Por Francisco Garcés / La Barra Espaciadora
Esta historia empezó la madrugada del 30 de noviembre del 2000, en la cumbre del majestuoso Cotopaxi, a 5.897 metros de altitud. Desde ahí divisé hacia el norte el Cayambe, estaba a un pequeño salto de cumbre a cumbre y lo concebí como mi siguiente objetivo.
Pasaron 10 años para que me propusiera por fin intentarlo pero lo cierto es que mi intención duró pocos días y se frustró con la trágica muerte del amigo aquel que en la pendiente lateral de Yanasacha, en el Cotopaxi, con su «¡vamos viejito!», me impulsó a dar el gran salto hasta la cumbre.
Una mañana de abril del año siguiente, poco después de mi cumpleaños, mientras veía a través de la vitrina de un local comercial del norte de Quito, clavé los ojos en una fotografía que me resultó familiar. Fue un impulso, tomé el teléfono y marqué… “No sé qué pensarás, pero con vos o sin vos, estaré en la cumbre antes de que finalice el año», recuerdo que dije, casi en tono de amenaza.
«¡Ya, pues!», fue la respuesta del Alex y en menos de un minuto habíamos sentado el objetivo.
Pasado el medio año nos pusimos en rumbo y empezó la preparación. Una montaña tras otra con un grupo que se había juntado a nuestro objetivo. La presión fue excesiva y faltando unas pocas semanas para el día fijado, a fines de noviembre, empezaron a desertar uno tras otro. Al final, como una premonición, nos quedamos nuevamente en Quito. Así entramos al 2013 y nuevamente una vista lejana del nevado me hizo tomar el teléfono y llamarle. Esta vez dudó pero al final no fue difícil convencerlo. Él estableció el plan de entrenamiento y nos pusimos en marcha.
La montaña enseña a caminar
Para garantizarnos la escalada decidimos hacerla los dos. El Alex, nuestro guía Cristian y yo nos instalamos por la tarde en el refugio Ruales-Oleas-Berge, a 4.700 metros de altitud. Ahí nos prepararnos para una muy corta noche y una larga escalada.
Lo primero: un té caliente sentados a la mesa del centro de la planta baja. Casi sin darnos cuenta el glaciar apareció por la ventana, a la altura del mismo refugio. ¡Un espectáculo de claridad, casi un buen presagio para lo que debía ser el día siguiente! Pero la oscuridad en la montaña llega antes. A las siete estábamos terminando de comer y recordando las reglas del ascenso. La voz de Cristian suena a advertencia. Aunque el Alex y yo compartimos la experiencia de haber llegado a la cumbre del Cotopaxi, el trato es como a cualquier turista primerizo en las nieves: “Si alguno se enferma los tres bajamos… si uno ya no puede continuar, todos regresamos, necesito saber todo lo que sienten… las órdenes se cumplen sin cuestionar… ”, escuchábamos los dos con la cabeza baja mientras probábamos los últimos sorbos de nuestro té. En el fondo estoy seguro de que con el Alex pensábamos lo mismo, en la permanente lucha entre la confianza del entrenamiento y la duda de que sea suficiente, conocíamos las reglas de memoria.
La noche no fue buena. Antes de las ocho estábamos en nuestras fundas de dormir tratando de encontrar el sueño entre las ansias y el dolor de cabeza. No sé cuánto tiempo duró mi sueño, sin duda fue muy poco, a las 11 de la noche sonó una alarma y unas 30 personas, casi sin decir palabra, nos levantamos al mismo tiempo y repetimos las mismas tareas para alistarnos. Una primera capa de ropa para mantener el calor, una segunda térmica y más gruesa daba paso a una tercera aislante e impermeable. Hasta ahí todo bien, las botas rígidas, una tortura. Ponérselas adecuadamente a esa altitud es todo un ejercicio de paciencia y es suficiente para empezar a sudar. Ni qué decir del esfuerzo que implica tratar de ajustarse adecuadamente el arnés por sobre toda la ropa.
