Por Francisco Ortiz / La Barra Espaciadora
Un sancocho colombiano se desbordaba de la olla tamalera de la abuela. Esa sopita que, con tanto esmero, había preparado el Bolsillo, la mañana de ese sábado, se esfumó en la mesa de su pana en un tris.
Como si alguien lo persiguiera, luego de almorzar, el Bolsillo corrió hacia la avenida Seis de Diciembre y tomó el primer bus rumbo al Comité del Pueblo. Sentado en el último asiento del Marín-La Bota, contó discretamente un fajo de billetes que, enseguida, guardó en su mochila de cuero. ¡Era un billetote el que cargaba!, mucho para un simple estudiante de a pie.
Saltó por el estribo posterior, al llegar a su destino. Apenas puso pie en vereda, la cara se le transformó. Sus ojos brillaron igual que los de un gato nocturno. Secó sus manos sudorosas en las nalgas de su jean. Su menuda figura desentonaba con la dureza de su rostro. La lacra en su mejilla derecha, causa del mote de Bolsillo, se confundía entre los lluros que le dejó el acné mal curado de la cercana adolescencia. Caminó por las calles empedradas con los ojos en la nuca hasta llegar a una amurallada propiedad de piedra y cemento. En la puerta de ingreso, sobre un viejuco cartel engarzado, se leía: La Mansión. No había ningún timbre, solo un aldabón metálico permitía anunciar su llegada…
Toc, toc, toc –batió varias veces un péndulo oxidado ejecutando la contraseña-. Se escucharon pasos y los ladridos de una jauría de perros rabiosos se aproximaron a la puerta. Desde lo más alto del tapial de piedra, un sujeto con acento extraño grito: ¿Quién anda ahí?
Unos Nike anaranjados delataron al vigilante que se camuflaba por entre las ramas de un enorme árbol de capulí. Al responder el Bolsillo, el rostro de un negro kilométrico se asomó por lo alto, junto al cañón largo de su metralla. -¡Es el Bolsillo!- gritó.
El portero eléctrico sonó y el Bolsillo cruzó a través del descuidado jardín. El quicuyo había ahogado casi por completo a toda planta que intentaba ver la luz. El terreno donde se levantaba La Mansión era un rectángulo de aproximadamente una hectárea. La casa lucía normal, rústica, grande, de tres pisos.
Mientras subía por el caminito de piedra, al Bolsillo se le pegaron el negro del tapial, un par de compinches armados y toda la jauría de esqueléticos perros mestizos. Un portón de madera muy fina los esperaba al final de la rotonda de piedra. Solo el rechinar de la puerta se oyó al abrirse.
Ya en la sala principal, una mesa plástica y cuatro sillas de colores hacían compañía a una especie de espectro, mitad hombre, mitad sombra. Tenía rasgos finos, aunque su perfil se asemeja a una calavera pegada al pellejo. Las venas de su brazo derecho parecían a punto de estallar por culpa de una liga de látex anudada sobre su bíceps. Una vela prendida, una cuchara de acero inoxidable, una jeringa y varias piedrecitas blancas reposaban sobre la mesa. Al pasar por un costado del cuarto, el Bolsillo y el espectro congelaron sus miradas en un punto muerto: sus pupilas.
El interior de la casa era un laberinto. Los pisos se subdividían en entrepisos camuflados por muebles, telas y telarañas. Si fuese un visitante novato, seguro terminaba perdido en algún rincón equivocado. Pero claro, ¡él no lo era!
Al final de la escalinata de caracol, un cuarto maloliente lo esperaba. Su custodio le pidió que esperara ahí. Dio varios pasos y se sentó en el piso sobre una estera tejida que adornaba el cuarto.
Cinco minutos pasaron y una voz impúdica gruñó por debajo de la escalinata. El afro de una mujer negra se asomó por el hueco del piso de la que resultó ser la buhardilla de la casa. La mujer, de unos treinta años a lo sumo, calzaba chanclas y vestía una licra tipo leopardo y una blusa blanca transparente que dejaba entrever unos pezones duros y bien parados.
-Hola, Bolsillo –dijo la mujer en un tono algo coqueto-.
-¿Quihubo, pues?-
Se saludaron casi sin mirarse. Ella gritó un nombre femenino pidiéndole que subiera la bolsa con los teques.
-¿Qué no más vas a llevar?
–Dame veinte gramos en pases y unos treinta de basuco-. El Bolsillo abrió su maleta de cuero y sacó el fajo de billetes verdes.
Un nuevo grito pegó la negra…
Jugando con una funda plástica del Supermaxi, asomó una niña pequeñita de no más de cinco años. Era su hija. La pequeña entregó el encargo a su madre y se sentó sobre la estera. Rápidamente fueron contados los teques y una fundita adicional de weed fue entregada:
-Esto es un regalito para ti –le dijo la negra.
Si bien el Bolsillo sabía exactamente cuánto debía pagar, hizo el gesto de hacer cuentas mentales mientras miraba por la ventana. En ese momento por su cabeza apareció el rostro de su hijo. Seguramente tendría la misma edad que esa niña. Sin poder controlarlo, recordó esa última vez que pudo jugar con él, en el parque cercano a la casa de la vieja bruja de su suegra… También recordó el adiós de su amada… a ella le prohibieron de muerte volver a verlo.
Sin querer mirar otra vez los ojos inocentes de la niña, el Bolsillo se puso de pie, entregó el dinero y caminó de regreso por esos escalones caóticos. Atravesó la sala principal y sintió como si una pantera lo atacara por la espalda. Era el espectro… Pese a su poco cuerpo, dominó fácilmente al sujeto y, mientras lo hacía, sacó de su bolsillo una navaja mariposa a la que armó con un suave giro de muñeca.
–¿Quieres morir hoy, hijo-de-puta? –le chilló al espectro que estaba ya vencido, con la cara al piso, tragando polvo-.
El negro vigilante tomó al Bolsillo por el cuello con su metralla para sacarlo de combate. En La Mansión estaban prohibidas las peleas. Y mientras lo hacía, el Bolsillo le marcó una cruz profunda en la cara con la punta de su navaja. El fantasmagórico rostro del espectro se pintó de rojo.
Entre los tres compinches lograron controlar al Bolsillo y sacarlo de la casa. Prácticamente lo revolcaron hasta la puerta de calle. Ya afuera, lo rodearon y le preguntaron qué mierda era esa. Él les explicó que unos días antes el espectro se volvió loco en la calle.
-Solo porque no quise fiarle un teque… -dijo-. ¡Yo no soy beneficencia de ningún malparido drogadicto!
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La noche ya se había dejado ver. El trimbre de la casa del amigo sonó dos veces y la puerta se abrió. El Bolsillo entró, silencioso. Junto al tallo de una buganvilla, dos ladrillos se movieron para esconder el paquetito de pases y basuco. En el bolsillo, la navaja ensangrentada y diez teques para la venta.