Por Francisco Ortiz / @panchoora
Terminó el partido. Perdimos, ¡qué mierda! El televisor del cuarto se apagó antes del pitazo final y me largué a la calle comido de la más amarga. En las veredas, la gente pintada de amarillo hasta el copete se desagrupa en silencio. Ni los vientos de verano elevan una sonrisa, un grito, nada… Es que perder así es peor que perder por goleada.
Nada funcionó, todas las cábalas se fueron pa’l carajo: que no bañarme, que el escapulario de la abuela, que cruzar los dedos y las piernas, que hacerles la macumba, ¡nada! Es que cuando uno amanece salado, solo sirve para el caldo. Y nada, a echar suela un rato…
Es increíble lo que el fútbol provoca: cuando juega la selección y pierde, parecería que nos hubiera atacado un zombie. Caminamos casi a rastras, cuerpos sin cerebros, sin rumbo fijo. Los brazos chocan unos contra otros. Los esquivo, los empujo y al final llego, sin habérmelo propuesto, a la puerta de ingreso de una tribuna vacía del estadio Atahualpa. ¡Qué aburrido resulta un estadio abandonado! El cemento solo hace rechinar los huesos. Bajo las escalinatas y me siento en la primera fila, de cara a las mallas, bajo el inmaculado azul-celeste del cielo quiteño. Cuando levanto la mirada, una silueta misteriosa aparece por el graderío y se aproxima en silencio. La espigada figura me habla. Su amplia sonrisa se me hace familiar.
-De este estadio guardo grandes recuerdos. En 1961 vestí de blanco y reforcé la delantera de Liga de Quito en un partido contra el Botafogo brasileño. Fue la primera vez que veía en persona a Garrincha y a Didí…
-¿Usted jugó contra Garrincha?
Era lo que me faltaba, encontrarme con un loco y sus alucinaciones.
-Sí, yo tenía 24 años en esa época. El Peñarol me dejó jugar ese partido…
-¿El Peñarol? ¡Hable serio! Ni que fuera Spencer.
-¡Lo soy! ¡El mismito que viste y calza!
Qué voladazo el man –pensé-. Pero, mientras le seguía la corriente, su rostro me era menos ajeno. ¿Spencer? ¡Pero, si el hombre está muerto! Un escalofrío me recorrió de arriba a abajo. ¡Sí, sí es él! ¿Pero, cómo? Cada detalle de su relato me convencía más de que estaba hablando con su fantasma… ¡Nunca más pido pizza con champiñones!
***
Su Cabecita Mágica ya es toda de plata. Los años han fruncido su ceño, sus manos, pero conserva el porte. No es de esos viejos que se encogen con los años ni dejan de sonreír. ¡Cómo dejar de sonreír si lo logró todo en una cancha de fútbol: ocho campeonatos nacionales, tres copas Libertadores y dos intercontinentales con su equipo amado, el Peñarol, de Uruguay! Más de cuarenta años han pasado de su retiro y su récord de cincuenta y cuatro goles en la copa Libertadores de América no ha sido superado por nadie.
Sonará medio idiota, pero ya ahí, juntos, me dejé llevar y me sumergí en mi charla con su fantasma.
-¿Vio el partido, don Alberto?
-Sí, lo vi, pero así mismo es el fútbol… Nunca se debe pensar que un partido terminó antes de que pite el árbitro. ¡Yo sé de qué te hablo!
-¿Por qué?
-Porque yo era un experto… En 1961, en la final de la Copa Libertadores que jugamos ese año contra el Palmeiras, íbamos empatados 1 a 1 y en los segundos finales del partido marqué el gol que nos dio la copa.
-Claro, pero es diferente hacerlo a que se lo hagan, ¿no?
-Sin duda, el hacerlo te viste de gloria, pero que te lo hagan puede ser una pesadilla que nunca termina… Pero, ¿por qué hay tanto drama? La selección aún tiene dos encuentros en donde se definirá todo…
-Si te escucharan en este momento los seleccionados, ¿qué les dirías?
-Que las lecciones a veces se aprenden a la brava, pero que está en ellos llegar adonde quieran ir. Lo que pasó, pasó, y ahora toca concentrarse y estudiar a Honduras y a Francia. ¡Nada está perdido, muchacho!
Alberto se pierde por segundos, mira la cancha del Atahualpa con nostalgia y sus ojos muestran una pequeña tormenta. ¿Espejismo? Tal vez…
-¿Está bien, don Alberto? ¿De qué se acuerda?
-De Ancón, muchacho… de mis viejos…
-Pero usté nació en la época del primer barril de petróleo ecuatoriano, ¿no? Debió haber sido una buena época…
-Sí, mi padre era inglés y vino a Ecuador para trabajar en la empresa Anglo, la primerita que trabajó con el petróleo. Desde un inicio se enamoró perdidamente de América… ¡Y no me refiero al continente, sino a mi mamacita, doña América Herrera! -los dos estallamos en risas mientras la tormenta que había nacido en sus ojos se desvanece como un hilo de otro mundo-. Casi no conocí a mi papacito, porque él se murió cuando yo tenía ocho años. Mi mamá me crió junto con mis hermanos mayores, especialmente con el Marcos…
Ese fue el único momento en que la sonrisa se le perdió. Él continuaba abstraído en esa memoria ampliada que seguramente tienen los muertos. Cuando él era niño -recordó- el tener una pelota de fútbol era casi imposible en Ancón, pero con sus hermanos se las arreglaban: fabricaban balones con restos de periódicos o medias viejas.
