Por Juan Romero Vinueza / @juanromerov09
Durante un recital de Raúl Zurita en la librería Tolstoi –como parte de la programación de la Feria Internacional del Libro de Quito 2015–, quise acercármele y hablarle para pedirle una entrevista. Pero, ¡cómo iba a molestar a uno de los alumnos de Don Nica, si, además, se lo veía ya un poco cansado! Dubité un poco pero enseguida gestioné la cita para el día siguiente.
En el hotel Mercure lo vi casi recostado en un sillón, con dos señoras a cada lado que lo entrevistaban. Luego de unos minutos, las dos se despidieron de él, cada una con un libro del poeta chileno en la mano. Era mi turno.
Raúl, en tu conferencia Hacia una poética de la muerte, en la FILQ-2015, mencionaste que solo cuando se llega al fondo de uno mismo, uno se da cuenta de que esa persona puede ser cualquier otra persona, es decir, que uno es al mismo tiempo toda la humanidad…
Claro, eso es lo que creo, sinceramente. Pero es muy difícil llegar al fondo de uno mismo. Tal vez podría ser lo más peligroso y lo más difícil, porque muchas cosas nos separan de los demás. Te separa de ti mismo tanto, te separan las ideologías, te separa tu propio carácter. Es, realmente, muy difícil llegar al fondo de uno mismo, es como una ilusión. Si tú logras llegar al fondo de ti mismo, lo más probable es que llegues al fondo de todos los seres humanos. No somos más que distintas metáforas de lo mismo. Somos muy semejantes, semejantes en nuestro amor, nuestros sueños, nuestras esperanzas, nuestras frustraciones.
En referencia a esto que afirmas de que somos distintas metáforas de lo mismo, acotaste que tu obra es autobiográfica, pero no porque Zurita sea más que otro hombre solo por ser Zurita; sino que Zurita puede ser cualquier hombre y Chile podría ser cualquier otro país.
Hay un problema, y es que no vemos a la humanidad como un cuerpo. En Chile, en nuestros países, se han violado de tantas formas los derechos humanos (Se muestra aturdido, me pide que le repita la pregunta, lo hago y él repone…)… Creo que ya respondí la pregunta.
Dijiste que en la primera línea del primer poema de occidente se utiliza la palabra Cólera. ¿Esa cólera sigue viva en el mundo y en la poesía?
Yo veo la comprobación absoluta de eso. La ira que hace que los seres humanos se enfrenten a los seres humanos, la saña, la crueldad, la venganza. En este mismo momento un país está siendo bombardeado, un niño se está muriendo de hambre, hay mujeres que están siendo descuartizadas, hay un montón de cosas, entonces, ¿cómo no oponerse? Porque, en verdad, no cuenta lo felices que son los felices -esto lo dice Borges- y en cuanto a los que sufren, ¿quién se preocupa por los que están mal? Nosotros mismo somos culpables, somos encubridores de la complicidad, la indiferencia, la apatía; yo creo que estamos condenados a construir sociedades que puedan salir de la pobreza pero que sean cada vez más enfrentadas segundo a segundo en un infierno como el de la Edad Media.
Ya que hablaste del infierno, he notado que tu obra tiene como base lo realizado por Dante en La Divina Comedia y La Vida nueva. Lo que me preguntaba es ¿por qué no existe dentro de tu obra ni un Paraíso ni un Infierno, sino solo un Purgatorio y un Anteparaíso?
