Por: Juan Francisco Trujillo / @juanfranT
Son las once de la mañana de un jueves de fines de octubre. El sol golpea los rostros y la humedad del aire es una amenaza. Vine a la cárcel de Esmeraldas para conocer el lugar. Vine en busca de historias. Vine a esperar. El trámite es lento: revisan cédulas de identidad hasta el cansancio y luego viene un cacheo. No se puede traer nada más que lo puesto. Nosotros hemos conseguido pasar una libreta y un lápiz, pero la cámara se queda.
Foto: César Acuña.
Visto desde la colina, el panóptico es una estructura sórdida y lasciva. Dentro de esas fronteras, la idea de libertad deambula por el patio polvoriento en forma de hombres vestidos con camisetas y pantalones cortos. Ya dentro del presidio, ese patio que se veía desde arriba es tan solo la antesala de otros tantos pabellones donde los cientos de internos pagan penas por asaltos, robos menores, asesinatos, injusticias, estafas. La lista es larga. Uno de ellos se acerca y sin demorar mucho me habla de Luis Landázuri, un hombre que ha pasado ocho años aquí dentro. Aquí dentro, los minutos que pasan son lentos y fríos. Los nombres de los pabellones son nombres de playas y sitios turísticos conocidos en el mundo de afuera: “Las Peñas”, “Atacames”, “Tonsupa”. Es como si el recuerdo de esos microparaísos costeros fuera un placebo para olvidar que hay centinelas vigilando cada movimiento. ¡Estás atrapado entre sólidas paredes revestidas de cal y coronadas con alambres de púas! ¿Qué pudo haber hecho alguien para permanecer ocho años aquí?
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Meleto muestra su sonrisa. Está dispuesto a charlar y no pierde tiempo en formalismos: “¡Soy colombiano; 45 años!”. Su silla de ruedas es un aparato parecido a un triciclo. Meleto lo impulsa con sus manos, empujando un pedal para que las ruedas sorteen las irregularidades del terreno. La tarea requiere de mucha fuerza muscular.
Entre sus compañeros corre el rumor de que en unas horas más saldrá libre. Horas antes, un juez decidió que ya ha cumplido su condena. La mezcla de sensaciones que sintió desde que supo la noticia lo confunden. ¿Euforia? ¿Tristeza? ¿Alegría? No importa. Él llora y abraza a los primeros compañeros que encuentra a su paso y agradece por lo que sea a los guardias penitenciarios. Le pregunto si se va a llevar algo y él, antes de la carcajada, responde que tiene solo lo que lleva puesto.
Meleto cruzó la frontera hace más de treinta años, por eso se considera un esmeraldeño más. Un ecuatoriano más. “Huía de lo de siempre” -me dice-, la violencia, la exclusión y el miedo. Pero en Ecuador la cosa no cambió mucho. Al principio le temían por ser extranjero y como no tenía papeles en regla, no pudo estudiar. “No sé leer ni escribir, porque eran tiempos difíciles, había que escoger entre eso o el trabajo y yo tenía que ayudar a mi familia”. La vida con su madre y sus hermanos estaba llena de privaciones, pero lo que mejor aprendió fue cómo destripar pescado en el puerto a cambio de unas monedas. Era poca plata y las jornadas eran larguísimas, y con el dolor y la soledad vino la droga. “Al principio fue marihuana, pero después necesitaba cosas más fuertes, entonces apareció la cocaína y yo me hice adicto” -recuerda, luego hace una pausa para dar una vuelta por los pasillos del panóptico y despedirse del resto de sus compañeros reclusos.
Hace tiempo que Meleto no utiliza zapatos ni zapatillas. La ropa luce muy gastada, pero a él esas cosas poco le importan. Todo viaje es mejor cuando hacer maletas es la última de las preocupaciones.
El 21 de agosto del 2006, Luis celebraba la fiesta de quince años de una de sus sobrinas. Pasada la medianoche salió de casa con otros invitados para comprar unas cervezas. En el camino, se encontraron con una batida, así que la policía los retuvo y requisó a todos. Él llevaba tres dosis de cocaína envuelta con trozos de hojas de cuaderno. Dosis de consumo. Pero en aquellos tiempos, cualquier cantidad de droga que un ciudadano portara era suficiente para ser detenido de inmediato. A Meleto lo llevaron al Centro de Rehabilitación Social de Esmeraldas. ¿Acusado de qué? De ser consumidor.
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Al principio, la abstinencia lo destruía por dentro, así que Luis Meleto Landázuri se las arregló y no tardó en volver a la cocaína. Después de eso estuvo diez meses en el limbo, preso y sin sentencia. “Al principio no había mucho que hacer, era desesperante porque solo podías quedarte mirando a la pared o dando vueltas por los patios pensando en lo que te espera”.
La noche que lo detuvieron llevaba 12,3 gramos de cocaína, y por esa cantidad un tribunal lo condenó a 16 años de prisión. Con la Ley actual de sustancias estupefacientes en Ecuador, solo le corresponderían 6 meses.
