Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar
Cultura no es más que la devota y ordenadora, por no decir benéfica, incorporación de lo monstruoso y de lo sombrío en el culto de lo divino. (Thomas Mann. De Doktor Faustus)
Agua, te lo suplico. Por este soñoliento
Nudo de numerosas palabras que te digo,
Acuérdate de Borges, tu nadador, tu amigo.
No faltes a mis labios en el postrer momento. (Jorge Luis Borges. De Poema del cuarto elemento)
Llegar algo tarde a la cita pudo haber sido ya el inicio de esta charla con William Ospina. Apenas media hora antes había terminado de leer su última novela, El año del verano que nunca llegó, y en mi cabeza se daban la mano Napoleón Bonaparte, Steve Jobs, Drácula y Lord Byron. La novela me pareció un homenaje a los monstruos más célebres de la vida moderna: Frankenstein y el Vampiro.
El primer taxista que se detuvo me dijo no, mi jefe, no voy para allá, disculpará. Yo puteé. El segundo taxista tenía el taxímetro alterado. Yo puteé y me sentí un poco Frankenstein. ¡Vamos! Miré por la ventanilla lo bella que se pone la montaña cuando se aproxima agosto. Me imaginaba cómo habría rugido el Guagua Pichincha durante su última erupción, en 1999, y recordé el inmenso hongo de ceniza volcánica que deslumbró a los quiteños. ¿Qué tiene que ver el paisaje con un estado de ánimo? ¿Cómo influye el comportamiento de la naturaleza en la conducta de los seres humanos? Sí, la de William también es la historia de una erupción volcánica, pero ocurrida en 1815. ¿Qué relación puede haber entre un fenómeno natural, el ataque de un vampiro y Google? En serio, ¿puede tener que ver la era digital con un encuentro de genios chiflados en una villa de verano, a principios del siglo XIX? La novela de William me pareció también una alerta desesperada.
Quince minutos tarde. Ya en el vestíbulo del hotel, entregado a los brazos de un sofá, el escritor lucía como si estuviera en casa. William parecía ser el administrador de todo el tiempo, un rango que puede hacerte sentir la belleza de lo monstruoso y también que la carrera del taxi salió barata, muy barata.
William, este año se cumplen exactamente dos siglos de la erupción del Tambora, hecho que provoca la historia de tu novela. ¿Te parece algo casual?
Mira, en agosto o septiembre del 2010 se me ocurrió esto, y a comienzos de ese año había hecho erupción un volcán en Islandia que interrumpió el trafico aéreo en Europa durante semanas. Solo después recordé que ya existía el precedente de esa erupción volcánica reciente y, por supuesto, esta novela está escrita a la sombra de la inquietud por el cambio climático y de qué manera las alteraciones de la atmósfera, del clima, pueden producir cambios no solo en nuestra cultura sino también en el modo de nuestra imaginación y de nuestra fantasía. De manera que la erupción del Tambora es un hecho fundamental de la novela. El Tambora es tan protagonista de la novela como Byron o Shelley o la casa Villa Diodati, porque para mí es importante mirar no solo las consecuencias de lo que hacen los seres humanos, que es lo que la novela tiende tradicionalmente a mirar, sino también el modo como los seres humanos interactúan con la naturaleza y son influidos por ella y por sus fenómenos. Entonces, sí, este bicentenario de la erupción del Tambora es el comienzo del bicentenario de todos esos monstruos.
Y la novela también es un modo de hacerte preguntas sobre la casa, la Villa Diodati, donde se juntaron lord Byron, Mary Shelley, Polidori y los otros. ¿Qué es una casa para ti? ¿Esa casa puede ser también una metáfora del planeta?
