Por Juan Carlos Cabezas Aguilar / @liberjuan
Marcelo Lillo vive cerca del mar, en Puerto Niebla, una ciudad de la región costera de Los Ríos, 800 kilómetros al sur de Santiago. Habita en el verdadero “culo del mundo”, como llama a su ciudad; un puerto pesquero de cerca de dos mil habitantes donde no llega ni el correo postal. Pasó primero por Mehuín, pero no se adaptó al clima; finalmente recaló en Niebla dispuesto a cumplir su sueño literario. Si fallaba tenía una Colt 45 cargada y sin seguro. Estuvo a punto de usarla, pues sus ahorros se agotaban; fue entonces que recibió la noticia de que su primer libro se publicaría en España. “Creí que moriría inédito y con un balazo”, le confesó a diario El Clarín en el 2010.
Cinco años después, la Colt sigue en la pared de la cocina de la casa y va a ser usada tarde o temprano, pues considera obscena toda enfermedad producto de la vejez. Y ya tiene 58. Trabaja unas tres horas por las noches y lee hasta el amanecer. Duerme hasta tarde y tras comer, da largos paseos por la playa junto a su esposa, Márgara, y su perra China.
Por lo pronto sus cuentos y novelas siguen teniendo eco, sobre todo fuera de Chile. Se lo encuentra en editoriales como Mondadori y Planeta; lamentablemente resulta más fácil contactarlo por correo en el “culo del mundo” que conseguir sus libros en Ecuador.
Aún recuerdo la sensación que me produjo terminar El fumador y otros relatos: asfixia.
Hielo, el primer cuento, te suprime el aire de inmediato: una mujer agoniza mientras un televisor sin volumen está encendido en el cuarto de junto, hora tras hora. Cuando los vivos buscan reacomodar su realidad, alguien traga un manojo de somníferos. Al final, la frase: “los cuatro blancos seguían apaleando al negro”, colofón suelto que extermina toda comprensión.
Otros relatos como La felicidad Jaja, 40 caballos, Diente de León, Nunca he estado en Katmandú, Vida de un Cachorro, entre otros, extienden esa atmósfera de cámara de gas, de manguera conectada al tubo de escape; no obstante, es Hielo (Premio Paula, 1999) el detonante de esta pugna por encontrar a su autor, un exrector de colegio decidido a vivir de la literatura.
Para Adriano Valarezo, bibliotecario de Biblio Recreo, y César Chávez, del Centro Cultural Benjamín Carrión, en Quito, Lillo constituye una especie de adicción secreta. Probablemente por esa razón colaboraron con preguntas para esta entrevista difícil de concretar. Hubo que leer posts, entrevistas y buscar direcciones al pie de muchas páginas en diversas webs. Durante un mes consulté mi correo de forma periódica pero nada, ni una sola respuesta. Hasta que el pasado 3 de junio, el escritor y cronista chileno Antonio Díaz Oliva dio con la dirección electrónica correcta. Desde entonces, hemos intercambiado varios correos con Lillo –quien, al saber que soy ecuatoriano me mostró su interés por la obra de Jorge Icaza–. Finalmente, a manera de posdata, escribió: “manda tus preguntas y espera unas buenas respuestas”.
El estilo de los cuentos de El Fumador y otros relatos es limpio, seco, directo, aunque no exento de belleza. ¿Cómo fue el proceso de pulir este estilo? ¿Tienes conciencia plena sobre la estructuración de este estilo o es algo natural en tu escritura?
No tengo ninguna conciencia. Lo más que puedo decir es que en 1999, después de haber escrito muchos cuentos y ganado más de quince premios con ellos, decidí que no era lo mío. Entonces, en siete días escribí un relato llamado Hielo que narra la agonía y muerte de mi madre.
Hielo abre El Fumador y otros relatos y también Cazadores, ¿hay una preferencia por este relato?