“Lo que quiero que me entiendan es que conmigo hicieron una injusticia, eso es lo que siempre he reclamado. ¡Reconozco que soy un adicto pero me trataron como si fuera cualquier delincuente!”. Su rostro acompaña a las palabras y una enésima lágrima le da cierto alivio. Respira profundo y se distrae por un momento. “Yo entré aquí caminando, tenía una molestia en mi pierna izquierda pero podía valerme por mí mismo. Sin embargo, hace cuatro años, un guía que ahora está jubilado me dio una golpiza”. Las cicatrices que le dejó el ataque le marcaron la cabeza y la espalda, pues durante su estancia en este centro de reclusión no recibió atención médica especializada para sanarlas ni mucho menos para afrontar su discapacidad. También hace cuatro años, murió su madre y no le permitieron salir, aunque fuera escoltado, para despedirla en su tumba. Y aunque su familia no lo ha visitado desde que fue encerrado, ese dolor es su cicatriz mayor.
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Las últimas rejas quedan atrás cuando estalla su grito eufórico: “¡Quiero salir por la puerta grande!”.
Pero su deseo no se cumple. Luis Meleto Landázuri es obligado a pasar por una estrecha puerta. Es el ingreso de visitas. El recorrido es el que hicimos al llegar, pero al revés: es un proceso lento, ofensivo, y como si esto no bastara, un grupo pretoriano de cinco policías lo espera para la requisa de rigor.
-Ponga su firma.
-No tengo.
Su huella digital queda sobre el papel.
Afuera, Luis solloza. Meleto mira al cielo. “Esta es una experiencia que no se la deseo ni a mi peor enemigo”, susurra y luego se entrega al silencio.
Pero ahí afuera, aguarda otro piquete de policías. Parece que se hubiera montado un operativo para capturar a una banda. Algunos llegan en motocicletas. Unos diez de ellos husmean un poco y luego se retiran sin decir nada.
Han pasado 2 922 días desde la última vez que Luis recorrió las calles de Esmeraldas, el mismo tiempo que toma la espera por dos mundiales de fútbol, dos 29 de febrero o una revolución. Ya no reconoce la mayoría de cosas que ve en el paisaje, todo ha cambiado, pero en un papel viejo, ya con rasgos borrosos, guarda escrito el número del celular de su hermano. Lo llamará cuando llegue a Santa Marta a bordo de la camioneta de alguien que se ha ofrecido a darle un aventón. Son las dos de la tarde y hace un calor intenso, así que nos detenemos para tomar algo en una tienda.
-¿Quieres algo, Meleto?
-¡Un helado!
Cada mordida parece un eslabón de la memoria. Vuelve a llorar, pero ya no hay tristeza. ¿Alivio?
La libertad es un concepto al que volvemos a cada rato, y ahora sé que no se trata de correr con el viento en la cara. Ser parte de la resurrección de otro, de la recuperación de su libertad, del deslumbramiento de la libertad, es como comprender de alguna manera la magnitud del miedo a perderla. La magnitud de la espera.
Al final de la jornada algo en mí se ha movido.
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Juan Francisco Trujillo Guerrero (1990). Comunicador, periodista. Aspirante a escritor y cronista de otros tiempos. Amante del fútbol y de los silencios.(incluso de los incómodos).
Fue como estar ahí, mirándolo… Muy profundo el artículo. Sólo me faltó llorar!
Excelente artículo y las fotografías de lo mejor, se transmite el sentimiento cada vez que van relatando la historia
el poder de la palabra, es palpable aquí; xcelente
Excelente artículo, los hechos no se ven como son…sino como somos….y la sensibilidad de su autor lo define. Al final de esta lectura a todos se nos ha movido algo!!! Esa es la función del comunicador. Felicitaciones!
Felicitaciones, esta historia está tan bien relatada que al final no pude contener mis lágrimas por las injusticias que vemos día a día y la frialdad en la que vivimos
Excelente artículo, nos transporta al lugar y nos recuerda que importante es nuestra libertad…..
Felicitaciones Juanito: Exquisita sensibilidad para transmitir tan cruda experiencia, me estrece pensar que estas historias a diario se repiten y lo ajenos que vivimos a esto
Excelente drama, contado por una persona especial como lo es Juan Francisco, fue como estar viendo todo en vivo y en directo……muchas felicitaciones
Es una historia aparentemente tan simple pero tan llena de realismo y sensibilidad que pareciera que el autor tomó en sus manos el sentimiento de aquel hombre y lo puso en el corazón de todos…
Felicitaciones, buenazo, para hacer este tipo de reportaje, se requiere mucha sensibilidad y alta calidad humana, me siento muy orgullosa, adelante Juanito tienes un mundo inmenso en tu futuro. Que Dios te bendiga siempre.
Este artículo me conmovió hasta el último rincón de mi alma y me llenó de inquietud sin saber que va a ser de la vida de este pobre hombre de ahora en adelante si perdió tantos años de su vida y hoy se encuentra inválido? cómo podemos ayudarlo y seremos capaces de hacerlo? Felicitaciones y gracias por abrirnos los ojos ante tan crueles realidades.
Existen tristezas e injusticias en la vida, lastimosamente a diario se escuchan similares relatos y las leyes son para aquellos poderosos que disfrutan con el dolor ajeno. Recordemos que Jesucristo fue condenado a muerte, crucificado y actualmente se crucifican no a hombres sino a poblaciones integras sin que nadie se duela por tales desordenes. El relato de la vida y sufrimiento de este hermano me ha llegado al alma. Que Dios le de el premio el resto de sus días.
Muy bonito, el reportaje es para reflexionar sigue adelante
UN abrazo Alex
Felicitaciones Francisco por el excelente y profundo artículo. Un abrazo