No lo había pensado así pero me parece muy razonable pensarlo de ese modo. De todas maneras, la metáfora de la casa, del espacio, está por todas partes en la novela. Villa Diodati es un lugar central pero la casa de la Skinner Street, donde vivía Godwin y su mujer, la abadía de Newstead que heredó Byron, Notre Dame, de París, son los recintos que se van sucediendo. Pero, en la novela, esos recintos se van ampliando desde el hogar, la casa, el templo, hasta un momento en que yo, visitando mi pueblo natal, siento que también la cordillera es un templo, el volcán y las paredes de granito y de roca de la cordillera son las paredes de un templo mucho más grande, cosa que condice mucho con el espíritu de los románticos, que finalmente sentían así. No solo Shelley pensaba que era el planeta nuestra morada y que el universo era nuestra casa, sino que recuerdo que Hölderling dice que los palacios construidos por los dioses reposan sobre columnas vivas de laureles y de cedros.
Ahora, hay también una paradoja ahí, pues, tú como autor estás de casa en casa, en constante tránsito por espacios distintos que representan a esa casa, pero tú no estás en ninguna casa sino que estás rondando por todos esos recintos, en habitaciones de hotel, en citas literarias, y eres tú el personaje que no se pertenece a una casa, ¿has notado esa paradoja?
Bueno, no. También me la estás haciendo notar y me interesa mucho, porque, seguramente sí, solo el que anda errante, de ciudad en ciudad, de hotel en hotel, de libro en libro, siente la nostalgia de la casa y vive la búsqueda de la casa como morada. Pero también en estos tiempos, en que somos tantos los migrantes y los nómadas por distintos motivos, se va haciendo cada vez más necesario sentir al planeta como una morada, como una casa, y vivir con más angustia todavía la preocupación de que esa casa pueda verse vulnerada o destruida.
Cuando pones en escena a la Villa Diodati y a sus personajes, parecería que hubieras intentado una espiral de Fibonacci en la que la casa es el punto desde donde todo se empieza a desenrollar y al final llegas a una conclusión holística: comparas a grandes personajes de la historia de la humanidad. ¿Construiste una novela con una estructura espiral, la pensaste así?
No como un diseño consciente, pero de lo que sí fui consciente es de que yo quería comenzar con un panorama lo más amplio posible. Tal vez por eso la novela comienza en Nueva Inglaterra, sigue en China, pasa a Indonesia, sigue en Buenos Aires y después pasa a Ginebra, pues me interesaba mucho que lo primero fuera el ámbito en que todos los hechos ocurren y que la novela fuera cerrándose cada vez más sobre mis viajes, sobre el destino de los personajes, sobre los viajes de Byron, sobre los acontecimientos de la vida de Shelley, hasta cerrar en la casa. Y, de algún manera, quería que ya, una vez visto ese ámbito exterior y esa serie de causas, pudiera encerrarme a narrar no solamente lo que ocurre en la casa sino lo que ocurre en un día de esa casa, en una noche de esa casa y a una hora precisa de esa noche. Como si todo convergiera hacia un vértice. Pero, bueno, no era fácil mantener esa estructura como un dibujo demasiado visible. Era preferible mostrarlo como una tendencia, pues continuamente hay que estar haciendo referencias a otras cosas, pero me parece bien que se alcance a percibir ese dibujo.
Da la idea de que tú tienes un montón de ayudas cósmicas, místicas, como personaje y narrador de la novela. Incluso cuando te repliegas por un momento en la búsqueda de todo lo que tiene que ver con la Villa Diodati, de repente te llegan señales y es como si te dejaras deslumbrar cada vez más por ellas, mencionas muchas veces ese ‘algún dios’ o algo más allá de ti… ¿Sentiste esta experiencia?
Bueno, de alguna manera sí, porque yo desde el comienzo sentí que era misteriosa mi fascinación por el tema y sentí que eran algunos hechos que yo llamaba casuales inicialmente los que me iban conduciendo y orientando. La novela está continuamente regida por unas casualidades que yo siempre sospecho que no lo son, pero que nunca me atrevo a afirmar que sean algo más que casualidades. Si yo me afirmara de una manera decidida, no son casualidades. Son dictados de no sé qué. Entraría a tomar partido de algo que para mí es más un misterio que una certeza o una incertidumbre, y me parece que le conviene más a la novela el permanecer en ese tono de incertidumbre, pero de una incertidumbre llena de señales, de signos, y, como también decía Hölderlin: “los signos fueron desde siempre la lengua de los dioses”.
