Por Purita Pelayo

Cuando yo presidía la Asociación de Gays, Travestis y Transgéneros Coccinelle (1997-2000), hice una pasantía de liderazgo en Madrid. Un día, paseando por ahí, llegué a un sector donde se distribuía mucha literatura gay. Y eso me llamó la atención bastante, porque en Quito, en esas épocas, era imposible conseguir literatura de ese tipo. Ahí encontré un libro que se llama Los hombres del triángulo rosa (de Heinz Heger). Eran las memorias de un homosexual en los campos de concentración nazis. A mí, desde hace mucho, me interesaba la Segunda Guerra Mundial, quizá porque mi padre era muy fanático de los libros sobre la Alemania nazi. Él era blanco, serrano, de acá. Yo soy trigueñita porque mi mamá era esmeraldeña. A mí por eso me encanta Antonio Preciado, la poesía afroecuatoriana. Vi ese libro, lo compré, lo leí y, en cierta forma, me sirvió como una guía para éste. Me dije: si ese hombre narró sus vivencias, yo tengo que escribir lo que pasó acá, el maltrato nazi al que estuvimos sometidas las travestis y transexuales. Eso también debía narrarse, debía escribirse tal cual sucedió, porque era la única manera que teníamos de rescatar nuestra memoria.

«El oficial, de unos 28 años aproximadamente, tenía la costumbre, cuando apaleaba y humillaba a los gays travestis y transexuales, de recriminar a sus detenidos con palabras como ‘hijos de puta’, ‘maricones salados, deberían morirse’ o ‘ustedes no tienen derechos humanos’, para luego rociar con gas el tolete que arranchaba de algún subalterno cercano e introducirlo en el ano de su víctima»(Fragmento del libro Los fantasmas se cabrearon: crónicas de la despenalización de la homosexualidad).

En esa mesita (señala una mesa minúscula de su sala, cubierta con un mantel a cuadros, de plástico), entonces, me propuse escribir el libro. Ahí me sentaba cada noche, hasta la madrugada. Jalaba una lamparita hasta allá, acercaba la luz lo más que podía, quizá porque uso lentes; no puedo leer muy de cerca. Y hubo momentos en los que realmente tuve ganas de parar. Porque remover recuerdos de hechos desagradables, sangrientos, de corretizas, de persecuciones, de amanecer en el CDP (Centro de Detención Provisional de Pichincha), de humillaciones, de que nos hacían sentir realmente una basura… eso me costaba rememorar todas las noches. Y muchas veces también me daba coraje, porque aquí en mi tienda yo vendo licores por las noches, y venían a interrumpirme solo para comprar un cigarrillo. Y yo justo estaba inspirada. Inspirada pero tensa, entonces ¡pum, pum, pum!, golpeaban la puerta y me cortaban. Me daba coraje, pero también me aliviaba un poco porque ¡ay! (suspira hondo)… me bajaba de esa altura en la que estás cuando recuerdas. Por todos esos vaivenes pasé para escribir estas crónicas.

Pero cuando iba revisando con el coordinador de INREDH los archivos, cuando me decía que ya íbamos por 150, 200 páginas, a mí eso me parecía increíble. Yo nunca había escrito tanto. Si a veces, cuando me mandaban las famosas consultas o deberes del colegio o la universidad (Purita estudió tres años de Filosofía en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador), me cabreaba por tanta lata que había que meter. Pero entonces yo decía, “¿150 páginas? No puede ser. ¡150!” Y seguía dale y dale. Y nunca dejé de emocionarme. Porque volver a repasar tantos recuerdos… malos. (Se hace un silencio largo. El ruido de los buses que van por la avenida Rodrigo de Chávez, en el sur de Quito, se amplifica en la sala donde Purita, antes de continuar, se seca los ojos.)

Travestis detenidas en el patio del CDP en redadas hechas, por lo general, en la noche. Quito,1997. Foto: Cortesía INREDH. Archivo Coccinelle.

El libro fue producto de todo eso. Y en el fondo, mientras lo escribía, siempre tuve la esperanza de que, de alguna forma, estaría cumpliendo con los ideales de esa gente que, como digo al principio del libro, cayó bajo las ráfagas de la discriminación y la persecución. De toda esa gente que quiso saltar el muro de la libertad, de la igualdad, y que lo estaba haciendo por una gran causa. De todas las compañeras que fallecieron por ese gran ideal de igualdad. Al final, luego de todo, discutimos mucho el título del texto con mi coordinador. Y nos decidimos por Los fantasmas se cabrearon porque nosotras siempre vivimos con los fantasmas de las persecuciones policiales. Después de esas capturas siempre amanecíamos en celdas frías y malolientes. Siempre estuvimos sumisas ante esos fantasmas, pero ahora se cabrearon porque ya no nos tienen día a día ni cada fin de semana, como cuando nos acechaban para burlarse y jodernos la vida.

Muchas de las historias que decidí contar son de mis compañeras, pero también hay experiencias mías. No hablé en primera persona ni mencioné mi nombre porque quise enfocarlas de otra manera. No sé si fue por estilo o por qué razón, pero son historias de muchas personas, de muchas amigas, de muchas compañeras. Hay testimonios que yo no viví, pero que me contaron con tanto detalle que fue como si yo misma las hubiera experimentado en carne propia. No incluí ciertos nombres, además, porque quise respetar la privacidad de las personas. No me pareció necesario señalar nombres. Y lo hice también por respeto, para no herir susceptibilidades. Creo, además, que con todo lo que yo describo es suficiente. Importa mucho más la experiencia, la historia, que el nombrecito tal. Los nombres de mis compañeras, de las chicas, esos sí son reales.

