La última vez que lo vieron fue en la cubierta del Don Ramón, un barco pesquero de la empresa Delipesca. Trabajaba a bordo como observador pesquero, un oficio que hace posible la vigilancia de la sostenibilidad de esta industria.
Dijeron que se lanzó al agua, pero también que tenía miedo. Que querían hacerle daño, aseguraba. Su caso, aún sin resolver, se suma a más de una veintena de observadores que también desaparecieron, o murieron a bordo, sin que se haya hecho justicia.
Por Blanca Moncada / @Blankimonki
Este reportaje es una colaboración entre Mongabay Latam y La Barra Espaciadora
A las seis de la tarde del martes 6 de marzo de 2018, en Guayaquil, Ecuador, Benner Valencia contestó su celular. Alguien al otro lado de la línea le anunció que su segundo hijo, el biólogo Edison Geovanny Valencia Bravo, de 27 años, había desaparecido a bordo de la embarcación atunera Don Ramón, de la empresa ecuatoriana Delipesca.
Lo segundo que le dijeron fue que se había lanzado del barco. No lo creyó. No lo cree hoy, cuando ya han pasado más de cuatro años desde esa tarde en que levantó el teléfono para oír la noticia más triste de su vida.
Valencia era observador pesquero, un oficio clave en la sostenibilidad de los recursos marinos, porque consiste en llevar un registro de todo lo que se hace, no se hace y cómo se hace a bordo de un barco durante las faenas pesqueras, y entregar esa información a las autoridades.
Eso es lo que Edison Valencia venía haciendo desde enero de 2018 a bordo del buque de Delipesca, una de las principales empresas responsables, según una investigación de la revista científica Science Advance, de un tercio de los delitos relacionados con la pesca en todo el mundo.
Benner Valencia, su padre, habla temeroso en el primer contacto para este reportaje. No da muchos detalles y se resiste a ofrecer una entrevista ampliada sobre lo que, a su modo de ver, ocurrió con su hijo. Ha perdido la fe en el sistema y le frustra saber que en todos estos años, su caso no ha tenido mayores avances y sigue en etapa de investigación previa en la Fiscalía General del Estado.
En el Consejo Nacional de la Judicatura de Ecuador reposa, con fecha 23 de junio de 2021, una versión que Benner Valencia dio para declarar la muerte presunta de Edison, un trámite que se realiza para oficializar el fallecimiento de una persona desaparecida.
La última vez que habló con él fue el 3 de marzo de 2018, tres días antes de recibir la llamada que anunciaba su desaparición. Le había dicho que estaba bien y que la faena de pesca tardaría unos días más, porque “aún faltaban algunas toneladas”. Pero también le contó que había tenido una discusión con el capitán días antes por quejarse de las condiciones en las que estaba obligado a dormir. “Era un colchón que no valía, me dijo. Eso al parecer causó fricciones a bordo. Le dijeron que era lo que estaba a la mano y que ningún otro observador se había quejado”, contó Benner Valencia con desconfianza, pues asegura que ha recibido otras llamadas de “gente que se hizo pasar como periodista”, que le sacó información y de quienes nunca supo después.
Mongabay Latam y La Barra Espaciadora accedieron, a través de la defensa de la familia Valencia, a un informe de peritaje de la Dirección Nacional de Espacios Acuáticos de la Armada de Ecuador, elaborado tras la desaparición de Valencia. Allí, entre otras precisiones, se asegura que no hay constancia de “documentos que puedan servir para un mayor análisis del siniestro”, como permiso de tráfico nacional, documento de dotación mínima de seguridad, certificado de inspección de seguridad, permiso de pesca, entre otros documentos con los que, por cierto, deben contar obligatoriamente todas las embarcaciones. En aquel informe, el perito concluye que tanto el capitán como el armador, es decir, el dueño del barco, tienen responsabilidad por negligencias como la falta de seguridad a bordo y la poca vigilancia que se dio al biólogo a quien vieron “actuar de manera extraña”, y quien había asegurado que “le querían hacer daño”.
Los guardianes de la sostenibilidad
“Pienso que me miran como un sapo en el barco”, cuenta un observador pesquero que ha preferido mantener su nombre en reserva. Él pertenece al grupo de observadores de la Comisión Interamericana del Atún Tropical (CIAT), una organización intergubernamental en la que participan 21 países, y que administra la pesquería de atún en aguas internacionales del Océano Pacífico Oriental, desde Canadá hasta Chile. La CIAT acoge al 70 % de los observadores de Ecuador mientras que el otro 30 % pertenece a Probecuador, el Programa Nacional de Observadores. Este último contrata a especialistas para que supervisen exclusivamente las faenas de los barcos de bandera ecuatoriana que capturan atún, y reporta sus datos tanto a la Subsecretaría de Pesca en Ecuador como a la CIAT. En ese programa trabajaba Edison Valencia y su función era básicamente la misma que relata el observador de la CIAT que no ha querido revelar su nombre por seguridad.
