Por Bertha Díaz
El 15 de noviembre último, en el Centro Cultural Simón Bolívar de Guayaquil, se inauguró la exposición ¿Es inútil sublevarse? La Artefactoría: arte y comentario social en la década de los 80. Tal día asistieron más de 700 personas. Hace algún tiempo que en el espacio donde estará exhibida la muestra hasta junio de 2017, no se provocaba un acto de tal nivel de convocatoria y que reuniese a la gente de un modo tan celebratorio. Y es que se trata de un montaje que al tiempo que habla de una década clave para el arte contemporáneo, retorna críticamente a la escena nacional social de un momento histórico también fundamental para pensarnos hoy. A propósito de esta exhibición, Matilde Ampuero, su curadora –quien además ha hecho un acompañamiento crítico desde sus inicios a La Artefactoría, grupo constituido por Jorge Velarde, Xavier Patiño, Paco Cuesta, Marcos Restrepo, Flavio Álava y Marco Alvarado, que detona este proyecto– habla sobre la misma.
En principio la exposición estaría circunscrita a La Artefactoría. ¿De dónde surge la necesidad de expandir su sentido y poner no solo como telón de fondo, sino en primer plano la época de los ochenta -década en la que surge tal colectivo- y la lectura que puede permitir este grupo sobre este momento histórico?
Pienso que después de todo lo que ha sucedido en Guayaquil en las tres últimas décadas en varios ámbitos, era notorio que hacía falta observar cuidadosamente dónde estaban los primeros síntomas del surgimiento del arte contemporáneo como una consecuencia de… en este caso, una consecuencia de la intensificación social de un determinado momento histórico. Después de mi experiencia de acompañar a La Artefactoría desde su segunda fase, a partir de1986, y observar la producción de trabajos como Arte en la calle y Arte no es pintura, entre otros, siempre sentí la necesidad de generar un trabajo que visibilice este contexto. Hasta ahora el único documento que existía sobre esto era el catálogo de Madeleine Hollander. Este, sin embargo, era más una antología, por lo que para mí era importante generar otra cosa: una exposición donde casi no intervenga la palabra, en la que sea la imagen la que hable. Pero esta imagen no podía ser simple, sino una imagen de tres capas: la primera, el trasfondo sociohistórico sobre el que se asienta todo; la segunda, una relativa a las manifestaciones populares gráficas muy fértiles en la época de los ochenta; y la tercera, la relativa a la producción del arte en sí. Esa amalgama es lo que se constituyó para mí en una clave de entrada a esta exposición. No quiero dejar de lado la labor de Juan Pablo Ordóñez, quien fue convocado para el montaje en sí. Él, en tanto artista, ha sido capaz de hacer una interpretación desde el arte muy aguda.
Matilde Ampuero nació en Guayaquil, en 1961. Es crítica de arte, investigadora y editora con amplia experiencia en gestión y difusión de productos culturales. De 2005 a 2009 fue la responsable de los proyectos digitales del Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo, MAAC de Guayaquil (exposiciones, webs sites, sala de artes digitales).
¿Podrías mencionar las estrategias estéticas de La Artefactoría que permitían dar cuenta de su relación con el momento en que surge?
La primera propuesta de subversión, a mi criterio, fue Exposiciones de Arte, en la galería de Madeleine Hollaender, en 1986. Pero sin duda antes ya habían hecho algo enmarcado en la idea de sublevación, pero desde otra óptica, que fue Objeto menú, en 1982, donde trabajaron con lo popular. Ahí ya había una manifestación de denuncia con el precio de los alimentos, por ejemplo. Pero en esta que refiero, la del 86, que surgió tras haber parado durante tres años como colectivo y en los que se habían volcado a su trabajo artístico individual, pusieron en tensión al arte como institución. Xavier Patiño hizo sus cuadros en blanco, Marcos Restrepo hizo un trabajo que le permitió a la gente intervenirlo, la gente pintó con él. Mientras que Marco Alvarado hizo Naturaleza Muerta, un trabajo con manchas de sangre, que fue totalmente desconcertante. Lo que quiero decir es que empezaron a crear exposiciones que funcionaban como dispositivos ante los cuales la gente reaccionaba, tomaba posición. De ahí vino Arte en la Calle, que también criticaba a la institución arte. Hay que pensar que en tal momento todavía había alrededor del artista un marchand y un crítico con léxico moderno para legitimar las obras. La Artefactoría se resistía a entrar en esas lógicas. Sus integrantes no querían que nadie escribiera sobre ellos. Por eso, quizás, entro yo, como una persona cualquiera sensible a su trabajo y al arte, y comienzo a escribir sobre lo que estaban generando. Luego vino lo de Arte no es pintura y Arte no es moda, que se trasladó a la Bienal de Cuenca. Pienso que esto ha sido un input para varias generaciones posteriores. Por ejemplo, cuando el mismo Pablo Ordóñez ganó la Bienal de Cuenca, se puso una camiseta que tenía inscrita la frase Arte no es Pintura.
Me gustaría que hables de la relación de La Artefactoría con sus pares de la región y de ese momento en el que se inscriben.
