Por Miguel Molina Díaz / @miguelmolinad
Tras el asesinato de su padre, Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) decidió salir volando, primero a España y luego a Italia. Resolvió que se iba a volver italiano porque Colombia era una mierda de país, que había matado al hombre más bueno. Con el paso de los años, tuvo dos descubrimientos: el primero, que Colombia también era el país que producía hombres como su padre, el médico y defensor de derechos humanos Héctor Abad Gómez, y como Carlos Gaviria, exsenador y excandidato presidencial. El segundo, que quería escribir en castellano y que para eso tenía que volver a Colombia.
Su vida ha estado signada por esas dos lenguas, aunque su gran amor es el español colombiano. Estudió literaturas modernas en la Universidad de Turín, Italia. Ha traducido al castellano a autores italianos como Umberto Eco, Italo Calvino o Giuseppe Tomasi di Lampedusa. En lo literario, es poeta y novelista. Su novela más reciente es La oculta (Alfaguara, 2015). Además, Abad Faciolince es uno de los más célebres columnistas del diario El Espectador.
Es probable que de toda su escritura, la obra maestra sea El olvido que seremos (Planeta, 2006), el testimonio novelado que realizó sobre su relación con su padre y las circunstancias del crimen atroz que lo dejó sin él. Una pieza que pertenece a la familia de libros que intentan, por medio del poder creador del lenguaje, alimentar la memoria humana fijándola en palabras. De hecho, su hija, Daniela Abad, lo llevó al cine, por medio del documental Carta a una sombra. En cualquier caso, Héctor Abad Faciolince es, con toda seguridad, una de las personas más autorizadas para reflexionar sobre los alcances hondos de la memoria y del olvido, por eso lo abordé.
Si el ser humano y todo lo que ha creado está condenado al olvido, ¿crees que la literatura es un instrumento en el que la memoria ejerce su resistencia?
Sí, sin duda. Es decir, la memoria probablemente es lo que nos constituye, es lo que nos hace humanos y lo que nos da una unidad por lo menos ilusoria de creer que uno es el mismo desde la infancia hasta la adultez. Uno cree que hay una continuidad porque tiene memoria. Sin la memoria se desconfigura la personalidad y se desconfigura un país, pero la paradoja es que la memoria es muy frágil entonces el ser humano se ha inventado muchas maneras de tratar de vencer esa fragilidad, y entonces labra piedras y cree que las piedras durarán para siempre, o hace una pirámide que puede durar 5 mil años o tal vez 10 mil años. La misma escritura es una prótesis para la memoria. Incluso cuando se inventó la escritura, los narradores orales al parecer se oponían a ella porque iba a acabar con la memoria, la gente iba a dejar de recordar los largos poemas porque ya no había que recordarlos, ya estaban escritos. Siempre ha habido críticos, pero de todas maneras el destino es perder la memoria, en vida que sería fatal, o sino con la muerte, y el destino es también que después de una generación los muertos entierren a los muertos y todo se olvide.
Por eso trabajas con el poder evocador de las palabras.
Claro, el único animal que habla, por lo menos tan complejamente, es el homo sapiens, somos nosotros. La palabra es la que posibilita crear incluso recuerdos, crear experiencias que no se han tenido, la palabra probablemente nos ha dado este dominio a veces tan nocivo del planeta. Al planeta lo hemos invadido, hemos esclavizado a los animales, somos una peste, una peste muy interesante que invadió todo el planeta y tal vez acabe con él, y esa invasión probablemente obedece a la gran ventaja que nos ha dado la palabra. Poder advertir a otro el peligro de algo que acecha, poder mantenerlo en la cabeza con la memoria oral y poderlo transmitirlo, eso nos ha dado unas ventajas evolutivas inmensas. Luego, con el invento de la escritura, eso se multiplica más y más. Y con otros inventos como este que estamos usando en este momento, el poder registrar las palabras que ya no se vuelan con el viento, sino que quedan ahí fijadas por lo menos por un tiempo en un formato electrónico o magnético.
Tú escribiste que El olvido que seremos era una carta a una sombra: la de tu padre ausente. ¿No fue, también, una carta a tí mismo?
Yo no creo en la vida después de la muerte, si uno confiara en la resurrección de la carne y que uno algún día se va a reencontrar con sus seres queridos en otra vida, probablemente escribir no sería tan importante, sería medio inútil. El libro es una carta a una sombra porque lo escribo para evocar una figura que ya no está, que es solamente la sombra de un recuerdo, la sombra de un muerto. Pero usted tiene razón, cuando yo trato de recomponer a través de las palabras la imagen de mi padre, lo que estoy haciendo es fijándolo con más firmeza dentro de mí. Es como esculpir una piedra dentro de uno para que ese recuerdo permanezca más. Yo creo que cuando yo finalmente escribí este libro, después de casi 20 años del asesinato de mi padre, lo hice porque me di cuenta de que yo estaba olvidando y de que toda la gente en Colombia también lo estaba olvidando. Yo tenía que contar esta historia por mí, por mis hijos y para una generación de lectores que pudieran entender a través de esa experiencia lo que había sido la vida en cierto periodo histórico de Colombia. Sí, es una operación muy personal en últimas que a uno le sirve para seguir viviendo. Cuando uno pone el recuerdo en un papel, ya sabe que incluso si olvida podría releerlo y volverlo a recordar.
