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El silencio de Tito

Por Ana María Calero* / @anamariacalero

Para Mónica López, la noche anterior fue más larga que cualquiera pero el cansancio había desaparecido. Sentía alivio. Sentada junto a la cama de su hijo Tito, lo miraba por fin descansar luego de una serie de convulsiones.

Tito nació con ayuda de una partera, en una pequeña vivienda cerca de la costa de Puerto López, en la provincia ecuatoriana de Manabí. Ella tenía 20 años y Tito era el primer hijo de cuatro. Jamás tuvo un control prenatal. Las horas que pasaron entre las contracciones y el nacimiento causaron falta de oxígeno al bebé y, como consecuencia, una parálisis cerebral severa. Casi un año después, Mónica obtuvo el diagnóstico médico y supo cuál sería la condición que regiría el resto de sus vidas.

Con el transcurso del tiempo las crisis han aumentado: Tito puede llegar a sufrir más de diez convulsiones en un día, lo que disminuye progresivamente su actividad cerebral.

“Cada cosa tiene su momento”, me dice esta mujer de baja estatura, piel morena y rasgados ojos cafés, que tuvo dos niñas más y un cuarto varón. Ella nunca escuchó a su primogénito llamarla “mamá” y sabe que eso ya no sucederá. El sonido de su voz nunca regresará, sin embargo,; al mirar sus ojos ella sabe que él la reconoce.

***

Los rayos del sol aún no llegan a la ventana de su cuarto, pero para Mónica el día empezó.  Sale lentamente y se dirige hacia el único lugar que sus ojos conocen: la playa. Es el momento en el que puede andar con un poco de calma, como esperando que el trayecto demore más que de costumbre. Mientras toma aire y sin levantar la mirada, busca en su cabeza las palabras exactas: “Yo sé, parece que nunca he salido de esta tierra, que mi espíritu no conoce más que las cuatro paredes de mi cuerpo, pero todo ha ido tomando sentido desde cuando entendí que él podía sentirse libre si yo estaba a su lado. ¡Es mi hijo, y sin él mis brazos estarían vacíos!”. Intenta seguir, pero los leves suspiros entrecortados debilitan su voz. Casi la han apagado, parece que empezara a hablar consigo misma.

Mónica mira cómo el mar borra las huellas que dejan sus pies sobre la arena. Se frota las manos y recuerda el escalofrío que sintió hace treinta años, cuando los médicos le dijeron que Tito viviría poco tiempo. El silencio de la playa -solo interrumpido por las olas al reventar- ahora se pierde detrás del barullo de los pescadores y de las voces de los turistas que han llegado para el desembarque. Antes de que el amanecer ilumine por completo el cielo, el lugar se convierte en un pequeño mercado improvisado. Algunas mesas de madera, cuchillos y baldes ocupan el espacio de las ventas. El fuerte hedor que emana el pescado al ser rebanado sobre una gruesa tabla se mezcla con el aún más penetrante olor a la sangre que resbala por las mesas hasta la arena. Pero el mar se encarga de borrar esa mancha enseguida.

Un solo corte en la boca del pescado. Otro corte se extiende hacia su vientre, continúa por el dorso y por las agallas hasta terminar en la cola. El hombre que corta utiliza sus dedos para sacar las entrañas. Las depositada en un balde para que las gaviotas hambrientas que revolotean alrededor las devoren. Las más atrevidas se cruzan entre las piernas de los pescadores sin temor. Los minutos pasan y decenas de embarcaciones continúan llegando. Los hombres que pasan semanas enteras en el mar están de vuelta.

Durante dos horas, Mónica permanece entre estos restos, recogiendo la piel del pescado muerto y rebanado. Esa piel escamosa es la materia prima para llevar adelante el negocio que montó en su casa, junto a sus hijas. Qara es el nombre que le dieron. Significa cuero, en kichwa. Las tres mujeres trabajan en 19 procesos que duran seis días, para lavar, teñir y diseñar la piel hasta convertirla en joyas.

Cuando el calor se apodera  del lugar, Mónica ha logrado recoger 20 libras de piel de corvina, róbalo  y dorado. Ella se sienta exhausta sobre la arena y espera. Espera. Entonces, cuando ha esperado ya bastante, el alivio se refleja en su mirada y en las comisuras de sus labios se sostiene una ligera sonrisa. Su esposo, Carlos, es el hombre que salta del pequeño bote que acaba de llegar.

***

El día apenas empieza para el resto de habitantes del pueblo. Mónica y Carlos, en cambio, van de vuelta a casa, donde Tito es ahora quien espera por ellos, sentado frente a la ventana. Mónica le prepara el desayuno. Él mira a través del cristal. Es lo primero que siempre hace después de despertar. Mónica revive sus recuerdos al mirar a su niño eterno encerrado en el cuerpo de un hombre. Ella aún tiene que levantar con sus brazos y acurrucar a ese hombre de treinta años, a pesar de que sus fuerzas van disminuyendo. Ya tiene cincuenta años y más de la mitad de su vida ha dedicado a esta misma rutina. Luego, en un sencillo acto de amor, la madre intenta unir sus manos junto a las de su hijo.

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Foto: Eduardo Flores

La jornada nunca termina, realmente, pero cada noche, Mónica arrima a su pecho el cuerpo de su hijo. Sus miradas se cruzan a ratos, como ráfagas fugaces, pero no hay distancia entre ellos. El silencio al final del día regresa y delata su complicidad. Tito levanta su mano y apenas alcanza a acariciar el rostro de su madre antes de que su mirada se desvíe, persiguiendo a algún transeúnte o atendiendo a su hermano menor, que juega fútbol allá afuera, en la calle.


La discapacidad se puede desarrollar en estado prenatal, durante el parto y por factores genéticos. En el Ecuador, un 37% de la población tiene discapacidad física,  24 % discapacidad intelectual, 13% discapacidad múltiple, 12% discapacidad auditiva y 9% visual. El estudio biosicosocial realizado en el 2009, determinó que en el Ecuador por cada 100 habitantes, 2,8 personas viven  con algún tipo de discapacidad. La primera causa de esta condición, es el paso de los años, 100.000 personas adultas mayores viven con reducción de sus funciones vitales, por el proceso normal de envejecimiento, la segunda causa son los accidentes en el hogar,  luego están las enfermedades catastróficas y finalmente los  accidentes de tránsito.  


*Ana María Calero nació en Guaranda, Ecuador, en 1984. Ha ejercido el periodismo judicial y la crónica roja.

 

3 COMENTARIOS

  1. monica es una mijer muy luchadora cuadno llegas a su casa te hace sentir àrte de su familia y el amor la dedicacion que monica y su esposo dan a tito te llena el corazon de gozo te hace ver que grande es el amor de madre !
    felicicades monica por todo lo que has logrado !
    tito luz de tu hogar!

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