Luego de otra taza de té, un pedazo de queso y una rodaja de jamón, el gorro, la linterna en la frente, la capucha, los guantes, la mochila a la espalda, la piqueta y el salto fuera del refugio, ¡al helado clima de la medianoche! Una pequeña charla final de seguridad, el choque de puños y piquetas y a caminar…
El primer tramo es una montaña de grandes rocas apiladas que se debe subir a un ritmo sostenido. Los grupos, uno tras otro, van encontrando el paso. Casi no hay diálogos. Muy pocos. Es el momento para medir las fuerzas y sentir, sentir las botas, sentir el ajuste del arnés, sentir la movilidad que permiten los tres pantalones, sentir cuánto se puede sudar en medio de ese frío. Superada esa primera parte, una planicie en medio de la oscuridad y uno de los pocos diálogos rompen el profundo silencio de la noche. Cristian explica que a la izquierda hay una laguna, que en la penumbra es imposible verla pese a que nuestras linternas apuntan juntas hacia el sitio. El olor a azufre nos recuerda que la montaña está viva y que nos está abriendo el camino.
Hora y media más tarde, ya en un franco ascenso, todos se detienen, es hora de tomar pose de escalador serio y ponerse los crampones (plataforma ajustable de acero que se fija a las botas, con puntas de cuatro centímetros que sirven para caminar en el hielo y la nieve). Uno clava la piqueta en el hielo y trata de estabilizarse evitando resbalar. Luego de conseguirlo hay que sacarse los guantes, bajar la mochila y ponerse los crampones. Todo tiene que ser matemático y bien hecho, nada puede quedar suelto o mal puesto. El error puede determinar un retraso o, peor, un accidente. Entonces se toma la primera decisión grupal, comprobamos que todos estamos bien y aptos y decidimos cómo se formará nuestra cordada (grupo de tres o cuatro personas que caminan separadas por tres metros de cuerda entre cada uno). El orden es importante: abriendo la cordada va el guía y al final va el más fuerte. Me tocó en el medio y debía moderar la marcha evitando la tensión de la cuerda… y jamás me imagine que ese sería un trabajo tan complicado.
Atados y dispuestos empezamos la marcha sobre el hielo. Inmediatamente los diálogos terminaron, el hielo dio paso a la nieve y de ahí en adelante todas eran conversaciones internas mientras pasaban las horas de caminata, casi sin interrupción.
Era una noche maravillosa, perfectamente clara, estaba ahí, caminando sobre las nubes ya en medio del espacio. Las estrellas fugaces iluminaban su paso y la luz de la luna era la que permitía ver a lo lejos los contornos rugosos de la inmensa montaña. Ahí, hacia la derecha, la cumbre, una imagen fantasmagórica en medio de las tinieblas.
“No hice todo esto para quedarme aquí”
Fue más de una década la que esperé para estar ahí pero no había cumplido ni un tercio del recorrido y los estragos de la altura y el esfuerzo se presentaron sin contemplación. Lo primero fue el dolor de cabeza que a cada paso se hizo más fuerte. Sabía que no era del todo extraño y decidí simplemente soportarlo sin decir una sola palabra, tratando de concentrarme en mis pasos sin más pensamientos. Pero no mucho tiempo más tarde empezó el mareo. Eso no había sentido nunca en la montaña. Empecé a preocuparme cuando se me hizo complicado seguir los pasos del guía, y se hizo común que a un paso de frente siguiera otro hacia un lado. Sentí miedo en la pendiente mientras trataba de sostener el paso, evitar que la cuerda se tensara y a la vez que mi compañero, al final de la cordada, también tensara su parte y me detuviera bruscamente.