Al recobrar la memoria, venciste sobre el crimen atroz que te quitó a tu padre.
Sí, es tal vez la única forma de venganza legítima, una venganza no violenta a través de las palabras y una venganza con la verdad, para que los asesinos si es que leen sientan el tamaño de su maldad y para que otras personas que leen sientan el tamaño de la injusticia, y que nadie más se atreva a decir que mataron a alguien porque se lo buscó o porque algo estaría haciendo, sino por lo contrario, porque estaba haciendo algo bueno y a ciertas personas eso les parecía imperdonable. Ser un buen ciudadano les parecía imperdonable. Ese no era el propósito del libro, pero es un efecto. Es poder poner en palabras la verdad de manera que la mentira de ellos quede muy mal parada.
Colombia, ante su guerra civil, tiene esas dos opciones: olvidar o recordar.
Bueno, yo creo que es normal querer olvidar, si uno vive con el recuerdo demasiado presente, demasiado intenso, como si todo el tiempo la situación horrible acabara de suceder, como si no se pudiera poner un filtro de distancia o de tiempo, la vida sería invivible. Yo creo que una cierta dosis de olvido, de no tener tan presente la situación traumática, es necesaria para poder seguir viviendo. Yo me he movido en ese péndulo, entre una necesidad de olvido, para poder seguir, y una necesidad de recuerdo, también para poder seguir. Suena contradictorio, es contradictorio. Pero yo creo que los dos movimientos anímicos son necesarios, el hecho de recordar escribiendo te da más tranquilidad, te quita la culpa de olvidar. Esa es una culpa que todos los que hemos querido a un ser humano y lo hemos perdido, sentimos. Olvidarlo nos hace sentir muy mal, nos hace sentir que no tenemos corazón, lo que pasa es que si ese corazón no olvida un poco la vida sería imposible, entonces la escritura me permite recordar y me da permiso también de olvidar.
¿Tu padre, el doctor Héctor Abad Gómez, habría votado por el acuerdo de paz con las FARC?
Sí, claro. Mi papá siempre estuvo a favor de los procesos de paz, el último en el que participó fue el del año 84, del presidente Betancourt. Él estaba muy del lado de ese acuerdo de paz que luego desembocó en el exterminio de la Unión Patriótica. Si se les hubiera hecho caso a los que querían la paz en el año 84, imagínese cuánto sufrimiento, cuánta violencia, cuántos muertos, cuántos secuestrados, cuántas bombas y cuántas cosas terribles nos hubiéramos evitado. Sí, mi papá estaría ahora de lleno a favor del acuerdo de paz.
¿Colombia necesita recordar u olvidar?
Yo creo en las dos, la memoria y el olvido. Es importante recordar, es muy importante que se sepa la verdad. Pero también es muy importante no poner siempre por delante el hecho luctuoso o la tragedia. Yo creo que las víctimas tenemos que aprender en algún momento a dejar de comportarnos como víctimas, tenemos que ser capaces de convivir con eso en la intimidad de la memoria, pero no en la expresión externa del rencor del momento.
Borges -tú lo sabes- escribió que ya somos el olvido que seremos. ¿Qué sentido tiene escribir y recordar si todo se perderá en las tinieblas del tiempo?
Los hombres somos así, vivimos en una ilusión muy tonta pero una ilusión de permanencia y eternidad. Por el mismo motivo tuve hijos, yo sé que algún día mis hijos se van a morir (espero que nunca me toque, lo bueno de ser viejo es que no le va a tocar a uno la muerte de los hijos), sin embargo, tenerlos nos da una ilusión de permanencia, de recuerdo. Bueno, los seres humanos no somos tan profundos como para encarar esa verdad y renunciar a toda la ilusión, yo sé que es verdad el olvido y sé que es verdad la muerte, sé que es verdad la derrota definitiva, pero me parece mejor seguir viviendo con entusiasmo esos olvidos y esas derrotas que declararse derrotado por la memoria de antemano. Y hay algo más: en mis libros, al pretender trabajar con la pura memoria, me doy cuenta de que mi trabajo es con la mala memoria, y tal vez la mala memoria o la transformación interna que sufre un recuerdo dentro del cerebro de cualquier persona, es una forma de fantasía.