Por Cristina Burneo Salazar
Chile y Argentina levantan hoy altísimas olas feministas en América Latina. Los sures nos contagian con el movimiento estudiantil feminista y la campaña nacional #AbortoLegalYa, y muestran nuevos actores en ambos países, por ejemplo, hombres heterosexuales organizados desde el feminismo, renunciando a su privilegio histórico del protagonismo en la lucha social. En Chile, las estudiantes comandan una protesta masiva que –al cierre de este artículo– lleva cinco semanas y que se ha tomado más de 20 universidades, facultades y colegios en todo el país. Sus demandas: educación gratuita, no sexista y libre de acoso sexual.
Hace poco, el Instituto de Investigación en Igualdad de Género y Derechos de la Universidad Central del Ecuador, INIGED, convocó a un foro con un tema fundamental: la articulación de la nueva ola feminista con el centenario de las Reformas Universitarias de Córdoba. Este foro nos plantea un cruce muy sugerente: a cien años de estas reformas, la ola que transforma hoy la universidad es feminista. En 1918, al llegar el Grito de Córdoba, ya había mujeres en la universidad. Habían sido invisibilizadas o, en el coro masculino, no alcanzaban a escucharlas.
Entre 1884 y 1918, la Universidad Nacional de Córdoba graduó a 87 mujeres entre parteras, farmacéuticas y cirujanas, como lo narra aquí Pablo Requena, docente de esa misma universidad. El hecho otorga densidad histórica a un hito. Si se habla de democratización de la educación universitaria cien años más tarde, en 2018, es fundamental ver qué ha pasado con el ingreso de las mujeres, de los sectores populares y de la población indígena a la Universidad, porque ninguna reforma es abstracta: hay una división sexual y de clase en la universidad que persiste, así como todavía domina lo que Jorge Díaz elabora en este texto de Antígona feminista como “el signo androcéntrico” de la universidad contemporánea. Y Ecuador no es la excepción.
Matilde Hidalgo de nadie
En Ecuador, Matilde Hidalgo (la primera mujer que votó en América Latina) se graduaba en el colegio Bernardo Valdivieso, de Loja y luego en la Universidad del Azuay, en 1919, apenas un año después de las reformas argentinas. En 1921, se graduó en Medicina en la Universidad Central. Inicialmente, Hidalgo fue rechazada en todos estos centros por ser mujer.
Si bien el análisis de género no se limita a contar presencias femeninas, es importante reconocerlas para establecer relaciones críticas que nos permitan leer momentos emancipatorios que tienen como horizonte la transformación de lo social a través de la transformación de la vida de las mujeres.
En 1924, Matilde Hidalgo vivía en Machala. Fue allí donde se acercó a empadronarse en mayo de ese año. En las luchas sufraguistas británicas, ser universitaria era una condición que se les exigió a las mujeres en varios momentos. El hecho concreto del voto de las mujeres designa “la primera ola el feminismo”. ¿Qué sentido tiene esto para nosotras? En Ecuador, en 1924, “las autoridades de la provincia de El Oro elevaron su consulta hasta el Consejo de Estado, que en histórica sesión (…) resolvió por unanimidad de votos autorizarla a ella y a toda mujer ecuatoriana el pleno derecho de integrarse a la acción cívica del sufragio.” Esa ola aparentemente nos llega. Pero, mirémonos en 2017: el empadronamiento en la Amazonía deja afuera a mujeres sin cédula, que por diversas razones no tienen acceso a los servicios del Registro Civil, creado hace más de cien años, durante el alfarismo. Por otro lado, las reivindicaciones de la segunda y tercera ola parecen jamás haber existido en ciertos lugares de Ecuador y el resto de América Latina, en donde aún hay esclavitud doméstica y sexual, matrimonios forzados, embarazo infantil, criminalización del aborto, luchas por el agua y por la tierra.
Una nueva ola
Quizás esta cuarta ola que llega hoy nos permita poner al día demandas históricas. Si hablamos de una nueva ola, se ve sobre todo por el momento de contagio internacional de los feminismos, que comparten luchas, consignas y agendas globales. Si esto es una ola, la agarramos con toda la fuerza que tenemos para sumar en ella nuestras ganas de vivir, de que no nos maten, de que no nos acosen, de que no nos desalojen de nuestra tierra, de que no nos violen. A pesar de todo, seguimos luchando para intervenir en nuestras condiciones de vida.
