Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar
Los vieron pasar corriendo rumbo al cementerio. Afuera, en la calle principal de Quinindé, olía a carne frita y a empanadas, a algodón de azúcar y a fiesta. Los puestos de comidas y de flores recibían la luz intermitente de las balizas de una patrulla policial que aguardaba estacionada frente al portón principal. Los tres muchachos saltaron como venados perseguidos entre los aguateros, entre los ancianos, entre los machos y las jovencitas acicaladas y hormonales. Parece que están escapándose de alguien, se escuchó por ahí decir, como quien dice parece que va a llover. Entraron casi sin tocar a nadie. Rozaron el brazo gordo de una mujer de largo y lacio cabello blanco que se balanceaba sobre unas sandalias doradas escogidas para la ocasión.
Los tres muchachos saltaron como venados perseguidos entre los aguateros, entre los ancianos, entre los machos y las jovencitas acicaladas y hormonales.
Pero no iba a llover. Aunque el sol caía ya a esa hora de la tarde, el calor derretía el asfalto y volvía borrosas las paredes blancas del panteón. Olía a pintura y a cera ahí dentro. Los vendedores de velas y de colada morada no se inmutaron. ¡Velas, velas, agua hela’, velas, agua! Los tres venados avanzaban entre los niños que jugaban trepando sobre las tumbas, entre las familias que recogían los restos de la comilona que habían compartido esa tarde con sus muertos. Uno de los muchachos –que no llegaba a los diecisiete– agachó su cabeza para no chocar contra el paraguas violeta de otra mujer de melena blanca. ¡Jugo’e coco, jugo, jugo para el calor, coquéate, coquéate! El que iba detrás ya no tuvo que esquivarlo pues la mujer cambió de mano el paraguas. El tercero rebuscó algo en su bolsillo y avanzó fácilmente por el camino que ya habían abierto los otros dos. O estarán buscando a alguien…, soltó una voz lejana. Luego, los tres se perdieron entre la multitud, veloces, decididos, como hienas babeantes.
Los tres venados avanzaban entre los niños que jugaban trepando sobre las tumbas, entre las familias que recogían los restos de la comilona que habían compartido esa tarde con sus muertos.
Aunque el aire era más fresco cuando cayó por fin la noche, el cementerio municipal del pueblo –ese laberinto de basura y cruces de piedra despostillada– estaba colmado de deudos borrachos y comerciantes que lloraban o brindaban con pílsener o con aguardiente. ¡A ver la cola’ mora’, a cincuenta centavos! Un grupo de niños jugaba a esconderse detrás de los muros de los nichos abandonados mientras un sexteto de músicos rasgaba guitarras y requintos, ofreciendo una serenata de pasillos a los muertos de los otros, a cambio de unas monedas. Un perro negro, impávido hasta el trance, dormía dentro de un sepulcro desocupado para refrescarse un poco. Nadie vio cuando uno de los chicos salió del cementerio con una camiseta distinta a la que llevaba al entrar a la carrera. Él solo cruzó el umbral del portón principal y se desvaneció entre el humo de las frituras, las luces policiales y los globos de colores.
“Yo a ese hijueputa lo mato, ¡lo mato!”, salió diciendo otro de los mancebos después, con el torso descubierto, envolviendo una parte de su nuca sangrante con el trapo que ahora era su camiseta. La herida larga era una raya tímida sobre la piel que solo se adivinaba por la manera de caer que había elegido su sangre. Los que pudieron verlo dieron un paso atrás, trepados sobre las tumbas, para dejarlo pasar sobre otras tumbas y sobre otras cruces y sobre la basura. Una mujer –oculta debajo de la manta oscura de la noche– agitaba sus brazos con el ánimo de la pereza: ¡Mijo está que sangra mucho allá atrás!, dijo, y se borró en la penumbra donde otros muertos ciegos servían vasos de cerveza para sus deudos.
“Yo a ese hijueputa lo mato, ¡lo mato!”, salió diciendo otro de los mancebos después, con el torso descubierto, envolviendo una parte de su nuca sangrante con el trapo que ahora era su camiseta.
Es que no importaba a nadie lo que nadie veía. El venado malherido –con los labios adelantados por la furia vengativa–, se soltaba de los escasos brazos que querían retenerlo. Iba detrás de alguien, de nuevo, hasta que lo que le iba quedando de sangre le alcanzara.
Un espeso calor de vivos –trepando como palma invisible– sostenía el vuelo de un grupo de gallinazos que dibujaba círculos en el cielo de los difuntos, justo cuando el venado se volvió hiena. Abajo era la fiesta, la tristeza y la sed. ¡Agua hela’, agua, agua hela’! ¡A ver, a ver, la cola’ mora’!