El día de trabajo comienza a las cinco de la mañana y por cada maniobra de pesca o ‘lance’, como dicen en la jerga pesquera, el observador hace anotaciones: en qué coordenadas se echan las redes al mar, cuántas toneladas se recogen, de qué tamaño son los pescados y en qué estado de reproducción se encuentran. Esa labor es fundamental, asegura Pilar Solís, subdirectora del Instituto Público de Investigación de Acuicultura y Pesca (IPIAP), porque esos datos permiten analizar cómo está la especie y en qué zonas se está capturando. “Con esa información se decide si se puede seguir pescando o si se debe suspender para cuidar el recurso”, explica la funcionaria.
Pero los observadores también deben vigilar todo lo que ocurre durante las faenas pesqueras. Aunque no son fiscalizadores y no tienen la facultad de sancionar, cualquier infracción que observen deben anotarla en una bitácora e informar a las autoridades. Por ejemplo, si es que la tripulación no cumple con los protocolos establecidos para liberar a los animales que se enredan en las redes, como tortugas, mantarrayas, tiburones o delfines; si es que se arrojan desechos contaminantes al mar; si se utilizan métodos de pesca no autorizados; si se realizan descartes de pescado -que consiste en devolver al mar pesca que ya fue capturada y que muchas veces ya está muerta-; si se realizan trasbordos no autorizados o si son testigos de algún delito.
“Estoy ahí para ver que no se infrinjan las normas, que traten bien a los animales, que no contaminen el océano y que hagan un trabajo responsable, porque de eso depende que el futuro continúe siendo en la medida de lo posible sostenible para las nuevas generaciones de pescadores”, cuenta el experto de la CIAT.
De hecho, según la ley Orgánica para el Desarrollo de la Acuicultura y Pesca del Ecuador, los informes de los observadores servirán de base para iniciar expedientes administrativos sancionadores y pueden ser utilizados como prueba en el proceso. Es por eso que el observador de la CIAT siente que lo ven como un ‘sapo’ en el barco. “Me toca estar pendiente de todo y obviamente les debe causar molestia”, dice.
Pero las responsabilidades tampoco acaban ahí. Andrés Roche, gerente de Protuna, una Asociación de Armadores Atuneros de Guayaquil y Manta, explica que el trabajo del observador le permite a la industria lograr certificaciones de sostenibilidad, porque es él el que avala que el producto es capturado siguiendo todas las normas. “La pesca sin observador no es bien vista en el mercado internacional. Es una labor importantísima”, señala Roche, sin embargo, la seguridad de los que la realizan no está asegurada.
Un trabajo peligroso
Según Benner Valencia, su hijo era un biólogo apasionado por la vigilancia del mar. Había estudiado en la Escuela Politécnica del Litoral, en Guayaquil, Ecuador y en 2016, un año después de titularse, había comenzado en el oficio de observador. “Era muy ético, muy leal, muy profesional. Amaba su trabajo”, describe su padre. De hecho, pensaba perfeccionarse, realizar una maestría al volver a tierra, tras ese viaje sin retorno del 2018.
La noticia de su desaparición “enlutó a toda la universidad”, cuenta su amigo y colega, Álvaro Mora, porque Valencia “era atento, amiguero, ayudaba a cualquiera que lo necesitara. Se hacía amigo de cualquier persona”, recuerda Gabriela Palma, otra de sus compañeras. Por eso fueron varios los que salieron a la calle a pedir respuestas sobre su paradero, principalmente porque sabían que el oficio es riesgoso y que tal vez Edison Valencia estaba pasando a ser parte de los que nunca más regresaron del mar.
La Asociación de Observadores Profesionales (APO), una ONG internacional cuya misión es fortalecer los programas de observadores a bordo, lleva un registro de las personas de distintas partes del mundo que murieron o desaparecieron mientras hacían ese trabajo. Edison Valencia es uno de los 22 que figuran en la lista.
