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Blanca Chancoso: una esperanza para su pueblo

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Por Elena Vásconez* / @elenavasconez

El cabello recogido con una fachalina, de esas que usan las mujeres cotacacheñas, deja al descubierto su rostro. Blanca es una mujer de buen carácter. La vida le regaló un espíritu de lucha forjado al calor de momentos decisivos desde la juventud. Sencilla, tranquila y de mirada resplandeciente, es una destacada dirigente indígena que salió del pueblo y se formó en él, entregándose por entero al sostenimiento de procesos organizativos de base, ligados al Movimiento Indígena del Ecuador.

Sus ojos negros, despejados, permiten entrever el ímpetu de las montañas y las flores de colores que, luego de ser acarreadas por el viento, le adornan la vestimenta. El tiempo no ha pasado por ella, a sus 60 años, las razones para continuar confiada y poderosa abundan, permanecen.

En la sede de la Ecuarunari me recibe. Blanca es calma, sosiego, regocijo, firmeza. Su expresión es clara, directa, descomplicada y sin poses. Da cuenta de su generosidad. Comparte sus vivencias como cuando se desempolva un diario personal o el álbum de fotos que se creía olvidado en algún rincón de casa. Su oficina se convierte, de a poco, en el espacio cálido y sentido donde nos encontramos en la charla. No todos tenemos la capacidad de trasladarnos mediante la buena conversa, al lugar donde suceden los hechos. Ella sí: el campo abierto, las tardes de sol, los animales y los juegos de la infancia. Es notorio su apego cariñoso a la comunidad. Ahora caminamos juntas por la memoria de cada sitio.

El papel de la abuela y la urgencia de libertad

“Mi padre quiso que yo sea diferente. No hacienda, no servidumbre, no de doméstica”, recuerda Blanca. Su mirada se remonta a una niñez que le imprimió en el corazón la urgencia de libertad. En el pueblo de Cotacachi, de la provincia de Imbabura, creció y aprendió a sobrellevar, sin lágrimas ni resentimientos, el peso de ser india.

Hija de un albañil -dedicado a este oficio, más bien, para romper con la tradición de jornalero agrícola y la dependencia del hacendado-, fue una de las primeras niñas indígenas que culminó la escuela con destacados logros, pese al poco reconocimiento y a varios episodios de discriminación y racismo. “En la escuela, a lo mucho podíamos ser escoltas, nunca abanderadas”, evoca.

En la ciudad, el nivel forzado en medio del cual se desarrollaba el convivir intercultural hacía hostil su relación con lo mestizo pero, a la vez, le abría puertas, gracias a la perspicacia que aprendió a cultivar. Aunque sus padres eran migrantes y aunque ella misma no nació en una comunidad, sus tíos maternos, radicados en La Calera, sembraron en Blanca la semilla de la vida comunitaria. Con ellos pudo disfrutar de un amor familiar y sincero. Compartir esos instantes fue una suerte -me cuenta- y agradece a la Pacha Mama por eso. Entre risas, reconoce: “Me gustaba dormir en la choza, cuidando a los chivos, junto con mis primos”.

En esta etapa, la presencia de la abuela se tornó fundamental. ¿Por qué la abuela? “Parece que fui una esperanza para ella, ahora lo entiendo. Cada día, al regresar de la escuela, me preguntaba con premura e ilusión si ya podía leer. Enséñanos tu cuaderno o qué dice aquí, señalaba, adelantándose a mis avances, aunque solo tenía 6 años”. En una familia donde todos eran analfabetos, se hacía indispensable que alguien se convirtiera, más que en un orgullo, en una esperanza. De su abuela, “una Yachak de verdad”, Blanca sigue el mejor ejemplo: acompañar incondicionalmente a la comunidad, a su gente.

 

La revuelta estudiantil y el inicio del despertar

Concluida la escuela, Blanca ganó una beca para cursar la secundaria en un colegio normalista con modalidad de internado. Ahí conoció a jóvenes de distintas edades, provenientes de todo el país, y vivió sus primeras experiencias con costumbres y modos de pensar distintos a los suyos. Durante los primeros años de colegio, las huelgas estudiantiles que reclamaban mejoras educativas eran el pan de cada día. Blanca participó de ellas solidarizándose con sus compañeras y compañeros. Incluso, en cierta ocasión, vivió de cerca un desalojo. Aquel día, después de una toma estudiantil pacífica en las instalaciones del centro educativo, los militares, como respuesta, rodearon el área y expulsaron por la fuerza a dirigentes y alumnos. Se rumoraba que los cabecillas habían sido llevados en helicóptero y luego arrojados al vacío.

Los eventos en el internado fueron mucho más determinantes en la adolescencia de Blanca que la relación con sus padres. La rebeldía y el sentido de justicia se gestaban sin hacer aspavientos y las enseñanzas de sus maestros promovían el nacimiento de nuevos liderazgos juveniles.

