Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar
Eduardo Sacheri es un escritor que se reconoce periférico. Nació en Castelar, un poblado que está hacia el occidente del Gran Buenos Aires, y que cuenta con algo menos de 200 000 habitantes. Sus escenarios y sus personajes están en zonas rurales y la gran ciudad es a veces solo un sitio de visita. Su gesto, su tono, sus historias y sus respuestas hablan desde el lugar de quien contempla con atención lo que ocurre más allá, en el centro, mientras vive sus propios conflictos en la intimidad del silencio o en el infierno de los espacios pequeños.
Desde esa postura de observador, este maestro de Historia en escuelas secundarias de su tierra se encontró involucrado con el mundo de los escritores consagrados casi sin darse cuenta. Él lo atribuye a lo que llama una sucesión de “accidentes felices”.
Su mayor ‘accidente feliz’ llegó en 2010, cuando la película El secreto de sus ojos (2009), en la que coescribió el guion con el director Juan José Camapanella, ganó el Oscar a Mejor película extranjera. La película está basada en su primera novela, La pregunta de sus ojos (2005), y aunque son dos cosas distintas, Eduardo se refiere a su libro con el nombre del filme, como si fueran la misma cosa.
Su último ‘accidente feliz’ fue ganar el premio Alfaguara de novela 2016.
En un mundo lleno de premios literarios, ¿cómo te sientes al recibir el Alfaguara 2016 de novela?
La verdad es que muy contento, porque es un premio que valoro mucho. Lo han ganado autores que yo admiro mucho con libros que me han parecido muy buenos, entonces, sentir que tu libro esté entre ellos…
¿A quiénes te refieres, por ejemplo?
Me refiero a Tomás Eloy Martínez, a Laura Restrepo, a Santiago Roncagliolo, a Juan Gabriel Vásquez…
Eduardo, ¿por qué recuperar un tema histórico como la crisis del 2001, el Corralito, en Argentina, y por qué recuperarlo en un tono de humor, como lo has hecho?
En general, no tengo muy claros los motivos que me llevan a escribir un libro hasta que me distancio de ese libro. Seguro que hay ciertas preguntas que a mí me estaban revoloteando en la cabeza en 2013 y 2014, cuando empecé a pensarlo. Seguro. Ahora, me suele pasar que recién cuando pasan dos, tres, cuatro o cinco años y yo me he alejado del que era en ese momento, reconozco con más facilidad esas motivaciones. Lo que sí te puedo decir de manera un poco prematura es que la pesadilla del 2001 sigue muy presente en la Argentina. Es como un monstruo agazapado con el cual juega mucho el mundo político. Nosotros venimos de un año extremadamente político, el pasado. Y el anterior ya era una preparación de las elecciones del año pasado, y era muy habitual toparte con candidatos y periodistas que estaban agitando la cuestión del 2001 en la lógica de: ‘cuidado tu voto porque el gran riesgo es volver al 2001’… Hay un parecido interesante, al menos en la superficie, entre lo que fueron los años noventa y lo que fueron los años dosmil. Aunque el menemismo y el kirchnerismo tuvieron estrategias muy diferentes, ambas lograron un fuerte consenso social en un momento de sus largos períodos de gobierno. De hecho, tanto la reelección de Menem como la reelección de Cristina Kirchner obtuvieron más del 50% de los votos en primera vuelta, y sin embargo, sobre el final de sus períodos de gobierno dio la impresión de que el modelo económico adoptado empezaba a mostrar síntomas de agotamiento. No creo que sea comparable, de todas maneras, el fin de un ciclo con el fin del otro en el sentido de que los conflictos económicos de hoy en la Argentina son mucho menos graves que los del 2000 y 2001, pero encuentro ciertos rasgos, como una matriz al menos comparable. Creo que eso de alguna manera me ha influido.