Ya casi en la antesala del final de la novela, cuestionas la trascendencia del miedo. Contrapones con los personajes y con tu exploración personal al miedo y al deseo. ¿Qué descubriste con respecto al miedo?
A veces creo que estoy buscando sitios y vuelvo con la sensación de no haberlos encontrado, pero cuando reflexiono me digo: no encontré un sitio pero encontré un estado de ánimo, un clima, una atmósfera, una emoción. Y, tal vez, lo que necesitaba para esta historia era menos el sitio que la emoción. El momento en que quizás es más nítido esto es cuando me voy a buscar la abadía de Byron, en Newstead, y como la busco por caminos tan tortuosos e imprecisos, no es una búsqueda tan rigurosa, es una búsqueda que juega con el azar, con la casualidad, y, por supuesto, obedece a señales más secretas. Mi primera sensación fue que no había encontrado la abadía y que, por lo tanto, mi viaje había sido un fracaso. Mi siguiente sensación fue que no había encontrado la abadía pero sí una visión de lo siniestro tal como podría antojárseles a estos muchachos del siglo XIX, y que eso podría ser más útil para mi historia. Finalmente, he visto que tal vez ese capítulo que describo mi viaje a Newstead –un capítulo en el que aparentemente no ocurre nada– es uno de los que cargan con más penumbra misteriosa a la novela y de más preguntas esta reflexión sobre el camino, la meta, sobre qué es lo que buscamos y qué es lo que nos guía para buscar las cosas. Para mí se fue haciendo cada vez más evidente que yo quería hacer de mis viajes todo lo contrario de los viajes de turismo. Porque los viajes de turismo no solamente tienen prefijado el sitio al que quieren llegar, sino que ya tienen de antemano la fotografía de aquello que quieren ir a fotografiar, entonces, el viaje consiste en no vivir asombros, contingencias, fracasos. El turista no puede ir a fracasar, va a cumplir con un trazo ya definido de antemano. En mí sí es muy evidente el deseo de que quiero llegar al sitio pero no quiero excluir los azares del camino, no quiero impedir que el viaje, con toda su carga de sorpresa y revelación, se vuelva simplemente una colección de estampas prefijadas.
En tu obra, has estado acostumbrado a ir detrás del dato real, a hurgar en la historia oficial, cuestionarla y transformarla con un estilo narrativo. Pero en esta novela te despegas más de esa historia y te conviertes en un personaje. Tú te descubres como uno más de esa legión que indaga en el tema de la Villa Diodati. ¿Dónde dejaste el sesgo de frialdad del periodista o del historiador en esta novela?
Bueno, tal vez el hecho de que esta historia haya sido narrada tantas veces produjo en mí dos sensaciones distintas: que a pesar de eso yo siguiera teniendo tantas preguntas y siguiera viendo en ella tantos enigmas; y, por otro lado, la evidencia de que yo no podía narrarla de la misma manera, tenía que encontrar una manera personal de narrarla que justificara el retomar un tema tan trajinado y explorado por tanta gente. Y yo no tenía para eso una solución que fue menos una decisión racional que una actitud. Yo preferí limitarme a seguirle el rastro no a la historia sino a mi búsqueda de la historia, a los azares, las casualidades, las intuiciones, las señales que me iban llevando a los hechos o que iban trayéndome datos de esos hechos. No se trataba de contar la historia desde afuera, como a veces quiere hacer un historiador: situarse al margen de la historia, solo como testigo, y reconstruir todo el cuadro desde afuera con el control de todo lo que ocurre, sino, convertirme en un personaje más del mosaico, sujeto a los avatares, a las contingencias e incluso a las ignorancias que quien es parte del cuadro tiene. Porque yo sé que Byron no supo todo lo que ocurrió allí, Shelley tampoco, ni siquiera Clara Clairmont, que los sobrevivió a todos, supo plenamente qué era lo que ocurría. Si yo me convierto en un personaje más de ese mosaico tengo incluso el derecho a ignorar, a seguir preguntándome, mientras que el historiador no suele decir: ‘esto no lo sé’, ‘esto no pude averiguarlo’, porque pareciera estar faltando a su deber. Y en mi caso la historia está ahí y siento que sigue abierta para los buscadores, que serán muchos. Lo que yo hice fue seguir mi propia búsqueda.
