Por Armando Cuichán / La Barra Espaciadora.
Son las cinco de la madrugada de un lunes sin luna; afuera de la casa, las hojas de los árboles susurran secretos mientras el aire frío del Cayambe azota el bajío.
Adentro, Patricia lleva ya una hora de quehacer. Salvo la ensalada de tomate, que acompañará al arroz con lenteja en el almuerzo, tiene todo listo. Ya levantó, bañó, vistió, peinó y le puso los guantes y la gorra de lana al Chris, su hijo de seis años. Ahora deben salir. Veinte minutos de camino a pie bajo el azul profundo del amanecer para tomar un bus rumbo a la ‘capital’, al centro para niños con capacidades especiales, donde estudia el pequeño.
Christopher nació prácticamente ciego. Su discapacidad se originó mientras estuvo en el vientre de Patricia. Durante su embarazo, ella trabajó en una empresa floricultora, ubicada en la zona de Malchinguí. Allí empezó la afectación en el nervio óptico que ha marcado la vida del Chris, y por supuesto, la de su madre, quien también enfermó. La pudiente empresa no entendió razones ni súplicas. Ella quedó con la saliva amarga, con sus ojos tristes, desempleada y sin liquidación, en las postrimerías del alumbramiento de su segundo hijo. Dos meses después de haber nacido, ella descubrió el problema del pequeño y desde entonces empezó su ‘rosario’ de visitas a los jerarcas de bata blanca, pero ninguno de esos médicos le dio esperanzas. Tan solo explicaron las causas de la ceguera del Chris: los productos químicos empleados en la floricultora, al contacto con la piel de la madre embarazada provocan alteraciones genéticas graves e irreparables.
Ya en el bus de vuelta a Quito, antes de las siete de la mañana, Chris aún duerme en los brazos de Pati, mientras ella hace cálculos mentales y disminuye centavos de su fondo para comprar los alimentos y los traslada al fondo para el tratamiento médico. Cualquier excedente que pueda obtener le permitirá atender continuamente a su hijo, mientras él aprende a desenvolverse con el bastón, a leer y a escribir en braille.
Patricia está consciente de que los subsidios estatales, más el sueldo de su esposo, más los ingresos que ella mismo aporta son insuficientes para satisfacer los costos que demanda criar a un niño con capacidades especiales. Por esto, aparte de atender una hostal los domingos, confeccionar artesanías y vender sus tejidos, aspira a conseguir otro empleo que le permita una mayor holgura económica.
Christopher se mueve lento, se quita la pereza en un bostezo. Levanta un brazo y abre los párpados para despertar cuando están a punto de llegar a la parada final. Todavía en el regazo de su madre, la abraza y le susurra: “Te quiero mucho, mami. Eres como la luz de mis ojos”. Ella le sonríe, mira el vacío en el rostro del Chris y responde, en el mismo tono que tienen los niños: “Sí, mijito…, es que tú eres la luz de mi vida…”.
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