Poco antes de graduarse, durante el tiempo de práctica docente, junto con sus compañeros, impulsó la alfabetización en comunidades y apoyó la organización de asociaciones agrícolas. Incentivó la defensa de los derechos de los trabajadores jornaleros y, como era de esperarse, estas acciones provocaron repudio en los hacendados. Conformó, además, un grupo juvenil de danza para acercarse a la gente. “No queríamos ir a dar discursos en la comunidad sino a demostrar la vida y la cultura”. Ella dio a su vida un valor, un sentido que le permitió mirarse en los demás. Así empezó todo.

 

La vida profesional y el proceso organizativo como opción de vida

Blanca compartió los primeros años de su vida docente con las niñas y niños y puso en práctica los fundamentos de la educación liberadora. A los 18 dirigió una escuela piloto cerca de Otavalo. Desde muy temprano, recorría la comuna de casa en casa para invitar a nuevos estudiantes. De paso, brindaba parte de su tiempo para hallar soluciones conjuntas a los problemas cotidianos de los comuneros. “Yo era la profesora más guagua. Cada que me veían llegar, los niños gritaban felices: ¡ya viene la señorita, ya viene la señorita! Una vez, un padre de familia, casi en mi delante, le dijo a su hijo: ¿Cuál señorita? ¿Dónde está, pues, la señorita? Fuera señorita si usara zapatos y otra ropa. ¡No es señorita, es india, longa, igual a nosotros!”. Pronto, su esfuerzo y dedicación se extendieron hasta fuera del aula: la compañera Blanca por aquí, la compañera Blanca por allá, que venga a ayudar a resolver los juicios en mi comunidad, que venga a la escuela a ver a los niños porque la extrañan, pero también que ayude en el cabildo. Las demandas de la comunidad desbordaron su energía. Sin embargo, jamás dejó de colaborar y de acompañar. “Algunas veces de líder y otras de soldado”.

El proceso de base emprendido por Blanca se caracterizó por logros como la constitución de cabildos indígenas con autoridades comunitarias propias, aportes en su formación, asesoramiento legal desde la visión indígena, sobre todo, en juicios de tierras y resolución de conflictos. Maestros y maestras, jóvenes y conocidos se reunieron cada vez con más frecuencia para tratar los asuntos de interés común. Ya no eran 15, eran 40 y hasta 80. La peluquería y el parque no bastaban. Cada comunidad exponía los mecanismos para enfrentar situaciones amenazantes en sus entornos inmediatos y así resaltaba las capacidades propias y la unión. No obstante, había que avanzar. En 1974 se fundó la Federación Indígena y Campesina de Imbabura (FICI), con el liderazgo de Blanca y de sus compañeros de lucha. En sus inicios, la Federación luchó contra los diezmos y primicias mantenidos por la iglesia, hasta su erradicación. El costo fue alto. “Teníamos en contra a las autoridades de la iglesia que nos tildaban de comunistas y desde el púlpito, en las misas, nos satanizaban, llamando a los indígenas de las comunas a no recibirnos, porque dizque estábamos en contra Dios, por oponernos a esos pagos”.

El álbum de la vida se compone de cosas que no se borran con facilidad. Blanca recuerda las amenazas e insultos que recibió por actuar en favor de su pueblo. Acusada de comunista, un día, en medio de un camino desolado, fue sorprendida por alguien que le apuntó a la cara con un arma. Ella no tuvo miedo y lo enfrentó hasta persuadir al atacante.

Pero pasaron los años y, como no siempre se tiene todo lo que se quiere, Blanca debió decidir una vez más. Si bien se sintió obligada a elegir entre los niños y niñas o la organización, su profunda fe en el otro le hizo confiar en la labor comprometida de sus compañeros educadores. Entonces, optó por otra forma de construir cambios significativos desde la militancia. Desde entonces no ha descansado.

 

Blanca, hoy

“La organización nos ayudó a valorarnos porque puso sobre el tapete las capacidades que teníamos. Una vez discutí con una maestra que decía que el Ecuador era subdesarrollado por culpa de los indígenas. Yo le dije que, al contrario,  el Ecuador vive por nosotros. Como que da más coraje para demostrar las voluntades políticas y cambiar el país sin recibir migajas o las sobras. Descubrimos los derechos que teníamos cuando pasábamos malos momentos. Decíamos que de pronto era mejor no tener conciencia, pero cuando uno descubre, dice no. No tengo por qué callar”.

Ahora, Blanca debe distribuir sus tiempos entre la maternidad -que no ha sido nada fácil para ella, pues ha tenido que ocuparse sola de la crianza de su hijo y de su actividad como lideresa social- y el acompañamiento al proceso. Su tarea no ha concluido con un período dirigencial. “Cuando se es de principios los objetivos no se acaban después de la dirigencia, estos se quedan para siempre”.

¿Con qué sueña su corazón ahora? Le pregunto. Ella suspira: “Deseo que retomemos el camino de la libertad. Quiero que mi pueblo sea libre en el marco de la complementariedad. Eso quiere decir que seamos hombre y mujer, caminar juntos. Con los dos pies se camina, con las dos manos se lava la cara, con los dos ojos se mira porque están en un solo cuerpo”.

Blanca es sabia y noble,  no se guarda nada que no pueda devolver las ganas de soñar.


La versión original de este artículo fue publicada en el sitio de su autora y ha sido compartido especialmente para La Barra Espaciadora.