El 10 de septiembre de 2015, el estadounidense Keith Davis desapareció a bordo del buque frigorífico Victoria No. 168, con bandera de Panamá, un tipo de barco que tiene por misión recoger en altamar la pesca de diferentes embarcaciones y llevarla a puerto. Davis trabajaba como observador para la CIAT y la última vez que se le vio fue mientras el barco estaba recibiendo la carga del pesquero Chung Kuo No. 818, frente al mar peruano. Esa actividad, llamada trasbordo, es reconocida por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) como una de las principales causas de la pesca ilegal, puesto que al mezclarse toda la pesca en las bodegas del barco, es posible blanquear o hacer pasar por legal un recurso que fue capturado de manera ilícita. Según la APO, “Panamá cerró su investigación sin ningún informe oficial y el Chung Kuo No. 818 nunca fue llamado a puerto ni investigado aunque se cree que tenía personas a bordo que podrían haber sido identificadas como sospechosas de una posible investigación criminal”.
Más recientemente, en marzo de 2020, Eritara Aati Kaierua, observador pesquero de I-Kiribati, apareció muerto en su camarote en el barco atunero Win Far No.636 de bandera taiwanesa. Estaba golpeado y ensangrentado. En diciembre de 2021, Nuru Gillen murió a bordo de una embarcación con bandera de Senegal. Trabajaba para el Ministerio de Pesca y Recursos Hídricos de Gambia, en África Occidental, pero los funcionarios no dieron información sobre su deceso. En septiembre de ese mismo año, Arnold Latu, del programa de observadores de Tonga, en Oceanía, fue asesinado en un barco atunero de bandera taiwanesa. Según su familia, había advertido que estaba siendo acosado y que sentía que “su vida estaba amenazada».
En agosto del año en que Edison Valencia desapareció, la CIAT firmó una resolución que buscaba mejorar la seguridad de los observadores en el mar a través de un plan de acción de emergencia, un documento que establece, entre otras cosas, las acciones a seguir en caso de que fallezca o desaparezca un observador a bordo. Ecuador acogió luego ese protocolo para todos los programas de observadores existentes en el país.
En él se señala, por ejemplo, que el buque donde desaparezca un observador “cese inmediatamente toda faena de pesca y comience inmediatamente la búsqueda durante al menos 72 horas”. Se estipula también que el buque debe ir al puerto más cercano para que se lleve a cabo una investigación, y que el capitán debe proporcionar un informe y conservar cualquier prueba potencial, además de las pertenencias del observador. Asimismo, en el caso que fallezca el observador, el cadáver deberá, dentro de lo posible, permanecer bien conservado al interior del buque para que se le pueda realizar una autopsia.
“Los observadores arriesgan sus vidas para proporcionar los datos necesarios para que se gestionen las pesquerías de manera sostenible. Su protección es esencial para la seguridad alimentaria de sus naciones, pero son olvidados por las mismas agencias responsables de su bienestar”, dijo la APO cuando expuso la lista de observadores muertos o desaparecidos.
De hecho, Ernesto Altamirano, coordinador del Programa de Observadores de la CIAT, asegura que el cumplimiento del protocolo de emergencia “se ventila en las reuniones del comité encargado”, pero reconoce no estar informado sobre los aspectos laborales de los observadores, puesto que no son empleados del organismo, dice, “sino contratistas independientes”. Según explica, el programa de observadores de la CIAT es parte de otro acuerdo, del Programa Internacional para la Conservación de los Delfines (APICD), y la CIAT solo coordina la homogeneidad de los procesos de recolección de datos y su adecuada transferencia a los sistemas de recolección de datos, como el Instituto de Pesca.
Probecuador, por su parte, no respondió a la solicitud de entrevista para este reportaje.
La desaparición de Edison Valencia
La información sumaria de la Dirección de Espacios Acuáticos, a la que tuvieron acceso Mongabay Latam y La Barra Espaciadora, señala que la última vez que vieron a Edison Valencia vivo fue el 5 de marzo de 2018, a las 20:30 horas, en la cubierta del barco. Pero no fue sino hasta el día siguiente que se inició la búsqueda que se extendió hasta el 8 de marzo. Según el documento, las autoridades del barco demoraron en entregar copia de la bitácora en la que Valencia llevaba registro de las actividades a bordo, demoras que “impidieron cumplir diligencias técnicas”, aunque el abogado de la familia es aún más categórico. Según él, la empresa nunca entregó esa bitácora. Delipesca, hasta la publicación de este reportaje, no respondió a nuestras preguntas. Tampoco lo hizo Raúl Paladines, directivo de esa empresa a quien contactamos a su móvil personal.
