Por Tali Santos / @talisantosa 

Nada es igual. Algo o mucho ha cambiado. Desde el interior del bosque —donde vive y enseña— busca con la mirada aquello que se ha alterado. De un día a otro. Trata de entender y descifrar el porqué de esos cambios mientras transita por los reducidos espacios que quedan entre los altos árboles y arbustos que parecen coparlo todo. Describe la riqueza biológica del escenario, la relación de una planta con otra, se refiere a ellas por su nombre científico y aterriza en aquel espacio el antiguo dilema filosófico sobre la relación hombre–naturaleza: “Esta diversidad es una riqueza que, desde la filosofía, tiene una incidencia en cómo ver la vida”, dice.

Él es Oliver Torres, de 34 años, un quiteño con estudios en Ciencias Políticas y Filosofía en universidades de Estados Unidos y Francia, y una maestría en Ciencias Ambientales por una universidad ecuatoriana. Él está al frente de Pambiliño, una reserva natural privada localizada en Pacto, parroquia rural de Quito, en la parte menos andina de la andina capital ecuatoriana, a 550 metros sobre el nivel del mar.

Si bien a la hora de enfrentar las alteraciones que ha provocado el hombre en el medio ambiente, los reportes científicos son insumos esenciales para el diseño de acuerdos intergubernamentales o la definición de políticas públicas locales, Oliver Torres está convencido de que las visiones filosóficas que han surgido a lo largo de la historia de la humanidad sobre aquella relación hombre–naturaleza podrían ayudar a entender una parte esencial de estas alteraciones.

Sus análisis e investigaciones sobre la complejidad de la vida desde las dinámicas de la naturaleza, y el trabajo que ha realizado a partir de ese conocimiento, le han permitido convertir grandes extensiones de potreros en espacios que, poco a poco, han ido recuperando su composición boscosa.
Ha constatado, por ejemplo, la relación orgánica que desempeñan especies como la Bahuinia pichinchensis (endémica del Ecuador), una pionera secundaria que ha llegado a Pambiliño con la misión de ayudar a restaurar bosques de ribera; y, como consecuencia natural, también los cursos de agua que habían sido alterados por actividades productivas no sustentables en las tierras que él, su hermano y su madre compraron hace algo más de una década en aquella parte del Chocó Andino de Pichincha, una biorregión que la Unesco incorporó este año a la Red de Reservas de Biosfera, la séptima de Ecuador.

“Soy filósofo y quería aprender cosas más prácticas al tener contacto con la naturaleza. Hay mucha gente que necesita ese contacto, aprender a buscar el autosustento”.-Oliver Torres

Pambiliño es uno de los ocho bosques-escuela que integran la Red de Bosques Escuela de la Mancomunidad Chocó Andino (Beschocó), donde el modelo de aprendizaje está guiado por la interacción e interrelación entre las diversas formas de vida: humanos, fauna, flora, bacterias, hongos, rocas, agua, sol o suelo.

Está atravesada por la microcuenca del río Mashpi, en medio de un bosque lluvioso, un bosque lluvioso montano, pero bajo, una zona de transición del Chocó andino ―el de la cordillera― y la parte del Darién, que nace en Panamá. Es la parte que está entre Los Andes y el mar. Su composición florística es distinta a la de ecosistemas como los páramos, en el bosque montano alto. Una de sus especies vegetales emblemáticas es el pambil ―también llamado chonta―, una palmera de 20 a 25 metros de altura que vive unos 140 años y a la que le toma casi 80 años superar los 18 metros de alto. El pambil abunda en los bosques tropicales maduros de tierra firme y ribereños.

También lo es el bambú, “buena para cuidar fuentes de agua”, explica Oliver. Aunque es una hierba y crece como tal ―no como las especies que tienen lignina, la sustancia que caracteriza a los árboles maderables (woody plants)―, su constitución es diferente a la de otras especies de su familia, las gramíneas. Se asemeja al pambil que, al mirarlo de cerca, deja ver sus fibras entretejidas.