En El año del verano… partes de mostrar lo más conocido: Byron, Shelley, y luego entras cada vez en lugares más misteriosos hasta que llegas a hablar de Clara, de la hija de Byron, y muestras que todo aquello a lo que no se le estaba poniendo atención revela los últimos detalles, las cosas más mínimas. ¿Qué descubriste que creas que no se hay descubierto ya?
Yo no me atrevo a decir que haya descubierto algo que no se hubiera visto antes. Me atrevería solamente a decir que traté de abarcar el cuadro completo y no detenerme solo en uno de sus elementos, porque, Paul West se detiene en Polidori, como Joseph Heller se detiene en Polidori, o como Henry James se detiene en Clara Clairmont. Para mí era importante el conjunto, pero no solo la visión de conjunto que era el comienzo del relato. Son los detalles en los que finalmente están las claves de muchas cosas. Mi conciencia creciente fue que el secreto estaba en los detalles. El secreto estaba en muchas cosas no dichas. Por ejemplo, una de ellas, sobre la que menos suele detenerse la crónica, es el amor de Clara Clairmont por Shelley. Es demasiado visible el amor de Mary y Shelley, la relación de Clara con Byron, pero el amor entre Clara y Shelley fue siempre más tácito, secreto, un poco más prohibido, por razones de parentesco, porque el azar no los favoreció, pero está ahí y ella es la que mantiene esa llama viva hasta el final de su vida, y es James el que encuentra en ella una clave para iluminar el conjunto. Es un poco el legado de Robert Browning para esta historia. A él le interesan mucho los personajes principales pero le interesan mucho más los personajes que están en el margen de la historia. Y hay otro autor que a mí me interesa mucho en estos tiempos, que es Pierre Michon, quien ha hecho un esfuerzo muy valioso por reivindicar literariamente el valor de las vidas aparentemente intrascendentes. Tiene un libro que se llama Vidas minúsculas, en donde empieza a recordar a los grandes personajes de su historia personal en este planeta: unos seres casuales que pasaron por su casa ciertos días y dejaron un rastro que a él le parece apasionante reconstruir. Eso está en el surco que había trazado ya Marcel Schwob, con sus Vidas imaginarias. En este caso, para mí fue muy bello ver que uno puede seguir esta historia siguiendo los pasos de Byron y de Shelley, y que parece que con ello abarcara todo el gran panorama de la época, sin embargo, si uno va detrás de Polidori o de Clara Clairmont, encuentra un mosaico cada vez más rico y más complejo, y si uno no tuviera en cuenta a Clara Clairmont en esta historia, no encontraría el papel que juegan los hermanos Grimm en ella.
Pero parece que eres aún más ambicioso, pues llegas a involucrar la historia con la época contemporánea, con la era digital, incluso. Terminas hablando de la hija de Byron y la computación, la posibilidad de la poesía a través del número. ¿Cómo descubriste que esta historia iba más allá de lo que te habías propuesto?