El pasado 8 de marzo, Nelly Richard, justamente en una intervención en la Universidad de Chile, decía: “El feminismo nunca es, sino que toma lugar y posición, acontece bajo la forma de acciones políticas, intervenciones teóricas, prácticas sociales y culturales, todas ellas situadas en un aquí-ahora que tiene como horizonte un final abierto.”
Apenas un mes después de este discurso de Richard, explotaban las protestas de las estudiantes en la Universidad Austral, en Valdivia: su rector no despidió a un docente por acoso sexual sino que lo trasladó de departamento, esa fue la dinamita. No sé si Nelly Richard –una de nuestras referentes– imaginaba siquiera el horizonte enorme y abierto al que nos invitan hoy las estudiantes chilenas. La huelga general feminista en Chile empezó con una denuncia de acoso sexual: con un ¡basta!, y ha recorrido el continente.
En la medida en que no son fijos, los feminismos tampoco son una propuesta de las mujeres solo para las mujeres, continuaba Richard: “Para que su voluntad de cambio sea abarcadora, el feminismo requiere de coaliciones con otros frentes de cuestionamiento de la política y de lo político. Demás está decir que ninguna construcción de izquierdas puede, a estas alturas de los tiempos, prescindir del feminismo para redefinir igualitariamente los contornos de la democracia.”
Es necesario ampliar nuestra comprensión de aquello que el feminismo propone para mirar su impregnación intensa en el orden social. Es fundamental entender esto: los feminismos requieren de coaliciones, por ejemplo, con las universidades, con el sistema educativo, con artistas, profesores, intelectuales que quieran romper con la figura del acosador talentoso. Del otro lado, es imposible comprender el mundo ni la universidad hoy sin la diferencia sexual, racial de clase: allí donde están presentes esas diferencias, hay desigualdades históricas.
Señorita, ¿qué hace con ese escote?
En la UCE, en Ecuador, el acoso sexual es el detonante de una serie de denuncias que se están haciendo ahora mismo estudiantes y docentes, sobre todo, en la Facultad de Artes. La campaña #YosítecreoCristina está apoyando a una estudiante de esta facultad que denuncia acosos constantes de uno de los docentes. Solo el viernes 1 de junio, 10 estudiantes y exestudiantes afectadas se habían acercado a testificar en el proceso administrativo que se está siguiendo en contra de este profesor. Pero el problema de violencias no se reduce a esto: si bien cada acosador tiene una responsabilidad individual, de lo que se trata es de desmontar un orden. La transmisión de conocimiento en la universidad, su institucionalidad y sus dinámicas están atravesadas, entre otras cosas, por figuras intelectuales hegemónicas, algunas de las cuales, encarnadas en “artistas genios” o en “líderes”, cometen acoso laboral, sexual, hostigamientos o intimidaciones. Por eso, estudiantes en todo el mundo y aquí, en Ecuador, demandan procesos, respuestas y sensibilización. La lucha que están dando estudiantes y docentes de la UCE es un ejemplo de solidaridad, decisión y valentía, y nos interpela a todos: ¡desmontemos este orden!
Ya en 2016, las estudiantes de la carrera de Trabajo Social habían denunciado a otro docente que les solicitaba favores sexuales a cambio de notas. Las estudiantes lograron que el profesor fuera, por lo menos, separado de las aulas. Hoy, las estudiantes de esa carrera trabajan de manera organizada desde el activismo feminista para “continuar con la lucha por denunciar el acoso y la violencia al interior de la facultad”. En el Museo Universitario de la Central, la exposición Transdisciplinar –un esfuerzo muy estimulante en esta misma dirección– muestra acciones de las estudiantes que reivindican no solo su derecho a estudiar en paz, sino la necesidad de reconocer la diversidad de las comunidades que hoy pueblan, interpelan y transforman las universidades. Y de eso se trata la universidad: de provocar transformaciones políticamente creativas.