El bambú es superresistente y es esa la principal razón por la cual es utilizado para la construcción, en especial la latinoamericana, la especie nativa de esta reserva. «Es gruesa, fibrosa, no se parte como las guaduas. Es recta”, precisa el líder de Pambiliño. Luego destaca a la Calathea lutea, conocida como bijao, de hoja ancha, utilizada para elaborar alimentos envueltos como el maito con pescado al horno o al carbón (que se consume mucho en esta zona), y para hacer techos. En Pambiliño se han sembrado numerosos ejemplares de esta especie para restaurar las quebradas, para una regeneración natural del bosque y para mantener el curso del río. Además, el bijao es un excelente hábitat para ciertos anfibios, lagartijas, sapos, culebras propios de ese ecosistema, que cumplen sus propias funciones entre el cuerpo de agua y la tierra firme.

Los bosques-escuela de Beschocó funcionan como un laboratorio para la investigación de estos ecosistemas. En Pambiliño mantienen relaciones ad hoc con varias universidades del país y de otros países y hay varios ejemplos de las investigaciones que ahí se han realizado. Oliver Torres refiere, por ejemplo, un estudio sobre los impactos y riesgos en la calidad del agua del monocultivo del palmito, a cargo de una estudiante de la Universidad de Berkeley, California; o el levantamiento de la lista de las especies de peces en el río Mashpi, que realizó un investigador de la Universidad de Nevada. Otro estudio, desarrollado por un estudiante de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, también concluyó que las prácticas agrícolas que involucran la deforestación completa del área de cultivo causan múltiples conflictos en los ecosistemas de ríos. Este último trabajo muestra una relación directa entre la pérdida de algunos tipos de insectos, pequeños crustáceos y otros organismos que viven en ambientes bajos en nutrientes, con el uso de suelo. También, que la presencia de estos organismos es diferente en áreas de monocultivos, pues en relación con otros sistemas agrícolas, el impacto negativo es más evidente.

Oliver Torres (izq.) recorre el bosque de Pambiliño con estudiantes universitarios. Foto: Reserva Pambiliño.

Esta relación de la reserva con la academia es clave, dice Oliver Torres. “Se han ido perdiendo muchas especies de animales, de plantas, y es importante documentar qué es lo que está pasando en estos lugares, porque, en términos de restauración, cuando buscas una estrategia para recuperar lo que se ha perdido, tienes que saber qué es lo que había, cómo funcionaba antes”.

Los bosques-escuela de esta Red poseen un potencial especial para la ciencia, al encontrarse entre los 360 msnm y los 4700 msnm, y al estar distribuidos en tres pisos ecológicos: bosque montano alto, bosque nublado y bosque lluvioso. Oliver dice que esta condición es importante para evaluar el cambio climático y los cambios de temperatura. “Tal vez por la influencia de sequías o la disminución de humedad, ciertas especies están buscando nuevos hábitats, en algunos casos más bajos y en otros puede ser que estén subiendo. Y eso está ocurriendo en esta gradiente altitudinal”.

Uno de los servicios ambientales que ofrecen los ecosistemas es la regulación, que se relaciona con la capacidad que estos espacios para incidir en procesos esenciales como el ciclo del agua, del clima y de los procesos biológicos que ahí se desarrollan. En el Chocó Andino este fenómeno es visible. Las nubosidades que se arriman a las montañas captan la evaporación del Océano Pacífico y generan importantes cantidades de agua que discurren por las cuencas de ríos de esta zona como el Alambi, Tulipe, Chirape, Pachijal, Mashpi y Blanco, que aportan agua para consumo humano y para usos en actividades productivas a ocho parroquias rurales del Distrito Metropolitano de Quito y otros tres cantones, en la provincia de Pichincha.