El informe también señala que durante el peritaje, el capitán declaró al promotor fiscal, contralmirante Jorge Cabrera Espinoza, que había visto a Edison Valencia “con problemas”, “como perdido”, y que “señalaba que le querían hacer daño, pero nunca dijo nombres”. Otros miembros de la tripulación coinciden con esa versión y aseguran que los últimos días el observador tomó “una actitud extraña, alejándose de todos”. Según estos testimonios, Valencia insistía en que “le querían hacer daño, matar, tirar al agua” y que había dicho que tenía esquizofrenia, algo que su padre niega. Su colegas, los que cuando desapareció gritaron en los plantones y en las redes por él, también niegan que haya tenido este tipo de problemas.
Para Gabriela Palma, compañera de Valencia en la universidad, conocer lo que algunos miembros de la tripulación afirmaron, aquello de que estaba “actuando extraño”, la descolocó, porque “él nunca fue un hombre deprimido, de comportamiento triste, al contrario”, dice. Además, le sorprendió mucho que alguien dijera que Edison Valencia tenía esquizofrenia porque “jamás hubiera pasado el test psicológico al que son sometidos los observadores para ejercer”, asegura.
Con todo, el informe de la Dirección de Espacios Acuáticos concluyó que “existen argumentos suficientes para establecer que hubo una acción premeditada del desaparecido”, en palabras simples, un suicidio, pero también destaca que el capitán no tomó “ninguna acción preventiva para vigilar al observador”, lo que conlleva una responsabilidad directa por la falta de cuidados para el tránsito de personas en cubierta durante la noche. El hecho, dice el perito, “evidencia negligencia en planificar la operación en general de la nave, incluidas las normas de seguridad”.
Pero hay algo más. El peritaje comprobó que en el barco estaba embarcado un capitán de pesca panameño que no aparece registrado en el zarpe. Cómo llegó esa persona a la embarcación es algo que no se precisa, pero cual sea la respuesta el responsable es el armador, dice el documento, es decir, Delipesca, y aunque no es un factor determinante, “pudo haber contribuido en la causa principal del siniestro (la desaparición)”, sostiene el informe.
La precariedad a bordo
Luis Soto es el nombre ficticio de uno de los observadores de la Subsecretaría de Pesca, un grupo de técnicos -distinto al de Probecuador- que vigilan otro tipo de embarcaciones de pesca (las llamadas polivalentes, que capturan camarón y merluza), y que ha pedido la reserva de su identidad para evitar profundizar los problemas que asegura ya ha tenido que enfrentar en su trabajo.
En las pequeñas embarcaciones donde sube a bordo, narra Soto, entran “como sardina” entre 12 y 15 personas que deben compartir, durante meses, dos baños, una sola ducha y habitaciones diminutas en las que se apilan los camarotes a veces infestados de insectos. Luis Soto jamás olvidará el día en que le tocó intentar dormir en una cama de medio metro, en un espacio tan desaseado que las cucarachas le recorrieron el cuerpo toda la noche. “Es desesperante, agotador, frustrante”, dice, porque además ha debido lidiar con “capitanes groseros”, líderes de flotas que quieren “hacer lo que les da la gana” y que “están dispuestos a pasarse encima a la autoridad que representa la presencia del observador”, se queja. Todo ello, explica Soto, por un salario de US $1.212 mensuales que no incluye horas extras ni seguro social.
El observador de la CIAT que pidió la protección de su identidad gana un poco más: US $43,22 por día cuando está a bordo de un barco y US $17,60 cuando está en tierra. Pero de todos modos, cuando no está en el mar, el observador es también repartidor de Uber. “Tengo que buscármela porque los pagos no esperan y tengo que comer”, dice.
Escribe desde su camarote, un cuarto de dos metros por dos y 1,8 metros de altura. Esta es una de las embarcaciones más pequeñas que le han asignado. Tiene un colchón de una plaza, un par de enchufes, dos cajones y un anaquel de 70 centímetros para guardar su ropa, sus artículos de aseo y su material de trabajo. No le sorprende el espacio ni la poca comodidad. En las bitácoras de observadores peruanos que obtuvimos mediante un pedido de información al Instituto del Mar del Perú, son frecuentes los reclamos de ese tipo a bordo de embarcaciones ecuatorianas. “Es un camarote muy incómodo. El techo está muy cerca y uno no puede ni girar ni cambiar de posición”, dice uno. “No me dieron ropa de cama” o “tuve que comprar una manta y unas sábanas para mi colchón”, escribe otro. Por eso, el observador de la CIAT, a pesar del poco espacio, considera que esta vez no está viajando tan mal. “Me han tocado barcos en peores condiciones, donde los baños están completamente desaseados y en donde el almacenamiento de los víveres tiene nidos de cucarachas”, cuenta.