«Cuando llegaba a la capital un homosexual que no conocía la ciudad, muchas veces pasaba todo el día bajo el sol o la lluvia, sobre el césped o bajo los árboles del parque El Ejido, sin comer y con frío, a la espera de alguna oportunidad de trabajo, o debía buscar a algún conocido de la comunidad gay que se solidarizara con su situación». (Fragmento del libro Los fantasmas se cabrearon: crónicas de la despenalización de la homosexualidad).

Las fotos que están al final del libro también las tomé yo. Además de la lectura, siempre me gustó la fotografía. Esas dos cosas y el deporte son mis grandes aficiones. Me encanta la fotografía, pero jamás pensé que, años después, iban a servir como una memoria para reflejar todo lo que ocurrió por esos años. Usaba una cámara pequeñita, de rollo. Ahora me quedo admirada de cuáles serían mis impulsos para hacerlo. Pero en ese tiempo yo decía: tengo que tomar fotos adentro de los cuartos del CDP, en los corredores, en los patios. Yo no sé cómo las llamaba a mis compañeras para reunirlas y tomarles una foto en esos sitios. No sé qué tipo de valor tendría en ese momento. Quizá era porque sentía tanta necesidad de denunciar los maltratos de ahí adentro, por eso buscaba formas de captar evidencias. Esas fotos de las camillas, por ejemplo. Como yo presidía Coccinelle, me tocaba ir a la morgue para constatar la muerte de mis compañeras. Incluso ahí adentro no dejaba de tomar fotos, pensando en las familias de estas víctimas que a veces no tenían otra forma de enterarse de lo que pasó.

Primer aniversario de la despenalización de la homosexualidad. Fue recordado con un plantón en la Plaza Grande. Quito, noviembre 1998. Foto: Cortesía INREDH. Archivo Coccinelle.

Con esas mismas fotos íbamos a hacer las denuncias respectivas. Nosotras, sobre todo, apuntábamos a los organismos estatales. Íbamos y mostrábamos las fotos con la intención de sensibilizar a la gente, pero eran unos monstruos. El Estado es un monstruo. Nunca aceptaron nuestras denuncias. Nunca nos daban, al menos, respuestas formales. Queríamos decirles únicamente: vean, señores, esto está pasando, bajen su nivel de represión, pero nada. Mandábamos las denuncias con las fotos adjuntas, pero nada. Un amigo mío, que en ese entonces trabajaba en el llamado Ministerio de Gobierno, me decía que esas fotos iban directo a la basura apenas llegaban. Que eso no servía como constancia de nada. Que esas fotos podían haber sido tomadas en otros escenarios, por otras causas, debido a otros hechos. Que no servían como evidencia, porque no se veía a ningún policía golpeándonos directamente con un tolete ni nada.

Si cuento todo lo que cuento es porque lo viví. Una ahora siente el egoísmo, el celo y la envidia en las organizaciones. He conversado mucho con mis amigas sobre esto y nosotras consideramos que aquí, en Quito, no hay una representación de los grupos travestis y transexuales, a los que consideramos como los más vulnerables. No hay una representación efectiva y, si la hay, creo que no se deja ver ni se hace sentir mucho.

«Entre la comunidad gay incluso se difundió el rumor de que los médicos de Quito tenían la consigna secreta y ‘profesional’ de utilizar una inyección letal contra los pacientes homosexuales, por la sospecha de ser portadores del virus del sida; este rumor generó pánico entre los homosexuales y, como era de esperarse, produjo traumas psicológicos entre los que tenían la necesidad de ir a los centros de salud públicos». (Fragmento del libro Los fantasmas se cabrearon: crónicas de la despenalización de la homosexualidad).

Nosotras, cada vez que hacíamos algo, nos hacíamos sentir. Hacíamos cosas muy pragmáticas en el espacio público. Motivábamos a las demás personas para que apoyaran a la causa. Nos venían a ver, nos venían a consultar, nos llamaban. Sabemos que ahora hay ciertas agrupaciones que están por ahí haciendo campañas de prevención, pero no se las siente. Creo, entonces, que si retomamos este trabajo de impulsar una visibilidad de la problemáticas que aún siguen latentes, sería muy satisfactorio, muy ventajoso para toda esa comunidad que está sola, que siente que no tiene a nadie, que no se siente apoyada en nada. Si bien es cierto que las represiones y los confinamientos que existían antes bajaron, hay que afrontar nuevos problemas. Entonces hay que hacerlos visibles, pero con verdadera mística.

Lo más valioso y motivador de la movilización gay realizada en Quito en aquel año de convulsión e inestabilidad política fue el sacrificio y valentía ofrecidas a todas las generaciones venideras de la comunidad, para que tuvieran la oportunidad de convivir en una sociedad más incluyente, con menos prejuicios y menos estigmatizaciones”. (Fragmento del libro Los fantasmas se cabrearon: crónicas de la despenalización de la homosexualidad).

Nosotras aún estamos vivas y estamos deseosas de seguir incursionando con actividades y con políticas que signifiquen una verdadera integración. Que seamos reconocidas por nuestras capacidades. Queremos demostrar que este grupo al que pertenecemos es tan importante que merece ser considerado como parte de la sociedad. Queremos que dejen de vernos como las marginales. Queremos trabajar en lugares decentes, desempeñarnos con todas nuestras capacidades. Ahora, 20 años después de la despenalización, sí se han dado ciertos eventos que en parte nos han hecho creer que hay cambios. Ya nos tratan de otra manera, ya no hay esa sensación de tanta discriminación. Ya podemos entrar tranquilas a los restaurantes, sin miedo a que nos saquen. Pero aún así falta mucho. Nuestra lucha es una constante que no debe terminarse nunca. ¡Nunca!


Testimonio recogido y editado por Óscar Molina V. / @Oscar0925.
Retratos: María Fernanda Mejía.