“Es imprescindible considerar a los ecosistemas como un elemento del paisaje”, advierte Julio Montesdeoca, coordinador de área de la división de Medios de Vida y Cambio Climático de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. Lo dijo en un diálogo virtual con periodistas de Latinoamérica organizado por la Global Water Partnership Centroamérica y LatinClima, en septiembre del 2018, para analizar la relación entre el cambio climático y uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de los países de Naciones Unidas, el 6 —que se refiere a garantizar la disponibilidad de agua para todos y su gestión sostenible—, que se deben cumplir hasta 2030. El especialista recomienda ver los paisajes y los ecosistemas en términos geográficos, tomando la cuenca hidrográfica como la unidad que ayuda a visibilizar y a gestionar el recurso hídrico; y visibilizar que hay diferentes usos en la cuenca alta, media como en la baja. No perder de vista que lo que pasa en la cuenca alta va incidir en la baja, dice. “En el reconocimiento de la importancia del agua y saneamiento debemos comprender que no se trata solo de abrir la llave y obtener el agua. Es necesario entender que hay una complejidad, entender de dónde viene, qué procesos ocurren para obtener esa agua ―no solo para potabilizarla― en la calidad y cantidad que queremos. Y, finalmente, a dónde va esa agua, porque si no la gestionamos bien, pasamos el problema cuenca abajo”.

Hay otros elementos que no se pueden ignorar ―aclara Montesdeoca―, como los paisajes intervenidos, las áreas agrícolas, las áreas degradadas tal vez por la agricultura que han quedado abandonadas, y los paisajes construidos, como las áreas urbanas. “Debemos considerar todos estos elementos del paisaje a la luz de que el agua tiene un comportamiento a través de todos ellos, que está expresado en el ciclo del agua. Son procesos que en un entorno completamente natural funcionan de forma perfecta; pero no en un paisaje intervenido como el que tenemos en la realidad en el mundo”, advierte.

Estudiantes universitarios o voluntarios que provienen de diversos países llegan hasta Pambiliño para participar en la construcción de senderos o, como en la foto, para construir un centro de interpretación. Foto: Tali Santos.

Para esta biorregión, la tan esperada declaratoria de Reserva de la Biosfera, a finales de julio del 2018, es un logro de la mayoría de los habitantes de las comunidades del Chocó Andino, de las autoridades comunitarias y de propietarios de reservas privadas. Sin embargo, parte de esa región aún está amenazada por la ganadería no sustentable o por la minería, así como por la construcción de hidroeléctricas. Oliver Torres critica la forma como se han concebido proyectos de este tipo en el país. “Las hidroeléctricas también matan ríos, representan verdaderas barreras ecológicas para la fauna ictiológica que no puede superar esas barreras”, asegura. Dice que, a veces, esta fauna puede adaptarse al estado de laguna, pero que lo logre dependerá mucho de la cantidad de oxígeno disponible. “Hay peces que tienen la facilidad de adaptarse a aguas poco contaminadas, pero el problema ―dice― es cuando quieren ir a reproducirse en aguas más bajas, o viajar al mar y no pueden seguir por estas barreras… Si se meten por el canal que está jalando el agua para la hidroeléctrica, se mueren. Es demasiada presión”.

“Las hidroeléctricas también matan ríos, representan verdaderas barreras ecológicas para la fauna ictiológica que no puede superar esas barreras”. Oliver Torres.

Oliver cuenta que, a veces, cuando limpian estas hidroeléctricas, botan toda el agua de forma violenta. Lo que causa muertes. La calidad del agua y la vida en los ríos circundantes se deterioran por los altos niveles de arsénico, hierro y coliformes fecales que se suelen encontrar en las aguas contaminadas de los embalses.

La nueva Reserva de la Biosfera de América es un hotspot, un punto “caliente” de la Tierra por su alta biodiversidad. Es un territorio de 286 805 hectáreas de las cuales, aproximadamente, 137 000 son remanentes de bosques andinos, 10 000 hectáreas son páramos y algo más de 20 000 hectáreas ecosistemas arbustivos. Incluye zonas de producción y centros poblados que hace 20 años iniciaron un proceso de cambio en su visión sobre la relación hombre-naturaleza.