Algunos tirones de la cuerda que detuvieron mi paso estuvieron a punto de desesperarme. Di vuelta y le grité al Alex que avanzara. Después decidí no hablar y me limité a responder con otro tirón y seguir, forzando un poco la marcha. Sentía que mis piernas respondían, me sentí fuerte, no tenía problemas y sabía que mi entrenamiento había servido. Era mi cabeza la que ahora me traicionaba, el mareo y el dolor se intensificaron y metros más arriba llegó la náusea. Sabía que no tenía nada que vomitar así que el esfuerzo, una y otra vez, sobre la misma marcha, fue infructuoso, pero demasiado demandante para mantener el ritmo de ascenso. Tuve que obligar a una parada. Me arrimé a una roca expuesta y sentí sueño, no pude quitarme la mochila y tampoco los guantes y decidí recuperar el aliento y dormir, el Alex y el Cristian estuvieron de pie a mi lado. No recuerdo qué conversaban. Me sentía como si estuviera en medio de una gran borrachera, de esas en las que uno no tiene claro el momento en el que pierde la conciencia. ¿Estás bien? Me preguntó Cristian, el guía. A menos de cinco minutos de haber llegado, no había recuperado el aliento y respondí con un lastimero “no”. Era un momento crucial y todo dependía de mí. «¿Seguimos?», preguntó el Cristian y tomando fuerza bosquejé la frase que me repetiría decenas de veces de ahí en adelante: “no hice todo esto para quedarme aquí…”
Vencer los límites
La montaña siempre es un reto para cualquiera, pero para alguien que se propone una cumbre, este reto significa reconocer sus propios límites y procurar superarlos. En este juego siempre interviene el factor físico pero más que nunca el sicológico. Y sin que sea mi intención que este relato se convirtiera en una confesión, debo reconocer que emprendí esta aventura con más temores que nunca, enfrentando la lesión de una rodilla y tratando de superar recaídas que en los últimos años han ocasionado que ya no tuviera el mismo estado físico con el que superé la altitud del Cotopaxi.
Sobre los 5.000, cada metro sumado cuenta y el absoluto silencio de cada paso es propicio para repasar recurrentes pensamientos y entablar importantes diálogos con uno mismo. Al inicio fue darme cuenta de que el entrenamiento sí había surtido parte del efecto deseado, pensamientos al respecto del privilegio de disfrutar del paisaje, pero la mayor parte del camino el tono fue distinto. Si quien lee esta crónica quiere saber cuántas veces me maldije por someterme a tal tortura en medio del mareo y el dolor de cabeza, puedo decir que hubo un tramo en el que la cantidad de maldiciones era igual al número de pasos que daba. ¡Cómo alguien que no está preparado para asumir este reto se embarca en él y es capaz de someterse a tal sufrimiento! Es curioso, pero ese también fue un pensamiento recurrente en la montaña. La diferencia está en que las cuestiones de la vida, a esa altura, siempre implican decisiones trascendentes y dejar atrás, por mucho, a la sencillez de las decisiones de nuestro diario caminar.
Así fue que cuando sentí otro bajón, empezó a aparecer en el horizonte la luz del sol, un espectáculo de azules profundos pintó la silueta del coloso que pisaba, así como de otros que a lo largo de la cordillera empezaban a aparecer como despertando de una larga noche, pesada como las nubes que habían decidido asentarse mucho más abajo. Como si hubieran decidido una altura mínima para obstaculizar el disfrute de ese espectáculo a quienes estaban empezando otro día de sus cotidianas vidas, pero no para nosotros, quienes habíamos decidido recibir el día por sobre ellas. Tras hacer otra parada de rigor y después de las concebidas reflexiones y preguntas, repetí en voz alta “no hice todo esto para quedarme aquí…”
15 minutos de vida
El dolor de cabeza empezó a ceder y al mismo tiempo mis ganas de vomitar. Eso ocurrió en el momento justo, en el punto de no retorno, faltando unos 200 metros para llegar a la cumbre, tramo que se hace casi sin paradas, excepto una muy corta que sirve para prepararse a subir los escalones dibujados sobre una rampa casi vertical de unos 25 metros de altura. Hay otra igual que, al ser superada, permite disfrutar de la vista sobre la arista que enfila a la cumbre.
Pese al esfuerzo que implica este tramo, lo disfruté especialmente. Recuerdo incluso haber roto nuevamente la regla y haberle dado un par de tirones a la cuerda para que el Alex apurara el paso en cierto momento. No lo hice para acortar el tiempo sino para demostrarme que físicamente tenía algo más que mi cabeza no me había dejado demostrar.
Tomé con confianza la última rampa y ahí encontramos a nuestro paso varios grupos de regreso de la cumbre. Fue entonces que con un “¡buena cumbre!” y un amistoso choque de piquetas de los escaladores que venían de regreso, me di cuenta de que había alcanzado mi objetivo. 5.790 metros de altitud, la cumbre del Cayambe, la tercera montaña más alta del Ecuador estaba a mis pies. No había nada más alto que yo a 150 kilómetros a la redonda y desde ahí, aunque las nubes ya se habían levantado, podía ver a lo lejos la cordillera, la mitad norte del país y hasta una parte del sur colombiano.
