Por La Barra Espaciadora / @EspaciadoraBar
El primer filtro de ingreso al Centro de Rehabilitación Social de Cotopaxi es un portón azul metálico custodiado por algunos guardias. Buscamos a Ramiro. Todo lo que sabemos de él es que hasta hace 3 meses estaba en el pabellón de mínima seguridad, pero luego, sin previo aviso, lo cambiaron junto con otros compañeros a un pabellón que en los papeles no existe. El pabellón de máxima seguridad especial.
La entrada tiene un aire tenue con tonos azules y habanos. Al fondo del salón, una banda parecida a las de los aeropuertos nos advierte de no llevar nada más que lo puesto. Huele a miedo. No se encuentran las miradas, solo el silencio lo absorbe todo.
Zapatos y cinturón junto con algunas monedas van a una canasta desvencijada. Después de pasar un primer escáner, un policía hace un cacheo rápido, el segundo se parece a una cápsula, luego hay otro cacheo más, antes de recuperar las cosas y cruzar una pesada puerta de metal. A esa hora del día, el sol golpea la cara. Los patios son un sinfín de rejas y cercas coronadas por metros de alambre de púas enrollado.
El ingreso al pabellón de máxima seguridad es sombrío y apenas iluminado por la luz que se filtra desde el exterior. El frío se puede morder. Miembros de un grupo élite de la policía aguardan tras una ventanilla. Cuando ven llegar a alguien, cubren automáticamente sus rostros con pasamontañas parecidos a los que usaba el Subcomandante Marcos. Pero estos están del otro lado, del lado del poder. Por eso adoptan una posición amenazante, como la de los perros de presa entrenados para no bajar ni desviar la mirada. Dicen que no es posible ver a Ramiro o entrevistarlo sin expresa autorización del Director de la cárcel. ¡Hey señoras, esperen! –gritan a unas mujeres que salen en esos momentos. No pueden irse sin registrar un número que llevan sobre el pecho. Las mujeres caminan hacia ellos. Van silenciosas, con la mirada baja, y luego se marchan.
Nosotros también debemos salir de la cárcel. Debemos esperar a Ramiro en una unidad judicial de la ciudad. Ahí viene. El cabello entrecano y el cuerpo macizo lo dibujan cada vez más cerca. Trae las manos esposadas, guantes negros y un uniforme de tres piezas anaranjado. Ramiro es machaleño. Tiene 54 años y una acusación por asesinato. Desde hace 13 años es diabético y la enfermedad se lo está comiendo por dentro. Debajo de la rodilla izquierda tiene una herida en carne viva, acaban de drenarle pus. Cuatro guías lo custodian de cerca y otros más permanecen fuera. Ramiro no puede hablar en privado. “Por mi problema, yo tengo que moverme constantemente, necesito caminar y estar activo. Cuando estaba en el pabellón de mínima teníamos más oportunidad de salir al patio, hacer deporte o participar en algún taller. Como ahora no hago nada, a veces la herida que tengo se me infecta y me tienen que curar”. Está sentado sobre una banca, la pierna izquierda extendida para reposar la herida y las manos por delante. No las puede mover mientras habla, pero al decir ciertas palabras, aprieta los puños.
Las celdas del pabellón de máxima especial miden 1,5 por 2 metros, un sórdido cubículo sin ventanas provisto de un rollo de papel higiénico que debe durar un mes, un jabón (cuando hay) y dos litros y medio de agua por semana. Si el agua se agotó, solo queda la opción de conseguirla en el economato, con dinero que Ramiro no tiene, o tomar la que a ratos llega por la tubería. “Se parece al agua de pantano”. Pasar 23 horas y media diarias ahí dentro es como una muerte en vida. Una biblia es todo lo que tiene Ramiro para creer que lo soporta. Durante la media hora libre, los privados de la libertad caminan por el patio, casi sin interactuar y vuelven a lo de siempre, como espectros. “Hace unos días les pedí que no me lleven al patio –dice Ramiro impotente, con los surcos del rostro decaídos y los ojos como vaciados–, solo quería mirar por la ventana y ahí me quedé”. Ese es un cielo que está ya muy lejano. Ya no le pertenece. Lleva casi 90 días confinado.
La realidad de Ramiro en Ecuador no dista mucho de la de otro detenido en Guantánamo o de un recluso de alguna cárcel gringa de esas que tanto nos vende Hollywood. Las etiquetas de asesino y terrorista son la firma de la muerte inscritas con fatal lentitud sobre los cuerpos. Son criminales atroces sin espacio para la redención. Si hay crimen, asumimos el castigo como reacción natural y el criminal deja de ser humano. Nuestro trauma colectivo es tan grave que el encierro parece poco. Parece que los barrotes, las mallas y los alambres no bastan, hay que acabar con la esperanza. El encierro anula, destruye y degrada, lleva a la dignidad hasta el subsuelo y la pisotea.
Ramiro está desgarrado y no es su herida purulenta lo que duele tanto, sino el hecho de no ver a su familia. Apenas puede escuchar la voz de su esposa cada 20 días, durante los tres minutos que le permiten para hacer una llamada telefónica. Esta clase de dolor no sana con una pastilla. Este dolor se curte con cada bocado de comida muy salada o muy azucarada que Ramiro debe poner dentro del cuerpo, a riesgo de que con su enfermedad, esos bocados se conviertan en bombas molotov.
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Al final de la tarde, una jueza le ha concedido el recurso de Habeas Corpus y ha ordenado que lo regresen a mínima seguridad o al pabellón especial donde pueden atender su cuadro de diabetes. Además, la jueza ha confirmado que sin una sentencia de última instancia, Ramiro no puede permanecer en un pabellón de máxima seguridad especial. Es que este pabellón no existe, no debería existir, pues el sistema penitenciario solo contempla la existencia de pabellones de mínima, mediana y máxima seguridad. Esta es tan solo una pequeña batalla ganada por la decisión de una jueza. Aunque Ramiro regrese a mínima, sus compañeros seguirán en ese limbo que es el pasillo de máxima especial. Eso le deja inquieto.
Dos lágrimas y un apretón de manos. Los guardias se lanzan sobre él, lo esposan, le quitan la chaqueta que trae puesta para cubrir el uniforme que lo declara como culpable y se lo llevan deprisa. Ha salido de uno de los anillos del infierno y recuperará algo de su humanidad. Sobrevivir es otro asunto.