Actividades como la ganadería no sustentable o la tala de árboles para elaborar carbón, que habían sido el sustento de las comunidades aquí asentadas, fueron reemplazadas por otras como el turismo comunitario, la agricultura análoga o la crianza de ganado en terrenos donde se mantienen árboles, considerada ganadería sustentable. Un cambio en los modos de subsistencia y el desarrollo que abrió espacio a actividades relacionadas con el autosustento.

Aquellas comunidades se organizaron en una mancomunidad a la que llamaron igual que la biorregión. Una plataforma de gobernanza de siete gobiernos parroquiales, cuyos miembros discuten en reuniones periódicas y deciden las estrategias e iniciativas “de un manejo sostenible de la tierra, con el afán de promover y alcanzar el bienestar de los habitantes a través de la salud de los ecosistemas”, afirma Oliver Torres. Él se refiere a esta Reserva de la Biosfera como un espacio de encuentro. “No con nosotros, sino con el bosque mismo… que la gente pueda caminar por él y a veces cosechar, si es que hay frutos, y procesarlos”, dice. Porque estos bosques lluviosos pueden producir un montón de frutas que han llegado de otras partes de los trópicos, de Asia, por ejemplo.

El cultivo de cacao es una de las actividades que dan sostenibilidad a los bosques escuela de la zona más baja del Chocó Andino. Foto: Tali Santos.

Comer

En Pambiliño, la comida tiene un espacio muy importante en la vida. Dedican al menos 5 horas al día a cocinar y comer. La llaman comida lenta. Cocinar en Pambiliño es una actividad que implica cosechar y procesar alimentos. A veces, “la comida comienza con la plantación, y la plantación necesita una condición previa del suelo para tener una buena planta. En este sentido, en Pambiliño la cocina comienza trabajando con la tierra, o cocinando la tierra”, explica Oliver Torres. Las plantas son grandes maestras de la alimentación. “Son las únicas criaturas que, en medio del silencio, producen su propio alimento”, escribieron Christopher Bird y Peter Tompkins en su obra La vida secreta de las plantas (1974). Y en Pambiliño, para aportar a la alimentación de sus habitantes y los estudiantes o turistas que hasta ahí llegan, ya se han plantado unos 120 árboles frutales.

Antes de llegar a Pambiliño, Oliver Torres era un activista ambiental citadino que trabajaba en Quito. Organizaba conversatorios y eventos para promover los productos campesinos en las ciudades. Ahora habla de alternativas de desarrollo en las que creen él y otros ecologistas, como una agricultura más resiliente, porque ―reconoce― la agricultura masiva es una realidad, y la mayoría de campesinos practica ese tipo de agricultura.

En la historia del pensamiento filosófico, la relación hombre–naturaleza en un primer momento se caracterizó por un conjunto de sentimientos religiosos, mágicos y míticos, que incluía cultos a las montañas, el agua o al bosque. Así, los pueblos andinos ancestrales mantuvieron una ética para con la naturaleza, concibieron la vida como una profunda interrelación con otros seres vivos y no como un proceso aislado.

Charles Montesquieu dijo en el siglo XVIII que un hombre en su estado natural pensaría en la conservación y que, al principio, solo sería consciente de su debilidad. Al sentimiento de su debilidad uniría el sentimiento de sus necesidades, y así, otra ley natural sería la que le inspirase la búsqueda de alimentos. Karl Marx habló en el siglo XIX de la necesidad de “la humanización de la Naturaleza y la naturalización del hombre”. Otros filósofos contemporáneos como Theodor Adorno, en la primera mitad del siglo XX, se refirieron al vínculo directo hombre–naturaleza con el desarrollo científico–técnico.

En el siglo XXI, habitantes del Chocó Andino como Oliver Torres creen que los bosques son la principal fuente de conocimiento, que la difusión de conocimiento está anclada a la experiencia directa que se debe apoyar en programas educativos fundamentados en las ciencias de la naturaleza, la sociedad, las artes, el desarrollo de la consciencia humana y la trascendencia de la vida.

María Emilia Arcos, Oliver Torres y Adriana, su hija mayor; Richard Torres, su esposa Ana y su hijo. Cortesía: Pambiliño.