Los artistas caminaban en el continente. Había una afectación en su producción de lo que pasaba en el contexto más macro. Y caminaban como portando una suerte de deber ser de la época. Nosotros estábamos entre Sendero Luminoso y el M19. Pese a nuestros propios dramas, éramos una suerte de zona de paz. Hay que reconocer ahí el aporte de Juan Castro, quien nombra a La Artefactoría como tal y es quien trae, y más que eso atrae, a los artistas más subversivos del momento. En ese marco vienen Rosemberg Sandoval y Antonio Caro, de Colombia, por ejemplo. Hay que pensar en que Argentina ya había tenido a Tucumán Arde y que había varios artistas que beben de sus ecos, o de la importantísima presencia del movimiento venezolano, en cuyo centro están relevantes artistas como Juan Loyola, un poeta, artista visual y performer que tiene una acción que es clave en el momento, que es la de echarse encima pintura amarilla, azul y roja en el Congreso.
Entre el 2003 y el 2005, Matilde Ampuero fue parte de la Investigación y desarrollo del Proyecto de creación del Instituto Tecnológico de Artes del Ecuador (ITAE), en donde trabajó también como Coordinadora y Directora de la Oficina de Extensión Universitaria.
Volviendo a la muestra actual, es interesante que pese a que se circunscribe en los ochenta, desborda tal época, pues la línea del tiempo de la producción de los artistas llega hasta la actualidad. Háblame de esa decisión curatorial. ¿Por qué incluir obras actuales de La Artefactoría? Y por otro lado, ¿cómo interpela esta producción a la suya de los 80 y al contexto actual social y artístico?
Para mí es importante distinguir que pese a haber generado una estética en común, los artistas que hacen La Artefactoría, en tanto individuos, también generaron un trabajo de alto valor. En el tiempo han sostenido con rigor sus inquietudes de sublevación que los hacen hoy también contemporáneos. Creo que es fundamental mostrar cómo en el caso de ellos, pese a que beben de lenguajes actuales, no negocian con sus principios en el arte. Hay una producción absolutamente honesta. Por ejemplo, Flavio Álava, pese a que es entre ellos quien vive hace 30 años fuera del país (en Suiza), aún es absolutamente notoria su conexión filial con lo popular.
¿Y cómo crees que las obras de estos artistas le hablan al Guayaquil de hoy?
Hasta ahora hay un juego con la fatalidad de Guayaquil, en donde el humor tiene su lugar. Por ejemplo, en Marco Alvarado se nota una denuncia tremenda en su trabajo, incluso desgarradora, pero en sus guiños a lo visual-popular, uno inevitablemente suelta la risa. Eso mismo resulta una estrategia de sublevación ante la fatalidad.
¿Cómo afectó tu trabajo como crítica y curadora en tu encuentro con La Artefactoría?
Yo había estudiado Literatura y Psicología, pero aunque eran áreas fascinantes, no eran mis espacios. En ese momento tenía 24 años y trabajaba en un banco, algo que me era absolutamente ajeno. Repentinamente descubrí a La Artefactoría y me increpó mucho lo que hacían, su relación con la ciudad, su ímpetu contestatario. Entonces empecé a escribir de una manera muy espontánea. De su mano encontré aquello que Kamnitzer denomina el conceptualismo latinoamericano. Ellos daban cuenta de que había un modo de articular el lenguaje muy singular, la mezcla de lo propio, de las raíces, el cruce de fronteras, de lo popular, la expresión estética del dolor, la fiesta y el horror. Era la emergencia de ese conceptualismo latinoamericano porque Latinoamérica estaba en emergencia. Obviamente todo esto hizo que sintiera que esta fuese mi casa, mi espacio para inquietar preguntas personales.
¿Cómo llegas al título de esta muestra: “¿Es inútil sublevarse?”?
En primera instancia el nombre era No todos somos revolucionarios, pero al final no fue aceptado, creo que por obvias razones del contexto. Luego tuvimos cambios de fechas de la inauguración. Al final quedó en que sea el 15 de noviembre su apertura. Para mí eso fue alumbrador, porque es la fecha de conmemoración de la masacre obrera en 1922. Paralelamente encontramos una foto de Elsa Bucaram, que fue alcaldesa de esta ciudad entre 1988 y 1991, imagen que está en una de las paredes de la muestra. A mi criterio eran dos señales, la de la masacre obrera: la historia recordándonos una vez más la necesidad del levantamiento ante el horror, y la imagen de Elsa como síntesis de los ochenta: la barbarie. Además, este registro de Elsa Bucaram tiene lugar en el 89, cuando protagoniza el recordado episodio de repartición de juguetes, que se produce en medio de la fiesta y el desastre. La Artefactoría en ese año también realiza su última muestra: Caníbales, que se dio en el Museo Municipal y surgió como respuesta a todo lo que estaba pasando. Paralelamente a estos hallazgos, en un grupo de estudios de Lacan en el que estoy, leímos un texto de Focault sobre tal tema y la frase Es inútil sublevarse se me significó en tanto imagen. El enunciado, sin signos de interrogación, dejaba sin esperanza a la gente, así que decidí que quede como pregunta. El significado, entonces, se abrió y se mantuvo así la fuerza de la sublevación como gesto inevitable, que no está pensando como la revolución -que demanda una organización, como decía Foucault-, sino como una necesidad irremediable ante lo que acontece.