Tú eres profesor de Historia y sin embargo te has aventurado en una ficción basada en este hecho histórico… ¿Cómo conjugas el peso que tiene la Historia –con mayúsculas– con una reflexión desde la ficción?
Yo creo que intento que el contexto histórico que construyo detrás de mis personajes sea sólido, coherente, lo más parecido a la realidad posible dentro de mis herramientas metodológicas, pero como pongo el foco en mis personajes, me alcanza con esa solidez de segundo plano. Mis personajes son los que están en primer plano y en tanto sus vidas son creación literaria, está ahí la libertad de la ficción, y creo que alcanza con eso. Si yo hubiera intentado que mis personajes fueran el presidente Fernando De la Rúa, el ministro de Economía, Fernando Cavallo, o el entonces gobernador Kirchner, por decirte, ahí sí me habría visto en problemas y en una necesidad de documentar. Creo que no me habría atrevido, por la complejidad de la tarea, y no sé si me hubiera interesado. En general, mi foco de interés suele estar en ese mundo minúsculo de la vida cotidiana…
Martín Caparrós, en su libro El interior, muestra esa gran Argentina que está fuera de Buenos Aires, y tú plasmas algo de eso con personajes que construyes en esta realidad pueblerina que va de la ingenuidad al azar pasando por la buena suerte, por el ingenio del ingenuo… ¿Buscaste –como Martín– reflejar el contraste entre esas dos Argentinas?
Más que una búsqueda es algo que surge de mi propia experiencia de vida. Yo no soy de la ciudad de Buenos Aires ni vivo en la ciudad de Buenos Aires. Yo me crié en un suburbio a 40 kilómetros de Buenos Aires. Y allí vivo. Es una zona de frontera el suburbio. Yo me crié cerca de la gran ciudad pero fuera y al mismo tiempo, sin ser un área rural, compartiendo una cierta escala humana más rural que la de la gran urbe en esto de poder conocer a la gente de alrededor, de no estar a más de un grado de separación de ningún otro de Castelar… Entonces, a mí me resulta más fácil situar mis historias ahí o en esos dos mundos posibles…
Pero, de todas maneras, la gran ciudad es visitada de repente en tu obra…
Claro. Suponte, en El secreto de sus ojos, el protagonista vive en mi pueblo. Trabaja en Buenos Aires pero vive en mi pueblo. Hasta hay un capítulo situado en los trenes que van de la gran ciudad a mi pueblo…
Y los trenes son también muy recurrentes, el trayecto del tren…
Claro, yo creo que un porteño no tiene tan presente el tren porque él está ahí…
Se percibe una conexión muy fuerte en tu obra, en general, con el cine. Y La noche de la Usina se muestra particularmente muy cinematográfica. ¿La pensaste así?
Digamos, no es una pretensión que yo tenga, cuando empiezo a escribir, esto de ‘generemos una novela fácil de adaptar al cine’. Pero yo también me lo pregunto, porque pasó con El secreto de sus ojos, pasó con Papeles en el viento (2011), Aráoz y la verdad (2008), que transcurre en el mismo pueblo que esta, fue adaptada al teatro… ¿Por qué pasará? La respuesta que encuentro –que no sé si es muy certera– es que yo tengo una manera de construcción muy visual en mi cabeza. Así como hay autores que parten de un personaje y la historia va creciendo alrededor de ese personaje, o que parten de la palabra y del juego formal del lenguaje y el libro es un ejercicio, a mí me suele pasar que veo, imagino ciertas acciones, ciertos actos humanos que a mí me conmueven… En El secreto de sus ojos: una jaula con un tipo adentro y un tipo afuera. El de afuera le da de comer al de adentro y eso está en un galpón en medio del campo. En esta es una bóveda enterrada en la inmensidad de la nada… Es una imagen con acciones humanas alrededor.
En La noche de la Usina hay un capítulo en el que entras a contar el accidente de tránsito en el que muere Silvia e impresiona que en ese pequeño capítulo se hable como se habla de la vida y de la muerte. ¿Puede de ahí desprenderse algo independiente de esta novela?