El infierno, para mí, es todo aquello que excede el lenguaje: es una experiencia que fue tan terrible, tan doloroso, que no puedes pronunciarlo. En la escritura del hijo: uno a uno, ella grita, ella no le dice “yo sufro”, ella grita. En ese grito desfonda todo el lenguaje, desfonda toda la historia. Si ella logra decir “sufro” significa que sufre, que ella puede reincorporarse al mundo, reincorporarse al lenguaje. Análogamente, la experiencia del amor, del encuentro increíble: viene Francisca por acá y José por allá, o Patricia y Mario, cuenta la historia como quieras, con dos personas que se cruzan, pasa algo porque ese encuentro no es algo que suceda siempre. Ellos se conocen y se aman con tal intensidad que Francisca deja de ser Francisca y José deja de ser José. Se elimina la barrera, la maldición de la franja. En ese momento, cualquier cosa que tú digas –“te quiero o te amo o te adoro”– sobra porque lo único que hace es devolverte a un estado de admiración lamentable. En ese momento cambió tu historia, la historia del lenguaje y, la verdad, yo creo que la historia del lenguaje es la historia de un malentendido. En ese amor excelso, a toda palabra Jesús la llama Paraíso, pero a nosotros nos tocó el Purgatorio de las palabras, el Purgatorio del lenguaje.
[wpdevart_youtube]https://www.youtube.com/watch?v=xyMY1ZAZsQM[/wpdevart_youtube]
En cuanto a tu libro INRI, yo recuerdo que INRI fueron las siglas colocadas -dentro de la tradición judeocristiana- como una humillación hacia Jesús al momento de su crucifixión; luego, sabemos, que Jesús resucitaría. Entonces, ¿INRI es esa humillación y ese resucitar de Chile?
INRI, la primera cosa que es INRI, es una muestra concreta y material de lo que los seres humanos conocen de los otros seres humanos. Cristo fue humillado y torturado por otros hombres. En el libro INRI no hay resurrección, hay un sueño. Pero, al final, en el último poema, se desmiente. Es un sueño, estos cuerpos volvían a ocuparse, volvían renovados. Entonces, INRI es un poema que surge de la única piedad que tantos seres humanos mostraron, fue la piedad de los persas que lo acogieron. INRI es el camino a la pasión, el camino del calvario, pero no hay resurrección.
Al decir que no hay resurrección, yo lo relaciono con lo que dijiste ayer sobre el hecho de que los hombres no podemos alcanzar la felicidad, sino que solo alcanzamos una vislumbre de felicidad. ¿Es la obra de Zurita una vislumbre de la felicidad?
Ojalá lo sea. En el poema final de una de mis obras -que la escribí en 1982- y creo que es un poema de la vislumbre feroz… pero, mucho más que eso, es un optimismo de la situación del mundo. La poesía no puede cambiar el mundo, pero sin poesía no hay esperanza. En la poesía está la esperanza de lo que no tiene absolutamente esperanza. Ésa es la esperanza del nuevo día, a pesar de que tres mil años de historia nos demuestren que somos una raza de asesinos condenados a construir el Paraíso.
Tú has dicho que el artista es siempre la primera víctima, y como víctima es el primero en caer, pero como víctima también el primero en resurgir, en levantarse. ¿Cómo ves esto dentro de la poesía chilena y, en general, con lo que le sucedió a Chile?
El artista -y esto es muy importante de entender- es el primer victimario, pero también debe ser el primero en asumir esa monstruosidad. Yo creo que el tema de la violencia en América Latina es lo que refleja radicalmente sus quinientos años de historia. Desde el Inca Garcilaso, o Guamán Poma, ejercer el castellano para los hispanohablantes fue una guerra. De una u otra forma es volver a hacer presente, permanentemente, las conexiones sociales que España nos impuso. Se nos impuso y eso significó el holocausto más grande de la historia humana. Hablamos un lenguaje que carga todo esto. César Vallejo ya lo dijo en un poema, refiriéndose a la imposición del idioma: ¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto hasta la letra en que nació la pena! El idioma que se impuso carga en su memoria la violencia que significó su imposición. Y te digo que, desde ahí la literatura latinoamericana es el intento más desesperado, más vasto, por darles a todas las víctimas el honor, el gesto básico de darles una buena sepultura. Desde Guamán Poma hasta García Márquez, el Inca Garcilaso está volando. Y, así, en toda la literatura, sobre todo en la poesía, es la intención más descomunal que se ha hecho por resurtirle a los muertos su lugar, nuevamente, en la vida.
¿Crees que tu obra es, hasta cierto punto, una épica de Chile?
