Del desplazamiento de personas sordas para aprender lengua de señas
Por Pablo Campaña
En la sala principal del cine Ocho y Medio, en Quito, las butacas estaban llenas y la pantalla apagada. Sobre el proscenio las luces iluminaban una mesa con vasos de agua. Era la tarde del 18 de julio, cuando madres y padres de distintos países sudamericanos tomaron asiento y contaron cómo educaron a sus hijos sordos. Habían llegado a Quito para el Intercambio de Familias con Hijos Sordos y Derechos Humanos, y conforme iban compartiendo sus experiencias, se repetían los relatos sobre viajes a otras ciudades o países para que sus hijos aprendan lengua de señas. El paraguayo Rogelio Ocupamos fue más explícito diciendo que su familia sufrió un exilio, mostrando el desarraigo que suele acompañar a la discapacidad.
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Le hizo gracia la forma de corazón que tenía la crema que coronaba su capuchino. Un día después de que compartió su relato en el cine tomamos un café. Su cuerpo ancho, su barba blanca y sus huesos gruesos hacían creíble que Rogelio fue ganadero, allá en 1984, cuando su hija Lucía nació sorda. Un año después su esposa Marisa dio a luz a su segundo hijo, Jerónimo, quien tampoco escuchaba. A los pocos años todos tuvieron que exiliarse.
El exilio en Paraguay no es una palabra extraña, contó Rogelio. Las guerras primero y luego la dictadura de Stroessner (1954-1989) obligaron a los perdedores al exilio político. Luego vinieron -siguió explicando- los exiliados económicos que migraron a España y a Argentina en los años noventa del siglo pasado. Cuando Marisa observó que la escuela a la que iban sus hijos reunía a los sordos pero no les enseñaba modos de comunicarse, que se estaban quedando aislados, se dio cuenta de que a ellos también les llegó la hora de salir del país.
La segunda ciudad con más paraguayos en el mundo es Buenos Aires. Marisa fue en 1992 con sus hijos para que entraran a una escuela de niños sordos, mientras Rogelio iba con frecuencia desde Asunción, que está a 1 300 kilómetros en auto. Llevaba víveres y vituallas porque en Argentina la convertibilidad hacía que todo sea impagable. Más tarde vendieron todo lo que tenían en suelo paraguayo por un dinero que les permitía poca cosa y Rogelio se reunió con su familia. Trabajó dos años sin papeles, ganaba muy poco, la pizza en la calle era su pan de cada día.
Pero hay ángeles, dijo Rogelio con tono místico. Un paraguayo les prestó un departamento sin cobrarles nada. El exganadero comenzó a trabajar en una empresa de importación, sus hijos aprendieron lengua de señas argentina y comenzaron a leer. Hicieron amigos, salían a fiestas y poco a poco disolvieron la amargura de la incomunicación. La madre de Rogelio se quedó en Paraguay, lo que le dolía, pero la decisión de emigrar había valido la pena:
—Era el alivio de verlos a tus hijos en el lugar que tú dices ¡acá! Ese alivio te hace olvidar de todo. Puedes tener techaga’u -nostalgia en guaraní- pero quedaba en segundo plano. Tal era la felicidad de ver a tus hijos que aprenden, que están felices, que juegan, que reciben en la casa a los amigos.
La felicidad tiene formas breves. En el 2001 los Ocampos, por la crisis económica argentina, volvieron a migrar. Tras un paso por una escuela uruguaya, Lucía y Jerónimo regresaron a terminar la secundaria en Paraguay. Hicieron estudios técnicos en Buenos Aíres. Pero el hijo menor quería ir a la ‘Meca’ de los sordos, dice Rogelio. La Universidad de Gallaudet, en Estados Unidos, es donde las carreras son impartidas por personas sordas y en lengua de señas.
Jerónimo «en cinco años no levantó la cabeza del libro. Estudio muchísimo, es un tipo austero, disciplinado», afirmó con orgullo su padre. Rogelio tomó su último sorbo de café y dijo con la voz quebrada que en ese tiempo solo se vieron con su hijo una vez, los pasajes son muy caros. Ahora, con 32 años, Jerónimo está aplicando para quedarse trabajando, Lucía vive en Buenos Aires.
Marissa y Rogelio se quedaron en Paraguay. «Siempre estamos con esa cuestión de que no están con nosotros y que va a ser así». El trabaja en el Ministerio de Justicia exhumando los restos de personas desaparecidas en la dictadura, los que no pudieron exiliarse.