No tiene seguro social ni de vida, dice, y el seguro de salud privado al que está adscrito se paga de su bolsillo. “La CIAT solo cubre accidentes a bordo”, asegura. Por eso al preguntarle si se siente protegido en su labor, no vacila en responder que “a veces no”.
“Los barcos grandes son más seguros, pero los medianos y los pequeños no, pues ni están adecuados para el mal tiempo, ni tienen medicinas; y si las tienen están caducadas”, acusa. “Además, las condiciones alimenticias a bordo no son las más idóneas y se comienza a padecer”. Las frutas y legumbres muchas veces no duran “y cuando la pesca está demorada, la comida empieza a escasear a tal punto que solo se come arroz con pescado, pescado con arroz y pescado con pescado”, cuenta, soltando una risa que más parece un lamento.
Raúl Zambrano es el nombre ficticio de otro observador ecuatoriano perteneciente a Probecuador, que no ha querido dar su verdadera identidad por las mismas razones que Luis Soto. Ha pasado hasta tres meses embarcado y reconoce que “es duro”. “Estamos solos contra el mundo”, dice. Encerrados en el mar abierto, aislados y mirando durante meses las mismas caras, el ambiente se hace a veces insostenible. “Hay muchas fricciones por el tipo de trabajo que hacemos. Los pescadores creen que no hacemos nada importante y cuando ya pasa cierto tiempo empiezan a actuar de manera hostil, por detalles mínimos, por situaciones de convivencia tan sencillas como la limpieza de camarotes o el aburrimiento”, cuenta Raúl Zambrano.
Fue así que un día a David Norabuena, observador pesquero peruano, se le perdieron sus útiles de aseo. Su jabón, su pasta dental, su champú y su enjuague bucal. “Buscando en los camarotes lo encontré en la percha de un marinero ecuatoriano”, escribe en su bitácora. “Tuve un problema con uno de los tripulantes peruanos llamado Jaime Vera”, cuenta otro. Continuamente me molestaba y hablaba cosas malas de los biólogos peruanos. Yo no le tomaba atención, pero continuó molestando hasta que mi paciencia se acabó”, describe en su bitácora. “Le comenté al capitán quien ordenó que le digan que no se meta con el biólogo, pero cuando el pescador se enteró me buscó en el comedor y me amenazó”, cuenta.
También recibió amenazas el peruano John Willian Rimac. En su bitácora, narra que fue testigo de tráfico de combustible cuando un sábado de abril de 2017, a las dos de la tarde, se acercó un yate de color blanco a la embarcación de bandera ecuatoriana donde llevaba más de dos meses embarcado. El dueño del yate se subió a la cubierta del pesquero y luego de unos 30 minutos se llevó más de tres bidones. El observador, en vista de que se percató de lo ocurrido, fue amenazado por el marinero para que guardara silencio. Afortunadamente para él, la historia no pasó de ahí, pero ese no ha sido el final para todos.
“Esta vida, la que se vive en el mar, no es para cualquiera”, insiste Raúl Zambrano. Estar lejos de tierra firme durante tanto tiempo “desencadena situaciones de violencia” y “terminan dejando mal psicológicamente al que está a bordo”, opina. Él no conoció a Edison Valencia, pero cree que los testimonios que insisten en que se sentía amenazado y las advertencias que dio acerca de que querían hacerle daño no son “solo inventos… Hay algo que no sabemos aún”, dice.
En la Declaración de Derechos de los Observadores (OBR), redactada en 2000 durante la 2ª Conferencia de la serie de Conferencias Internacionales de Monitoreo y Observación de Pesquerías (IFOMC), celebrada en St. John’s, Newfoundland, Canadá, se estableció “un plan para mejorar y fortalecer la retención de observadores”, estableciendo requisitos mínimos deseables para que puedan realizar bien su trabajo. Sin embargo, la implementación sigue siendo vaga, lamenta la APO, que insiste en que los derechos, la salud, la seguridad y el bienestar de los observadores no deben pasarse por alto a medida que se expanden los esfuerzos de monitoreo. Según la organización, “las certificaciones de pesca sostenible, como el Marine Stewardship Council, carecen de criterios para proteger a los observadores. Si estos son acosados, no pueden recopilar datos imparciales”, explica.
Benner Valencia está seguro de que su hijo es una víctima, no un suicida. Su familia nunca recibió una indemnización y él aún espera poder enterrar a su muchacho.
*Edición: Michelle Carrere
*Ilustraciones: Kipu Visual
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