Yo no soy muy ducho en esta clase de asuntos; pero si es una épica es una épica radical, que es muy distinta a la épica nerudiana. Creo que son cosas muy distintas. Yo digo: “¡Sí, es mi poesía!”, pero aun cuando digo que es mi poesía ya me suena raro porque, finalmente, todas son grandes creaciones colectivas y no hay más dueño en la obra ni más autor que el aire y las palabras: porque el aire sostiene a las palabras.
Yo admiro mucho a los poetas chilenos y creo que Chile es, de cierta manera, una “potencia poética”. Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Pablo de Rokha, Vicente Huidobro, Nicanor Parra, Enrique Lihn, Héctor Hernández Montesinos, Paula Ilabaca, y tú, Raúl Zurita, son chilenos. ¿A qué crees que se deba que haya tantos buenos poetas en Chile?
Bueno, nadie puede saberlo pero hay muy buenos poetas en Chile. Creo que de las provincias del castellano, la provincia chilena es la más arriesgada, la más… Pero, son conjeturas. No puede haber una respuesta definitiva. Tal vez porque Chile antes de ser un país, fue un poema. El poema de La Araucana de Alonso de Ercilla, escrito por los mediados de mil quinientos: Chile fértil fértil provincia y señalada / en la región antártica famosa, / de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa; / o sea, el gran invento poético de hacer, de soñar un país. Creo que trescientos cincuenta años más tarde una generación, sin expedientes -como la de generación Boccaccio, de Dante, de Petrarca, que nacieron todos en un pueblito de Italia que se llama Firenze-, fue una generación que se sintió en la obligación de cubrir la mentira del siglo, de cantar la nueva historia. Yo creo que eso hace que en Chile haya poetas como Pablo de Rokha, como Pablo Neruda y otra que se nos escapa como es la Violeta Parra. En la poesía de la Violeta Parra se hace un recorrido por Chile, que es impresionante, una poeta tan buena o mejor que la Gabriela Mistral. Fueron dos mujeres increíbles. Yo creo que los chilenos somos buenos poetas, por instinto precario. De la última capitanía todos los versos son los mismos, todo nos llegaba de Buenos Aires, no cruzaba los Andes, pero ahora veo una capitanía más pobre; luego, la poesía es también una gran creadora de los ex libros. Te voy a poner un ejemplo, en el caso de Kafka… No, mejor Miguel Ángel. A Miguel Ángel, le rompieron de un puñetazo la nariz y en todos sus cuadros él hace referencia a eso y su arte es devuelto al mundo, transformado sobre su propio error y también de su inmensa capacidad de maravilla y su capacidad de amor. Y, ahora, lo otro creo que es imposible porque todas son conjeturas. Es que Chile es uno de los lugares más atacados por la naturaleza: está lleno de terremotos, temblores, y los poetas se quedan grapados, pero con las garras, aferrados al Pacífico pero no necesariamente a la tierra, de hecho se desmembra al sur. Entonces creo que esta construcción de precariedad, fragilidad física, posibilita una gran poesía, ¿comprendes? Casi como una compensación. No tenemos, como nuestros amigos argentinos, la solidez ni la garantía de la pampa, ¿me entiendes?, que permite que allá haya grandes novelistas y grandes narradores; pero es más egoísta -por así decirlo- en cuanto a los poetas.
Ahora que hablas de los narradores, Roberto Bolaño -también chileno- escribió una novela llamada Estrella distante en la cual parodia el hecho de escribir poesía en el cielo, que es justamente lo que tú realizaste…
Yo creo que para parodiar algo, uno debe ser mejor que ese algo y Bolaño no escribía mejor que yo. Así que no podría parodiar nada (Zurita ríe pícaramente por un momento). Dicho esto, en el arte no hay problema. Todo es de todos. Si a él le sirvió mi escritura en el cielo para escribir su novela, me parece totalmente legítimo. Y cuando me lo contaron, me alegré mucho y fui corriendo a una librería a comprar la novela. Me alegré de que lo haya hecho y quería ver que es lo que había puesto, pero cuando lo leí fue un golpe, fue una desilusión. El verso en el que ponía, eso de “la muerte no sé cuánto”. Era muy descartable, era muy malo. Pero eso no fue lo que me indignó. Me indignó que para seguir la frase que colgó Bolaño en el cielo, no era posible hacerlo con un avión, se necesitaba al menos cinco. Él no tenía idea de cómo se hacía un poema en el cielo, no tenía la menor idea, Bolaño, de cómo hacer el poema en el cielo (nuevamente, Zurita ríe pícaramente). Pero eso no quiere decir que la novela no sea potente, pero él no tenía idea de nada de lo que escribió sobre eso. Si me hubiese pasado una cuartilla refiriéndome eso, le hubiera mostrado cómo se hacía.