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Trasladarse de un lugar a otro es una experiencia común. Un viajero lo hace por negocios, vacaciones o porque tiene una búsqueda espiritual y peregrina. Un desplazado se traslada porque debe. Tiene que dejar su tierra porque van a construir, por ejemplo, una hidroeléctrica en ese lugar, porque un terremoto destruyó su casa o huye de guerra (hay 65,6 millones de refugiados en el mundo hoy). Pero las personas que viajan para que atiendan a su discapacidad no son consideradas desplazadas aún.
Pertenecen a un área de desinterés. A duras penas -dice la CEPAL- podemos contar cuántas personas con discapacidad hay en América Latina: 66 millones (el 12,6% de la población). Se sabe que la mayoría de personas vive en el área rural y que la sordera es la tercera condición que aparece más. No podemos ir más allá. Nadie puede pedir números de cuánta gente tiene que migrar por razones de discapacidad.
Lo que sí saben las familias es que sus hijos cambian de temperamento cuando no pueden hacerse entender. Sienten la asfixia de tener todas las facultades mentales -pero no el medio- para desarrollarlas. Es la ansiedad de ver a sus hijos con una mirada extraña lo que les fuerza a viajar para que aprendan a signar. Se desplazan para evitar que la sordera pase a ser un asunto de salud mental.
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Leticia Vele se sentó sobre un palo recostado en las afueras de su casa, estaba cansada de caminar con un vientre de seis meses de embarazo. Vivía en San Martín de Yurimaguas, un poblado en el norte de la Amazonía ecuatoriana. Su finca estaba rodeada de bosques y sumergida en un silencio que se interrumpió por el llanto de un niño. Sorprendida, regresó a ver para buscarlo, pero no había nadie cerca. Solo escuchó los pájaros y las ranas, y su panza vibraba.
Cuando le comentó el evento a su abuela, ella le anticipó: «el niño te llevó a una parte a ti solita para que escuches, algo te va anunciando, tienes que aceptar con calma. No es para todas las personas, solo para las personas anunciadas.» Tres meses más tarde, ya en 1996, nació su hijo Rudy. Leti -como le dicen- observó a los pocos días que «dormía como no haber nacido». Encendió un equipo de música en la habitación en la que estaba recostado y subió el volumen progresivamente, hasta que lo puso al máximo, pero el bebe no se perturbaba, nació sordo.
Dos años más tarde estaba en una ciudad grande recibiendo instrucciones sobre cómo tomar los buses. Había viajado diez horas hasta Quito -gracias al apoyo de unos sacerdotes capuchinos- para llevar a su hijo al hospital. Allí le confirmaron que no podía escuchar. Regresó a casa sin saber qué hacer. Rudy comenzó a hacer señas propias para comer, para ir al baño, pero tenía un semblante mustio. Tomaba la mochila y los cuadernos de sus hermanos simulando que iba a estudiar, pero no había escuela en ese lugar.
El silencio puede ser mutante. Cuando Leti le dijo a su esposo que tenían que ir a Quito para que su hijo estudie, el mutismo de su marido expresaba su desacuerdo. Ella, decidida, puso un letrero en su finca que decía: «SE VENDE». Hubo unos interesados y el negocio cuajó. Su esposo se mantenía callado, pero esta vez con resignación. Tomaron el dinero y se mudaron a la capital en el 2000.
Leti pasó de tener una finca (con chanchos, ganado, gallinas y una producción de café) a vivir en una terraza de un edificio en un barrio pobre de la capital. Habitaron unos cuartos todavía en construcción y compartían un baño con otras familias que vivían en la edificación. Su esposo se empleó de guardia de seguridad y ella lavó ropa de otros. La mitad de los ahorros la usaron para comprar audífonos para Rudy, pero no sirvieron para la sordera total de su hijo.
Como sucedió con Rogelio, todo hizo sentido cuando su hijo encontró el Instituto Enriqueta Santillán, en el sur de Quito. Su hijo aprendió lengua de señas y disfrutó. Este 2017, Ruby se graduó del colegio. Alegre, Leti sintió que hizo lo debía hacer. Hace poco compró una finca en el poblado del que partió años atrás, el campo la recibió con familiaridad.
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El 2013, la familia del esposo de Leila Flores insistió en que tenía que llevar a su hija sorda a Lima. Ella dijo que no, que de los hospitales a veces las personas salen peor, que no tenía dinero. Pero tanto insistieron que aceptó, con la condición de que la ayudaran a organizar actividades para sacar fondos. Pidieron quince pollos a consignación, pusieron unas carpas afuera de la casa y unos bancos. Los animales se doraron al horno, pero nada de lo que se preparó se vendió. No siempre se puede viajar.
