Por Cristina Burneo Salazar
Con sus pájaros
o con el recuerdo de sus pájaros,
con sus hijos
o con el recuerdo de sus hijos,
con su pueblo
o con recuerdo de su pueblo,
todos migran.
Alberto da Cunha Melo
En marzo de 2014, Noemí Álvarez Quillay hacía un viaje de Cañar a Nueva York para reunirse con sus padres. Era un viaje provocado por la falta de trabajo y por la pobreza. Esas dos razones obligan a miles, millones de ecuatorianos a migrar. Noemí tenía 12 años y se iba en manos de coyoteros porque sus padres no podían viajar con ella. Ellos tenían los brazos listos para recibirla en Estados Unidos e iniciar los difíciles pero esperanzadores procesos de reunificación familiar que atraviesan las familias que por la migración han tenido que aprender a vivir separadas. Noemí fue violada en México. En el albergue La Esperanza, de Ciudad Juárez, se ahorcó con un cinturón colgándose de la ducha.
Somos más de un millón de trabajadores fuera de Ecuador. Sabemos bien lo que es ser un país migrante, ver familias separadas, poner a los niños en manos de traficantes. Hoy, cuando convivimos con comunidades venezolanas, colombianas, haitianas, olvidamos demasiado pronto que somos un país de migrantes. Ese olvido es una forma de violencia.
Este 1º de mayo, la memoria de Noemí tiene que venir a derribar el muro de odio y de xenofobia que nos separa de otros migrantes económicos, porque ellos son nosotros. Venezuela, Haití, Colombia, somos nosotros mismos.
“Nos quitan los trabajos”. “En vez de una venezolana debería trabajar allí una ecuatoriana”. El discurso xenófobo gana cada vez que nos equivocamos de estas maneras tan hostiles. Cada equivocación nuestra es cada vez, sin excepción, una agresión contra la vida de una persona. La división del trabajo entre migrantes y no migrantes es la farsa mejor montada de los poderes económicos para hacernos pensar que el problema es la migración trabajadora, cuando en realidad lo que nos rompe es el cerco de pobreza que se construye alrededor de todos nosotros. Hacemos de ese cerco un ring de boxeo cuando tendríamos que aliarnos contra esos poderes, aun en nuestra precariedad.
Cada vez que alguien dice “nos quitan los trabajos”, pienso en mi familia migrante afuera; en generaciones de mi familia que migraron desde Guaranda y Loja a Quito; en todas las familias que tienen a alguien en España, Estados Unidos, Italia, que vinieron del campo a la ciudad, o en quienes se han visto obligados a irse de sus comunidades porque les han invadido las mineras, las petroleras. Los migrantes son gente valiente, muy valiente, porque en esos desplazamientos humanos dolorosos han sido capaces, sin embargo, de sobrevivir y de mantenerse de pie a pesar del odio cotidiano. A pesar de que cada día de su vida alguien les hará sentir que “vinieron a quitarle el trabajo” a otra persona.
Noemí Álvarez Quillay tendría hoy 15 años. Se suicidó porque sus padres, que habían tenido que migrar, no podían protegerla ni viajar con ella. Noemí se suicidó también porque se acumulaba en su vida breve una cadena de violencias que vienen del capital y de la desigualdad, no de otros migrantes como ella.
La falta de trabajo expulsa de sus países y de sus comunidades a pueblos enteros. Por un 1º de mayo que nos haga imaginar un mundo en donde Noemí no hubiera tenido que atravesar sola las fronteras de América Latina para terminar ahorcándose en el cuarto de un hotel a los 12 años. Por un 1º de mayo migrante en donde seamos capaces de pensar y sentir como migrantes.