Yo he sentido mucha fascinación desde hace muchos años por el romanticismo. Es un viejo tema de mis inquietudes y de alguno de mis ensayos. Hace 20 años, publiqué mi libro Es tarde para el hombre, que son reflexiones sobre la sociedad contemporánea. Ese libro nació de un ensayo que es el primero que aparece en el libro, que se llama Los románticos y el futuro. He dedicado muchos años de mi vida a la lectura no solamente conmovida sino deslumbrada y llena de preguntas de Hölderling y de su círculo, y he dedicado también años a la lectura de la enciclopedia y de los poemas de Novalis. Entonces, un montón de reflexiones, preguntas, rastreos sobre el romanticismo y lo que significó la era romántica, sobre lo que sigue significando para nosotros y sobre lo que podría significar para el futuro de este planeta, ya estaban en mí. Tal vez cuando yo me encontré con estos hechos precisos y con esta metáfora precisa –para llamar de alguna manera a la casa de Ginebra y los tres días de oscuridad–, seguramente lo que me motivó tanto a seguirle el rastro a esta historia y a contarla es que sentí que cabían en ella un montón de cosas sobre las que yo había aleteado durante mucho tiempo, y que tal vez yo tenía piezas suficientes para armar mínimamente el mosaico. Por eso terminaron convergiendo en esta historia –que para muchos de sus narradores suele limitarse a los protagonistas más visibles– la Ilustración, la Revolución Francesa, Rousseau, Voltaire, Hölderling, Novalis, la búsqueda de los nuevos dioses, la búsqueda de los nuevos mitos y la búsqueda de la nueva estética, que también es algo muy presente ahí, pues el nacimiento de estos monstruos también marcó el género de la ciencia ficción, para unos, y el nacimiento de las preguntas sobre qué lugar puede ocupar la fealdad y la monstruosidad en el orden de la estética contemporánea. Hasta dónde llegan los límites de nuestra noción de la belleza.
Una de las cosas que te reveló lo monstruoso aparece el momento en que vuelves a Colombia, a Padua, cuando presentas la escena de los niños correteando y de esa vida que no encontraste cuando sentiste miedo esperando el tren en soledad. Haces alusión al realismo mágico de García Márquez, a una región que es también una región mental, que tiene sus propios monstruos pero, de alguna manera, asimilados. ¿Cuánto hay de romanticismo en nuestra contemporaneidad latinoamericana?
Bueno, yo siento que nuestro mundo se parece más al mundo de los románticos de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX que la Europa contemporánea o que los Estados Unidos contemporáneos. Por ahí ando con un libro en mi maleta en estos días, de Henry Miller, Una pesadilla con aire acondicionado, que es una reflexión sobre los Estados Unidos, y la verdad es que yo, que he sido siempre alguien muy comprometido con la realidad de mi país y de este continente, y que trato de reflexionar mucho sobre lo que somos, sobre lo que no tenemos y sobre lo que aspiramos a tener, he terminado sintiendo en ese contraste continuo de viajar por Europa y otros sitios, que es injusta cierta leyenda que se ha construido con respecto a lo que somos. Los europeos y los norteamericos tienden a ver mucha barbarie y mucho horror en nuestra vida cotidiana, y por supuesto que hay mucha crueldad y mucho dolor, pero tienden a ser muy insensibles al propio horror del mundo que han construido, y que es mucho mas peligroso –diría yo– para el porvenir del planeta y de la especie. Yo siento que en nuestros países todavía está la vida, incluso la vida en un sentido muy simple, muy elemental, muy espontáneo. Y yo creo que cuando ellos vienen, es eso lo que más les fascina, sentir que la vida puede ser al mismo tiempo sencilla, alegre, peligrosa pero humana.
Algo riesgosa…
Claro, pero con un margen de riesgo que podríamos llamar romántico, mientras ellos avanzan de una manera cada vez más inexorable hacia un mundo completamente controlado, vigilado, donde los márgenes de libertad de los seres humanos son cada vez menores. Yo no sé cómo podrían andar Byron y Shelley y Polidori por la Europa de hoy… Estoy seguro de que las tablets y los ordenadores y los teléfonos celulares y los tiquetes de trenes y las reservas de los hoteles y de los aviones, sin los cuales es imposible moverse allá, les impedirían totalmente una aventura como la que se cuenta en estas páginas. Y sin embargo, yo siento que, a pesar de estar atrapado en muchas de esas cosas, tal vez por ser de este mundo, y por ser menos calculador y menos programado en todo, pude vivir un poco el sabor de esas aventuras románticas en la reconstrucción de esta historia.
