padre, ¿no?
Mi papi es un personaje superimportante para mí porque me mostró lo que era la montaña y porque nos dejó que aprendiéramos a volar. Él siempre me ha apoyado para que yo haga lo que sea que me haya propuesto. Le agradezco que no se haya adueñado de mi vida, sino que me haya dejado ser. En cambio a mi mami sí le ha costado dejarnos volar. Ella era más estricta, no le gustaba tanto la naturaleza. Sin embargo, creo que de ella saqué la determinación y el carácter. A ella nunca le vas a oír ‘Ay, pobre de mí, me discriminan’. Nada que ver, ella siempre vio a hombres y mujeres como iguales. Eso me ha ayudado mucho para no sentirme menos que nadie, más todavía en este deporte en el que la gran mayoría son hombres.
También has hablado con entusiasmo de esas amistades en la montaña…
Es lo que te comentaba hace un rato sobre la pared sur del Aconcagua. Es la diferencia entre que te saquen vivo de un accidente o te dejen botado. Esto ha pasado muchas veces. Tanto del club de andinismo del San Gabriel y de la Politécnica Nacional más que hacerme de amigos me hice de hermanos. La montaña te obliga, por su dureza, a abrir el corazón y confiar en tus amigos y que ellos confíen en ti, porque la vida de todos depende de unos y otros.
¡Además, te festejaron un cumpleaños en la montaña!
¡Sí! Mi fiesta de quince años la festejé en la cima del Cotopaxi. Yo no quise ni fiesta ni viaje ni nada, solo les pedí a mis papás que me dejaran escalar. A la final, ellos también subieron, me llevaron un pastel y todo. ¡Me dieron correazos!
Volvamos al Everest. ¿En qué momento tomaste la decisión de intentarlo nuevamente?
Cuando descendía la primera vez hubo un momento muy especial. Me detuve en un punto para escuchar lo que la montaña me tenía que decir. Y, claro, me habló y me dijo que muy pronto iba a volver. Sin embargo, llegué a Quito y me dio un fuerte bajón. La gente te comienza a decir ‘por qué no subiste, solo te faltaban 200 metritos’. Hasta al Iván le costó entenderlo y asimilarlo, porque estaba convencido de que lo iba a lograr. Claro, el ver a toda la gente así, me golpeó durazo. Lo primero que hice fue conseguir un terapeuta, Pedro Quintanilla, con quien trabajé una terapia más bien holística para poder levantarme. Enseguida hicimos un viaje a Estados Unidos con mi pareja. Fueron dos meses de lo más hippies. Rentamos un auto y parábamos la carpa donde encontrábamos un buen lugar para escalar en el desierto de Moab, en Utah. Es raro: buscas montaña justamente para quitar la pena que te ha dejado la montaña. Al regresar fui donde el Óscar Concha, que es mi deportólogo. Ahí comenzamos a entrenar. El 2014 fue increíble porque fuimos a Perú y abrimos nuevas rutas, luego a China, al Kyzyl Asker, por lo que fuimos nominados al Piolet de Oro. Sin embargo, Oscar dijo que mi cuerpo estaba muy cansado y que prefería que entrenaramos a conciencia durante todo el 2015 para que intentar nuevamente subir el Everest en el 2016.
¿Cómo eran los entrenamientos?
Entrenaba entre seis y siete horas durante cinco días por semana. Y tenía dos días completos para descansar. La primera fase para ganar mucha masa muscular, por las lesiones y porque a la final allá arriba el no tener oxígeno hace que pierdas la grasa y musculatura. Él quería que me vaya con mejor musculatura que en el 2013. Hacíamos muchísimo gimnasio para engrosar mis piernas. Luego hacíamos trotes largos, piques largos, jalones con llantas… Ya no lo hacíamos en pista, sino en las cuestas para ir al Ruco Pichincha. Eso fue buenísimo, porque tus piernas se preparan en un ambiente similar al que te vas a enfrentar. Este tipo de entrenamiento ayuda a subir tus niveles de potencia.
¿Y la preparación sicológica?
Trabajé la parte mental con la sicóloga deportiva Lisa Portalanza y me ayudó increíblemente. Son dos las cosas más importantes en las que me ayudó: la primera, cambiar el speech de friolenta por ‘sé cómo prepararme para el frío’. Y la otra fue que grabó audios de mi familia y de mis amigos dándome ánimos, los incorporó en mi play list y no me dejó que escuchara los mensajes hasta el día de la escalada final. Fue superlindo, porque cuando estás subiendo y ya no avanzas, escuchas de pronto las palabras de alguien querido que te da ánimos.
¿Cómo fue el viaje?
Todo el viaje duró 65 días. Lo primero fue enviar el equipo, lo mandamos por una empresa de courier, creo que tardó en llegar 5 o 6 días hasta Katmandú. Ya con todo el equipaje, nos dedicamos a revisar los últimos detalles logísticos. Tomamos un vuelo rumbo a Lhasa y luego un jeep por tres días más hasta llegar al campo base que está a 5 200 metros. Hasta ahí llegan los autos. Luego de eso solo hay yaks que te llevan hasta el campo avanzado. Este campo está a 6 400 metros y pasas ahí casi cuatro semanas por temas logísticos y para aclimatarse. Allí, la dinámica es la siguiente. Se sube al campo 1, que está a 7 100 metros. Armas tus carpas y preparas todas las cosas que vas a necesitar: cocina, lámpara, bolsas de dormir… Luego bajas al campo base, tomas la siguiente parte del equipo y vuelves al campo 1. Duermes ahí y al día siguiente subes y armas el campo 2, que está a 7 700 metros. Bajas nuevamente hasta el campo base y vuelves a empezar hasta que queda armado el campo 3, que está a 8 300 metros. Ese subir y bajar ayuda a que tu cuerpo se acostumbre a la altura. Finalmente, se baja al campo base a descansar una semana para recuperar fuerzas. Se debe esperar unos días hasta que nos confirmen cuál es el mejor momento para subir a la cima. Así fue que el 20 de mayo subimos al campo 1; el 21, al campo 2, y el 22, al campo 3. Esa misma noche, más o menos a las diez, iniciamos el ascenso a la cima, que duró trece horas.
Trece horas que deben haber tenido sus momentos difíciles…
Los últimos cien metros fueron los más dramáticos. Ya no podía dar un paso. Me demoré más o menos dos horas en subir el equivalente a un edificio de seis pisos. Creo que lo que me ayudó mucho en ese momento, más allá de la preparación física y mental, fue el apoyo que sentía de toda la gente que estaba pensando en mí. Y no hablo solo de mi familia y amigos, sino de muchas personas más.
Eso te ayudó a llegar a la cumbre…
Sí. Ya en la cima, donde permanecimos unos 20 minutos, lo único que sentí era una paz tan grande… Pero también temor, porque aún me esperaban seis horas de bajada. Ahí es cuando muchas personas mueren. Recuerdo que le decía al Esteban que me dejara dormir unos diez minutos, pero claro, era imposible, porque si lo hacía no me volvía a despertar. Fue una tremenda lucha llegar hasta el campo 3. El resto ya fue mucho más humano…