¿Sabés lo que me pasa a mí en general cuando escribo? Aquí yo cuento una historia y ese capítulo es como un ejercicio más filosófico, pero es una obsesión mía y es algo que me pregunto, pero la verdad no me siento capacitado para decir mucho más de lo que dije…
Pero, se nota que tu presencia como escritor, como autor, se mimetiza entre los diálogos o los monólogos internos de los personajes… A veces un pensamiento se confunde entre si lo está pensando el personaje o lo estás pensando tú, ¿te has sentido perdido como autor hasta el punto de anularte y convertirte en uno de esos personajes reflexionando?
A mí me gusta regarme en los personajes: un poquito en este, un poquito en aquel, un poquito en el otro… A veces, aparecer con mis interrogantes en ellos y luego volver a retirarme. Por eso te digo que cuando yo mismo me detecto demasiado presente, como indudablemente estoy en ese capítulo, hay una cosa como de pudor que me lleva a retroceder…
Pero dejas explícita esa entrada y ese ‘hasta aquí llego’…
Claro, pero llego hasta ahí y me voy, y sigue la historia.
Hay un Perlassi –me parece un personaje muy fuerte– que me puso a pensar en El último lector, de Ricardo Piglia. Un tipo que de repente, después de haber perdido a su mujer, se siente obligado a leer y a leer y a leer, porque tiene que resolver algo… Es un personaje que se transforma radicalmente en tu historia… ¿Por qué lo pones a leer después de haber sido un futbolista y tal, como si te hubieras concentrado más en él y en sus transiciones?
De hecho, Perlassi nace en Aráoz y la verdad, donde es una suerte de misterio (…). Hay un pasado lejano de Perlassi y luego está este Perlassi: un tipo en medio de la crisis que intenta algo y que, encima, sufre este enorme dolor, una tragedia personal en medio de la tragedia general y este ponerse en movimiento. Y luego estaría el resto de Perlassi. Los Perlassi de Aráoz envuelven cronológicamente al Perlassi de La noche de la Usina.
Tú ironizas, llegas a burlarte de las ideologías: hay un Fontana, que es un anarquista para nada anarquista; hay un ideal de justicia dentro de la absoluta injusticia y al mismo tiempo la venganza de los justos que parece también injusta…
Mira, una idea que yo no podía evitar en mi propia vida mientras escribía esta novela era cierto hartazgo que me generaban algunas posiciones políticas sacralizadas en la Argentina.
¿Perón? ¿El peronismo?
No. Más bien kirchenristas y antikirchneristas. El nivel de polarización y de adhesión cuasirreligiosa. Ambas posturas me tenían harto, sobre todo en gente de una larga trayectoria intelectual de la que uno aspira cierta distancia crítica. En la Argentina hubo algo así como una renuncia de muchos intelectuales a la suspicacia –que me parece que está bien que uno sostenga pese a su ideología–, y es que la ideología tiene que ser algo en movimiento. Ese movimiento íntimo de: ‘a ver, ¿hoy estoy seguro de lo que pensaba ayer?’. No debería, o por lo menos lo debería volver a pensar…
¿Autocrítica?
Yo creo que sí, autocrítica y crítica con relación al poder. Suponte, a la Argentina de los años noventa muchos intelectuales le criticaban un apaciguamiento, un enfriamiento ideológico atroz –cosa en la que yo coincido–, pero eso fue reemplazado por adhesiones bastante fanáticas, bastante pueriles, bastante precipitadas en la década siguiente.