Volviendo a tu poesía, ¿por qué elegiste el cielo, el desierto y los acantilados para escribir o proyectar tus versos?
Bueno, el cielo y los acantilados fueron pensados en diez minutos. Me los imaginé en situaciones absolutamente desesperadas. Me imaginaba poemas enormes para no enloquecer, para no volverme del todo loco, para no sucumbir a la resignación que se estaba viviendo en el país. Todo el país tomado, todos estábamos pobres, sin trabajo. Yo quería conseguir un trabajo y no me lo daba nadie. Me imaginé eso, en un segundo porque me acordé que había visto un aviador norteamericano que escribía el nombre de un jabón dando vueltas en el cielo. Lo recordé de golpe y pensé que había sido un sueño y que yo nunca había visto eso. Pensé que, a veces, los recuerdos más antiguos de la niñez se confunden con las imágenes del sueño. En Anteparaíso, si uno se fija, el poema al cielo es la máxima sensualidad. El cielo es una página gigantesca, totalmente visible. El desierto, en cambio, es una obra que está hecha para el día, al igual que la del cielo. Pero la escritura en el desierto es la obra que mejor se ve porque son surcos. Pero yo pensé que también sería bueno hacer una obra nocturna que fuese una metáfora de mi muerte, de mi vida. Pensé esas veintidós frases para los acantilados por mucho tiempo, desistí por un tiempo, pero en el último año volví a emprender ese proyecto y lo hice. Iban pasando los versos en los acantilados y la última frase que quedaba de esas veintidós es “y llorarás” y esa se quedaba encendida en la noche hasta que viniera el día y la borrase. Solo quedaba el ruido del mar contra las piedras del acantilado.
Tú topaste la cuestión del hecho de que los poetas jóvenes hablan mucho sobre la muerte pero hablan de la muerte porque todavía no la sienten, todavía no la conocen…
Hablan de la muerte porque la muerte es una tremenda preocupación para un joven. Mi hijo de cinco años, mi hijo menor, una vez llegó llorando del jardín infantil, porque le habían pasado a Jesucristo y la Virgen María y él captó que para verlos tenía que morirse. Entonces, era una angustia tremenda. Primero me dio risa y luego le dije: pero tú eres un niño, o sea, estas cosas de la muerte son de viejitos. Mire, cuando usted sea bien viejito, usted puede decir me quiero morir y se muere, pero si no quiere no morirse no se muere nomás (ríe pícaramente). Yo no es que menosprecie la vejez, pero la muerte es algo tan innombrable que toda la gente evita hablar de ella y, en un momento dado, te hace click y la gente habla de eso. Te hace click el hecho, no el poema sobre la muerte sino el hecho. A mí me pasó, me hizo click y te puedo decir hasta fecha: año 1985, en el Métro, en París. Yo me estaba quedando en casa de unos amigos que vivían en Creteille, en las afueras de París, en la última llegada del Métro, la última estación. Y me subí y de golpe empieza a andar el Métro va a llegar a Crereille y se acabó y oías gritos y ¡Ay! (mientras hace gestos simulando como si alguien gritaría). Y era eso. Eso era la muerte.
Y, para terminar, quiero referirme a esta frase que escribiste en Atacama y que dice ni pena ni miedo, que está recordando a la época en que Chile tenía más pena y más miedo. ¿Es la poesía de Zurita también este recuerdo paradójico de un pasado que no se dio?
Yo creo que sí. Me gustaría mucho que fuera así.