Leila nunca ha podido viajar. La única vez que pisó Lima fue para tomar el avión a Ecuador. Vive en Nueva Cajamarca, un pueblo de la Amazonía peruana creado por colonos en 1967. Para ella ponerle audífonos a su hija Shirley es una posibilidad más lejana que las 14 horas que tarda el bus en llegar a la capital. Tendría que comprar las pilas, mandar a limpiar los aparatos y vivir ahí para hacer las terapias que los médicos, dicen, complementan el tratamiento. No tiene dinero para eso. Su esposo es albañil. Es mejor no pensar y, sobre todo, ella tiene otra estrategia que comenzó cuando conoció a dos mujeres que buscaban sordos en la selva.
En la cuenca amazónica la sordera se vuelve más profunda. El 40% del territorio sudamericano tiene una geografía compuesta de ríos y poblaciones dispersas en las que los sordos están lejos unos de otros, imposibilitados de poderse comunicar. Las dos mujeres a las que se refería Leila trabajaban en la organización Paz y Esperanza buscando, hace unos seis años, casa por casa, a personas que no pueden escuchar. Luego comenzaron a enseñarles lengua de señas en la escuela de Nueva Cajamarca. Hay un niño de 15 años que se llama Valentín y viaja cinco horas para aprender.
Leila también va a clases de lengua de señas y su mayor prueba fue explicarle a Shirley que iba a venir a Quito a un encuentro internacional. Quería que su hija entendiera por qué hacía su viaje, era la primera vez que se iban a separar pese a que ella ya tiene 13 años. Le dijo que cuidara a su hermana menor, que no la castigara, que si no ella vuelve para castigarla. «Ya, mamá», signó la hija.
Recordó la escena mientras tomábamos un café en la Universidad Andina. Era el último día del Intercambio Internacional y Leila parecía ansiosa por regresar a trabajar en su colectivo de familiares de niños y jóvenes sordos de la Amazonía (Copanijosa) y ver a Shirley.
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Los primeros tres meses de nacido estuvo recostado en una cámara de acrílico transparente. Descansaba sobre una superficie acolchonada y sentía calor. Las manos del personal médico entraban por las ventanas para manipularlo cada cierto tiempo, revisaban sus signos vitales y se iban. Durante ese período solo salió tres veces de la incubadora neonatal, cuando operaron su ojo.
Para cubrir los costos médicos de Erlán su padre dejó la costura y se reclutó para ser policía, pero lo enviaron a Tarija, una ciudad boliviana cercana a la frontera con Argentina. La familia hizo un viaje de 18 horas desde La Paz. El niño perdió la vista de un lado así que ingresó a una escuela de no videntes, pero un día la profesora notó que el niño no respondía a su nombre, presumía que no oía.
Lizeth Acarapi, la madre de Erlán, regresó con él a La Paz para que le hicieran un electroencefalograma y se quedó tres meses haciendo terapia del lenguaje. En Tarija no hubo escuela para niños sordos, así que en el 2009, cuando el niño tenía cuatro años, se mudaron permanentemente sobornando a la policía para que le dieran el pase al padre a la capital.
Erlán mueve el cuello para poder seguir con la vista las manos de su interlocutor. En la escuela tiene 7 compañeros sordos con los que se comunica signando. Cuando hay más de cinco estudiantes sordos en un aula el estado boliviano asigna un intérprete de lengua de señas bolivianas, explica Lizeth. Está contenta con el aprendizaje de su hijo y su ánimo. Este es el primer año que no tiene puesta la gorra que usaba para ocultar su mirada.
Lizeth también aprende lengua de señas los sábados en la fundación Machaqa Amawta, se entienden más con Erlán y él la corrige como principiante que es. Con esa organización han formado una asociación de madres con niños sordos, no de padres, los hombres suelen marcharse cuando tienen un hijo con discapacidad, como pasó con su marido.
Cuando Lizeth sube a un niña en brazos, Erlán se lo impide, dice que Dana se va enojar. Es el nombre de su hermana que murió a los dos meses de nacer, hace cuatro años. Durante un tiempo él dibujaba féretros en la escuela. Cuando llega el Día del Niño, él escoge las canastas rosas y no las celestes, para su hermanita. «Tal vez él la ve, siempre habla de ella, me dice ‘he jugado con la Dana’. Pero, hijito, Dana está muerta. Me dice ‘no, es mi hermana’».
Lizeth tiene dos perforaciones en cada oído, 36 años. Quisiera tener más tiempo para arreglarse más, me dice, pero cuidar de su hijo demanda mucho tiempo. Es una carga, pero no puede imaginarse sin él «si mañana le pasa algo a él mi vida estaría desecha, sin propósito». Puede ser que -a pesar de los estragos de las migraciones por discapacidad- las personas siguen fuertes porque sus familias son su lugar natal.
Este trabajo fue realizado gracias al apoyo de la Fundación Vivir la Sordera, para la Semana Internacional de las Personas Sordas.