Cuando hablas del romanticismo desde una época contemporánea, me haces pensar que en América Latina durante el siglo XIX, se recibieron las cosas que ya se habían vivido en Europa en el siglo XVIII, pero América Latina siempre estuvo mirando hacia Europa como un referente, hasta la transición al siglo XXI, prácticamente. Desde esta América Latina que ya está viéndose las costuras, los méritos y los fracasos, estás reconstruyendo esto…
Yo siento cada vez más que, sin que todo el Viejo Mundo pierda su prestigio y su valor, América Latina es, cada vez más, de una manera nueva y prometedora, un escenario posible de la novela, y no de la novela en el mero sentido del siglo XVII o del XIX europeos, pues yo sigo viendo la novela y la literatura como un campo de experimentaciones posibles, como un campo de creaciones posibles. Siento que en América Latina podrían expandirse mucho los ámbitos en los que la literatura ha sido lo que es hasta ahora y podríamos encontrar caminos nuevos para narrar y para vivir y cruces de caminos más complejos, porque somos nosotros también un cruce de caminos de la historia. Así como América Latina es el lugar donde se dieron cita los continentes –pues los africanos llegaron hace cuatro siglos, los europeos llegaron hace cinco siglos, los asiáticos llegaron hace 20 000 años–, Borges lo ha descrito muy bien en El Aleph, la llegada de migrantes de todo el mundo hizo converger todas las culturas y todas las tradiciones, entonces somos y no podemos dejar de ser la memoria de toda la humanidad. Ya lo será todo el resto del mundo, pero aquí ha habido un laboratorio inicial.
Como si no terminaramos de entendernos bien, pero eso es parte de lo que somos…
Claro, porque nosotros tenemos que descubrirnos todos los días, aquí cada día ocurre el descubrimiento de América. El descubrimiento inicial fue muy parcial y obró más como un cubrimiento que como un descubrimiento, pero con respecto a eso de que nosotros estamos no solamente aprendiendo el sabor de vivir en el centro del mundo. Yo siempre recuerdo una leyenda hebrea que cuenta Borges, según la cual si desde el cielo alguien dejara caer una rosa, esa rosa caería en el centro del templo de Jerusalém. Lo que yo veo es la sensación que tienen los hebreos de estar en el centro del mundo. Bueno, nosotros estamos aprendiendo también a sentir que si alguien dejara caer una rosa desde el cielo, esa rosa podría caer en el centro de la selva amazónica o en algún lugar de América Latina, y lo sintió Borges cuando escribió El Aleph, y seguramente García Márquez, cuando escribió sus sagas o Juan Rulfo cuando hizo el Pedro Páramo, y es que estamos en un mundo en el que el centro está en todas partes, y en esa medida, ya podemos mirarnos con el mismo entusiasmo y con la misma curiosidad con que antes mirábamos al Himalaya o a Inglaterra o a Francia. A mí ahora, si algo me interesa –y ese es uno de mis deleites inmediatos literarios–, es ese momento en que por primera vez Europa miró a América Latina no como objeto de codicia sino como objeto de fascinación, y ese momento es el viaje del barón de Humboldt por América.
¿Ah, sí? Tú crees que ahí está el instante en que Europa vio por primera vez de otra manera a América?