La fuerza de estas luchas estudiantiles halla también su fuerza en una conciencia simultánea de la desigualdad de clase, género, y también origen nacional. De todas las niñas que viven aquí con desigualdades y violencias, muy pocas llegarán a la universidad. Esto, si han logrado sobrevivir; no ser asesinadas; no sufrir embarazo forzado; si no han debido volverse cabeza de hogar; si sus familias que han migrado no han tenido más remedio que dejarlas al cuidado de niños o abuelos; si ellas mismas son migrantes y se ven desamparadas; si han logrado terminar el colegio a salvo de pandillas, enfermedad o pobreza. Muchas jóvenes que han sorteado todo esto y llegan a la universidad, y apenas inician, son acosadas sexualmente por sus profesores o compañeros. Algunas de ellas son acosadas con tal frecuencia que prefieren renunciar a sus estudios y no denunciar, sobre todo, a profesores con poder. Pero hoy, las estudiantes y cada vez más docentes de la Universidad Central están diciendo ¡no más!, porque también les pasa a las administrativas, porque las mujeres que hacen limpieza son más vulnerables, porque a muchas les ha tocado callarse.
“Señorita, ¿qué hace con ese escote?, ¿usted vino a dar una prueba oral o a que la ordeñen?”. Esta es una de las cientos de frases registradas por las estudiantes de la universidad chilena en su huelga, y vino de un profesor. La naturalización de la violencia machista en la universidad tiene sus particularidades: comunidades definidas por el intelecto que establecen cultos de personalidad; relaciones discipulares que subordinan a las estudiantes bajo esquemas de afecto perjudiciales o, directamente, favores sexuales, ambigüedades deliberadas en el trabajo y acoso.
No podemos demonizar las relaciones de afecto que se forman en los procesos de educación, queremos que estén ahí, queremos comunidades en donde el conocimiento se transmita con libertad y cercanía. Pero la seducción por el conocimiento y el aprendizaje conjunto no son lo mismo que la subordinación intelectual, y las relaciones humanas horizontales y libres en las universidades requieren de que reconozcamos en las estudiantes a personas plenas, no a blancos fáciles.
El manifiesto nacional chileno demanda protocolos que sancionen el acoso y abuso sexual; acompañamiento psicológico para las víctimas en cada establecimiento; garantías de una educación no sexista; eliminación de las brechas salariales y de roles entre funcionarios; y reconocimiento de la identidad de género en las comunidades. En la misma dirección van las acciones de docentes y estudiantes en la UCE, impulsadas por el trabajo independiente de colectivos como Universidad Púrpura y Luna Roja.
En la Universidad Politécnica Salesiana, bajo la guía de la docente Paz Guarderas, varias universidades del país se han articulado para usar un instrumento de medición de violencias, y se ha expandido rápidamente. Con la experticia de las docentes del área de género, Flacso Ecuador ya ha usado su protocolo de acoso sexual, a la par de una campaña permanente por una cultura de respeto en donde ojalá, un día, ese protocolo no sea necesario. Durante las jornadas feministas de investigación, allí desarrolladas el 1 y 2 de junio con más de 250 expositoras y casi mil asistentes, varias mesas abordaron el problema del acoso sexual en las universidades, igual que la necesidad de crear cátedras feministas libres, escuelas abiertas y redes interuniversitarias para la educación en género.
¿Por qué gritamos?
Porque Samira Palma, estudiante de Medicina de la Universidad Central, la misma facultad en que se graduó Matilde Hidalgo en 1921, fue asesinada en febrero por su pareja mientras iba a su práctica. Porque una estudiante de la Facultad de Artes sufrió una sobredosis por ingesta de una sustancia que recibió en casa de su profesor y porque estuvo a punto de morir tras un preinfarto. Porque hay homofobias declaradas en el aula por parte de los docentes. Porque las mujeres y las personas sexualmente diversas tienen derecho de ir a clases sin pensar que en cualquier momento pueden ser acosadas, violadas o expulsadas. ¡Por eso!
Por lo general, a las instituciones les conviene “amortiguar los conflictos simbólico-culturales”, escribe Richard. Igualmente, les conviene negarles a las mujeres, a las estudiantes, su condición de sujetos de enunciación pública. El monopolio de la decisión política suele ir de la mano con el monopolio de la palabra, con el uso de la palabra hegemónica dentro del aula, con la transmisión vertical del conocimiento –lo hemos llamado mansplaining, quizá de manera banal, pero eso no significa que no existan voces “más” legítimas ni un saber amo–.
A cien años del grito de Córdoba, hay que decirlo, hay otros y potentes gritos, y vienen de las estudiantes. Corremos con suerte. Tenemos el horizonte abierto.