-Mi hermano mayor jugaba en el Everest, y cuando venía a la casa, yo me ponía sus zapatos, sus medias y su camiseta. Al principio él no creía que yo jugara bien al fútbol hasta que me vio. Yo estaba en la escuela Leonardo W. Berry y ese día marqué cuatro goles. Él fue quien me llevó después de eso a Guayaquil, para probarme en el equipo.
-Es que, usté fue el primer ecuatoriano en ser contratado por un equipo de fuera… ¿Cómo fue el paso de Ancón a Montevideo?
-En uno de los clásicos del astillero que jugamos en 1959 se me acercó en el camerino un chico argentino al que le decíamos el Pibe Ortega, y me dijo: “Vengo del vestuario de Peñarol y quieren hablar contigo”. Con el Pibe no teníamos mucha confianza como para que me hiciera una broma de esas, y sin creerle del todo le seguí. Entonces salió el técnico, que en ese entonces era Hugo Bagnulo, y me preguntó si quería ir a Uruguay. En esa época el Peñarol estaba de gira por varios países de la región y fue cuando les dijeron a los dirigentes del Everest que me querían llevar para probarme. Ellos, inteligentes, les respondieron que yo no estaba para pruebas.
-¿Y no se fue con ellos, entonces?
-No, ese día no, pero en ese mismo año se jugó el campeonato sudamericano de selecciones en Guayaquil, lo que hoy es la Copa América […] Para esa época yo ya era seleccionado del Ecuador. Nuestro técnico fue Juanito López, quien había sido el técnico campeón del mundo con esa selección uruguaya que batió a Brasil en el Maracaná. Recuerdo que cuando lo presentaron, él comenzó a preguntar quién era Alberto Spencer y ahí me acerqué. Cuando se terminó el campeonato, Juan López volvió para Uruguay, pero antes de irse me llamó y me dijo: “No te comprometas con nadie, yo llego a Uruguay y voy a hablar en Peñarol para que te lleven” […] Para mediados de enero de 1960 ya había rumores en la prensa de que un señor uruguayo me andaba buscando. Al final me encontré con este señor y era nada más y nada menos que el contador Gastón Güelfi, presidente de Peñarol. Es él, en persona, quien cerró la negociación con el Everest.
A esas alturas de la charla, era como si dos viejos amigos se sentaran a tomar el sol… solo faltaba la jaba de cervezas para que fuera un perfecto domingo de estadio.
-Luego de muchos homenajes en todo lado, regresé a Ancón a despedirme de mi familia. Mis hermanas habían organizado una fiesta. En algún punto de la noche no pude más y me escondí para llorar. Mi madre se dio cuenta y me preguntó qué me pasaba: “No te vayas si no quieres”, me dijo. “Vieja –le respondí, aún trastornado por tantas emociones-, tengo que irme, no ves que me han hecho tantos homenajes, ya no me queda de otra”. Y así fue que ese febrero de 1960 tomé un avión rumbo a Uruguay. El resto ya es historia.
-Oye Alberto, aquí entre nos, ¿qué crees que le hace falta al futbolista ecuatoriano?
-Espejos… Al futbolista ecuatoriano le faltan espejos, creo que los jóvenes no deben pensar en el fútbol como un negocio que les sacará de la pobreza. Los que lo hemos logrado debemos servir de espejos a esos muchachos y mostrarles que el fútbol es un deporte, una pasión, no solo un asunto comercial. Además, muchacho, yo creo que no hay jugadores jóvenes o viejos, los hay buenos y los hay malos. Como diría Alfredo Di Stéfano: “Marcar goles es como hacer el amor, todo el mundo sabe cómo hacerlo, pero ninguno lo hace como yo”. El fútbol, como el amor, dejan de ser verdaderos cuando se convierten en comida de las mafias, muchacho. Cuando algo se hace solamente por dinero, todo es mentira.
-Pero, dicen que este Mundial, más que otros anteriores, está lleno de intereses, dicen que ya todo está comprado… ¿Cree usté, don Alberto, que tenemos oportunidades en esta Copa del Mundo?
-¡Claro que sí, debemos soñar con salir campeones, lo podemos lograr, pero debemos creérnoslo! Si yo, Alberto Spencer Herrera, ecuatoriano nacido en uno de los cantones más pequeños del Ecuador, gané todo menos una Copa del Mundo, ¡todos pueden hacer eso y más!
La luminosidad en el rostro al narrar su historia es difícil de olvidar para quienes lo conocimos. Ese domingo yo me dejé llevar por su gambeta. Ya había quedado atrás la rabia por la pérdida contra Suiza. A la final, ¿a quién le importa un puto partido, si no se juega con pies y cabeza?