Los consabidos abrazos y felicitaciones de todos los escaladores en la cumbre, las fotos, las conmemoraciones, los rituales personales, las lágrimas… Son 15 minutos de vida intensa, 15 minutos sin comparación, 15 minutos que, aunque se pueden vivir en compañía del grupo de escaladores, son los más íntimos. Durante esos 15 minutos uno puede creerse superior por haber conquistado la majestuosidad del coloso pero, sin duda, asimilará el inevitable sentimiento de ser solamente un minúsculo punto en medio del paisaje, una presencia insignificante y extraña entre la grandeza. Una concesión de la montaña que ha dado el privilegio de encontrar esa verdad en la cumbre.
Había llegado a la cumbre y solo entonces me di cuenta de que había olvidado que esa conquista solo representaba la mitad del camino…
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Experiencia
Alex Ortiz
Como habíamos llegado al refugio un poco tarde no pudimos hacer la práctica de glaciar así que decidimos preparar las bolsas de dormir, comer sano y alistarnos para la fría mitad de noche que teníamos por delante, ya que debimos despertarnos a las 23h00 para vestirnos, tomar algo y salir.
Así fue como el asalto estaba por perpetrarse. Salimos un poco atrasados, a las 00:30, con nuestros equipos y linternas listos. Una hora de caminata en rocas y un sendero que apenas estaba visible hasta la entrada del glaciar donde nos pusimos los crampones y tuvimos nuestra última charla de seguridad. Los precipicios eran inmensos pero por suerte estaba oscuro y no los veíamos de subida.
Por seguridad es mejor no tener distracciones y no escuchar música mientras se sube, así que, desobediente como siempre he sido, me puse un solo audífono y empecé a seguir la cordada cuesta arriba.
A los pocos minutos, a pesar del esfuerzo, repare en el cielo. Lucía increíblemente estrellado, se veía todo, la Cruz del Sur, la Osa Mayor, el cinturón de Orión, estrellas fugaces y una luna menguando como si se resistiera a dejar de darnos esa claridad calmada durante la madrugada.
En ese momento venían a mi mente los pensamientos y las preguntas de la vida. A pesar de estar conectado a la línea de seguridad y tener un equipo de personas conmigo, me sentía dentro una soledad inmensa cuando batallaba entre disquisiciones humanas: los amores, las guerras, los antes y los después, los ahoras, los jamás. Me dije a mí mismo “Estoy disfrutando tanto esto!”.
Habíamos llegado a 5200 m.s.n.m. y olía fuertemente a azufre, signo de que los colosos en nuestros Andes están aún vivos y respiran. Descansamos. Algo de comida. Respiré hondo y continué. A las 04h00 empecé a sentir que los dedos de mis pies se estaban congelando. Tuve que cambiar de música para que me ayudara a estirar y retraer los dedos a su ritmo.
A las 05h30 los primeros rayos de sol, como dos hermosos ojos entre las nubes, venían del oriente infinito. Regresé a ver a la cumbre y vi que aún me faltaba un poco menos de la mitad del camino. Mis fuerzas flaquearon en ese momento pero regresé a ver a mi primo, quien me enseñó el oficio de caminar en las montañas, y me tranquilicé. Nadie nos iba a bajar de ahí. Nunca ante había sentido tan claramente los latidos de mi corazón y la sangre fluyendo con dificultad en mi cerebro, pero nada podía hacerme regresar a ver hacia abajo, ni hacia arriba, solo me concentré en la marcha y en evitar que se congelaran mis dedos.
Eran las 08h20 de la mañana cuando los otros montañistas nos encontraron de regreso. “¡Vamos!”, nos dijeron, “¡faltan solo unos minutos!”, y así fue, el asalto terminó en una cumbre hermosa. Parecía que caminábamos sobre las nubes. Momento para las fotos, las lágrimas, la felicidad, y para atender incluso las necesidades más básicas colaborando con la humedad local. ¡Tanto esfuerzo y tan poco tiempo en la cima! Puede parecerse al proceso de la vida. Entonces comprendí que lo que más había disfrutado no era estar ahí arriba. Ese era solo el complemento a todo el esfuerzo de la subida. El retorno a casa desde casi 6.000 metros resultó el más largo de mi vida. Es que la senda se construye paso a paso y lo mejor es disfrutar de cada uno de ellos. ¡Intentémoslo!