Yo creo que sí, creo que Humboldt fue un descubridor de América muy distinto a todos los otros. Bolívar dijo alguna vez que Humboldt había visto en tres años mucho más de lo que los españoles habían visto en tres siglos, y siento que por lo menos en ese momento, Europa se volvió a mirar a América. Los cronistas ya lo habían intentado, pero estaban atrapados en la telaraña de poderes y de viejas nostalgias europeas. Lo de Humboldt sí tuvo trascendencia histórica: desde un continente que, prácticamente, había domesticado su naturaleza, se volvió a buscar dónde estaba la belleza original del mundo, la más asombrosa biodiversidad, los mayores misterios de la geología, de la climatología, e hizo un viaje maravillado que documentó. Yo creo que ahí hay una novela guardada que vale la pena explorar.
Pero, a Humboldt también se le criticó mucho que su representación de América haya sido muy modesta al mostrar seres humanos. ¿Lo has visto de esa manera?
No, no he sentido eso. Siento que en Humboldt hay una gran curiosidad, como naturalista que era, por las piedras por los ríos, por las montañas, los árboles, las montañas y las estrellas, pero yo encuentro en los textos de Humboldt un interés continuo por los seres humanos, por los pueblos nativos, por sus lenguas. Al fin y al cano, el hermano de Humboldt construyó todo el fundamento de la lingüística moderna y tal vez de la filosofía moderna, sobre la base de un estudio comparativo de las lenguas en donde tuvo muy en cuenta a las lenguas indígenas como parte constitutiva de una reflexión universal que le permitió afirmar que, si bien todas las lenguas son distintas, también se podría decir que todas son una misma lengua, y es eso es lo que permite que haya traducciones, por ejemplo. Entonces, es un viaje muy complejo, y a mí no me interesa tanto juzgarlo de antemano cuanto explorarlo, interrogarlo, explorarlo.
Un explorador del explorador…
Un poco eso, sí. Pero yo sé que ahí hay cosas muy necesarias y valiosas. Con Humboldt no creo que haya nacido solamente la geografía moderna, como se suele decir; creo que nació también una conciencia desde el espíritu de la Ilustración pero también desde el espíritu aventurero del romanticismo, del planeta como nuestra morada común y como un organismo viviente donde todo es interdependiente, que es lo que él trató de descifrar en su libro Cosmos. Humboldt es apenas el signo de un momento de ese encuentro de los mundos, pero, claro, habría sido más afortunada nuestra historia si ese encuentro de los mundos hubiera tenido inicialmente gente como Humboldt más que tanta gente como Pizarro o Hernán Cortés.
¿Qué sientes después de que la novela ha sido ya publicada –como ferviente activista por la paz en Colombia–, por América Latina pero, específicamente por la Colombia actual?
Bueno, yo iba por la mitad de la escritura de esta novela, cuando hice un alto para escribir un libro, Pa’ que se acabe la vaina, que es una reflexión sobre la realidad contemporánea colombiana y una continuación de un ensayo que había escrito hace años, que se llama Dónde está la franja amarilla, tratando de entender la situación de Colombia y la tragedia que nunca cesa. Siempre he sido partidario de la negociación política del conflicto, siempre he estado convencido de que ese conflicto no cesará si es que no llegan a un armisticio y a un pacto entre ejércitos, siento que de ese pacto tienen que formar parte todos los poderes que han hecho la guerra y que han propiciado la guerra, y lo que estamos viviendo ahora en Colombia es un esfuerzo de una facción de la dirigencia colombiana por hacer la paz con la guerrilla para poder triunfar sobre la otra facción de la dirigencia colombiana. Una facción no quiere negociar con la guerrilla sino derrotarla para poder triunfar sobre la otra facción. Por supuesto, ese juego de fuerzas está lejos de una paz verosímil para la población, porque es un pacto o un desacuerdo entre élites que sigue dejando sin resolver las grandes causas de la violencia colombiana que son la injusticia, la exclusión, un orden de privilegios para un sector de la dirigencia y la falta de reformas liberales que debieron hacerse a finales del siglo XIX y que todavía a comienzos del siglo XXI no se hacen. Colombia es un país que colapsa por todos los frentes y cuya dirigencia sigue trenzada en sus viejas rivalidades y en sus viejas discordias, pero yo siento que la causa de que en Colombia haya guerrilla, narcotráfico, paramilitarismo, delincuencia común, insolidaridad nacional, es el ejemplo de unas élites muy rapaces y muy egoístas a las que no les importa la gente ni una guerra que ha sacrificado a la gente humilde durante 50 años. De manera que estando yo convencido de que ese acuerdo de La Habana ayudaría mucho a encontrar el camino para mejorar las cosas en Colombia, siento que mientras las élites quieran que la paz llegue sin cambio alguno a nivel social, de la distribución del ingreso y la creación de empleo, a nivel de superar un centralismo asfixiante que mantiene a toda la periferia del país en el abandono, y ahora bajo el poder alucinante de la depredación que obran las multinacionales, la minería ilegal, mientras ese espíritu siga siendo el que gobierne el país y no se abra camino a una alternativa más generosa y más humana, tal vez esperamos en vano una paz mediante un mero acuerdo entre élites. Podría favorecerlo pero es importantísimo saber que todos tenemos que luchar porque esas transformaciones profundas se den. No podemos seguir con la golosina de una paz que nos van a dar unos privilegiados, no podemos seguir renunciando al derecho a formar parte de las soluciones.