Que significaron un tiro por la culata para esas mismas posiciones…
Habrá que ver qué sucede ahora, porque no quiero caer yo en esa misma precipitación. Sí es verdad que este cambio político –que entre otras cosas está develando una serie de actos de corrupción muy profundos en el final del kirchnerismo– ha dejado a más de un intelectual muy mal parado (…). Por eso en este personaje de Fontana conviven ridículamente el anarquismo libertario y el alfonsinismo…
Me atrevo a decir que el porteño tiende a crear mitos grandísimos, dioses… Muchos adoptan a Perón para decir que son lo que sea que sean desde el peronismo; está Raúl Alfonsín para tu personaje de Fontana, así como ha ocurrido con figuras como Diego Maradona, ahora Messi o el gauchito Gil, para algunos…
Sí, sí, sí… Bueno, eso es imperdonable en toda una sociedad, pero en el mundo que se pretende intelectual es todavía más imperdonable ese tipo de actitudes.
¿Se endiosó al kirchnerismo? ¿A Cristina o a Néstor?
Unos los endiosaron, otros los demonizaron, y me parece que las dos actitudes son empobrecedoras. Me parece que el mundo intelectual –por lo menos los que más abiertamente se manifestaron– fueron más los que dieron una adhesión muy profunda que quienes los demonizaron.
¿Con La noche de la Usina estás sacudiendo la memoria de los argentinos para decirles: ‘oigan, también hubo un De la Rúa, un Menem?
No es algo voluntario, aunque a lo mejor… Digamos… Inconscientemen… Cómo decirte… No intento… No trato en mis libros de cerrar un mensaje demasiado sólido para que mi lector atrape al otro lado. Porque como lector me fastidia cuando percibo esa estrategia de un escritor. Siento que me están condicionando. Ahora, tal vez esa perplejidad que a mí me provocan las adhesiones fanáticas y los rápidos olvidos –una perplejidad hermanada con el disgusto– tal vez de alguna manera me hace decir: ‘Vayamos a ese momento y veamos quién era quién’. A lo mejor el lector también piensa qué hacía, qué sostenía en el 2001. Bueno, es cierto que me molestan un poco las memorias sacralizadas..
Aparte de cómo verte entre los premiados por Alfaguara, ¿cómo te sientes como autor –ya no solamente argentino, porque las fronteras nacionales en la literatura parecería que empiezan a ser difusas– dentro de tu generación de escritores y de nuevas miradas literarias?
Yo me siento no sé si como un outsider del mundo literario, porque tal vez esa imagen suena a un romanticismo, a una rebeldía o a una suerte de marginalidad voluntaria de escritor maldito que yo, la verdad, no pretendo ejercer. Soy un outsider en el sentido de que soy un licenciado en HIstoria que aterrizó en el mundo de la ficción casi por accidente, y que vio construir una carrera por varios accidentes felices: escribo cuentos y esos cuentos se difunden radialmente; mi primera novela va al cine y gana un Oscar y entonces me convierto en un tipo conocido fuera de la Argentina. Entonces, creo que esos accidentes son imprescindibles a la hora de entender mi historia. Se van encadenando y amplificando. ¿Merecidamente? No lo sé. Tal vez no. Y soy bastante clásico en mi manera de escribir. Y eso me pone bastante lejos de las corrientes más experimentales, más novedosas, más de búsqueda, e indudablemente, eso me pone muy fuera de la mirada de los más académicos y de la legitimación académica. Hablando de Argentina, lo que está bueno es que hay una gran diversidad.
En la literatura hay lugar para todos, le dijiste a La Nación, en algún momento…
Claro, porque no quiero cometer el pecado de sacar de la literatura a la la literatura que yo no leo. No quiero pecar de inquisidor como algunos académicos. Es un papel que a algunos parece gustarles. A mí no me gusta. Y por eso celebro la diversidad. Lo único que lamento a veces es cuando hay una mirada académica muy monolítica, porque temo que los nuevos escritores se sientan demasiado obligados a confluir hacia esa manera de escribir por necesitar algún amparo de la crítica o alguna posibilidad editorial, y que restrinjan su panorama creativo necesitados de un refugio demasiado pequeño y demasiado estricto en sus gustos y disgustos.