Mi cuento favorito no es Hielo, a pesar de que ganó el premio Paula, el más importante de Chile en su género. Mi preferido es Diente de león, que escribí en dos horas, un día de lluvia torrencial. Dos horas y sin ninguna corrección después.
La última frase de Hielo: “los cuatro blancos seguían apaleando al negro”, ¿qué quiso significar?
No sé lo que esa frase significa. De verdad. Como dije antes: yo solo escribo. Las interpretaciones son de los demás.
En muchos de tus cuentos se percibe una atmósfera que encierra una “enfermedad”, a la que tus personajes están acostumbrados, ¿qué es este malestar?
Los personajes con enfermedades me atraen por algo que ni yo mismo entiendo. Es algo que va más allá de mí. Si existe un motivo, bien oculto, ese sería que mis padres adoptivos eran personas muy viejas y siempre estaban llenos de enfermedades. Pero eso ya es psicoanálisis y hasta ahí llego.
Otro de los ejes es el tema de la relación de pareja. Al parecer, en esas relaciones hay una hermandad de fracaso. ¿Crees que en las pequeñas miserias humanas está la verdad poética?
Creo en muy pocas cosas y entre ellas no está la poesía. Lo de la miseria es punto aparte y eso sí que me agrada como tema literario. Mi vida ha sido de esplendor y miseria y la he vivido con mi mujer, nadie más que los dos, por eso lo de la pareja en mis narraciones. Siempre que se encuentre una pareja somos yo y mi mujer. No tengo ninguna sensibilidad poética, mi piel es la de un tiburón.
¿La memoria y la culpa son lo mismo en sus cuentos?
No siento culpa de nada. Y ya mi memoria está bastante agusanada. Por lo tanto, debe ser lo que tú dices. Para mí un cuento es nada más que un cuento, una narración corta donde el autor es el menos indicado para analizarla y menos para ofrecer teorías. Culpa es una palabra tan grande que me da mucho miedo siquiera mencionarla. Me callo, entonces.
¿Cómo la angustia se volvió un recurso cíclico en su obra?
La angustia formó alguna vez parte de mi existencia, tanto que dormía con una pistola bajo el colchón. Bueno, sigo durmiendo con ella pero ya no tengo angustia. Como esos cuentos tienen entre ocho y diez años, y como los personajes son mi mujer o yo o los dos juntos, la angustia no puede estar ausente.
¿Qué tan importante es, a la hora de la escritura, el dónde desarrollarla, o su preocupación está más centrada en la creación de esta atmósfera?
Un cuento es sobre todo atmósfera. Es lo principal y me preocupo –inconscientemente– de trabajarla. Aunque todas mis atmósferas son opresivas y me salen bien fácil.
Uno de los ejes principales de tus cuentos es la relación presencia-ausencia de los padres. Una relación marcada por la enfermedad, el silencio o la muerte. ¿Cómo asumes la paternidad en la escritura de tus narraciones?, ¿un origen?, ¿el final?, ¿una carga?, o, ¿es algo natural?
No soy padre y nunca he sido hijo. No del todo. Pero eso de las relaciones paternales me atrae, no sé por qué. Volvemos al psicoanálisis y esta vez voy a mantener la boca cerrada si es que el entrevistador me lo permite. ¡Qué lindos son los cuentos en los que los padres están mal y los hijos peor!
¿Cuáles fueron, cuáles son tus autores, aquellos a los que siempre vuelves?
Ray Carver y Johnny Cheever. No hay día en que no lea algo de ellos. Un párrafo. Una página, cualquier cosa. Con ver sus fotos me siento satisfecho, aunque no soy un fetichista de retratos de escritores, salvo que estos sean en blanco y negro.
¿Qué obra literaria estás construyendo ahora?
Trabajo todos los días, tres horas, por lo tanto, cada día construyo algo nuevo aunque nunca se vaya a publicar.
Juan Carlos Cabezas es quiteño. Periodista cultural, editor de revistas y medios de comunicación. Cronista y escritor en probeta.