¿Qué es el liberalismo en nuestros tiempos?
Bueno, ya no sabemos qué es el liberalismo en nuestros tiempos, tal vez porque el liberalismo era una solución de otros tiempos. Era una solución porque, de todas maneras, los grandes ideales de la Revolución Francesa y de la Ilustración, por mucho tiempo fueron grandes soluciones para los problemas de la humanidad, para la formación de las repúblicas y la construcción de las democracias. Pero la modernidad ha traído muchos problemas nuevos que ni el liberalismo, ni siquiera el marxismo habrían podido prever, y cuyas soluciones habrían podido tampoco calcular. Ya no es lo fundamental de la construcción de las sociedades modernas, exclusivamente la preocupación por los derechos del hombre y por la libertad, la fraternidad y la igualdad humana, porque hemos llegado a una conciencia nueva, un momento de la historia en donde, por ejemplo, nuestra relación con la naturaleza es fundamental, nuestra relación con la industria y el consumo es fundamental, nuestra relación con las otras criaturas tiene que ser replanteada, y ya el liberalismo clásico no tiene respuestas para esas cosas. Se requiere un pensamiento que recoja lo mejor de ese pensamiento liberal en lo que tiene que ver con la igualdad de los seres humanos, pero que abandone la idea de la supremacía humana sobe el planeta, que abandone la idea de que el hombre es la criatura superior de la naturaleza, que abandone la idea de que el futuro de la especie y del planeta debe estar en manos de la industria, de la ciencia y de la tecnología, que recupere algunas nociones sin las cuales no podríamos sobrevivir: la idea de lo sagrado, de que nosotros le debemos respeto al mundo y no podemos mirarlo como una bodega de recursos para utilizarlos indiscriminadamente, la idea de que hay cosas que no debemos profanar y también una sentencia que Nietzche planteó en su momento: si el hombre tiene derecho a saber, también debería tener derecho a decidir qué no quiere saber.
Un Shelley hoy estaría muy de acuerdo con esta postura, ¿no?
Yo a Shelley, Novalis, Hölderling los veo en el ámbito de la sociedad europea como seres indispensable para la reflexión sobre la actualidad, como veo indispensable la mirada sobre las mitologías indígenas americanas para esa reflexión sobre la actualidad, como veo indispensable la recurrencia a los mitos de África y a las leyendas y tradiciones de todos los pueblos. Para mí, la India es paradigmática en lo que tiene que ver con la conservación del mundo. Es una sociedad en la que todavía existe un respeto trascendental por la naturaleza que no es fetichista, sino que es el reconocimiento profundo de que ahí hay unos poderes que tienen que ser respetados porque son los fundamentos mismos de la vida. Aprender a mirar el agua como una divinidad no es una superstición, es casi un hecho racional.