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Deportados hacia el limbo

Por Lorena Mena Iturralde* / @loremiau

Desde la frontera México-EE.UU

Me siento en la necesidad de vestir de carne y hueso la tan difundida cifra récord de deportaciones que lleva a cuestas el gobierno de Mr. Obama (sobre los 2 millones de personas en cinco años) para  contarles la trascendencia de esas estadísticas, más allá de las imágenes de los centros de detención migratoria de EE.UU. que vemos en la tele. Es que en Tijuana, ciudad fronteriza del noroeste de México, uno se topa a diario con las distintas facetas del ‘después’ de esas deportaciones, con centenas de vidas atravesadas por la impotencia de ser escupidas hacia este lado, vidas reconstruidas en ciertos casos a punta de retazos, y convertidas en hilachas en otros.

Cuando me mudé en el 2011 a esta esquina de Latinoamérica, confieso que pensaba encontrarme con historias de gente intentando brincar la gran pared que separa México de Gringolandia o de ‘mojados’ caminando en el desierto, imágenes con las que desde nuestra lejana geografía ecuatoriana asociamos a toda la frontera norteña.

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Vista interior de la Casas del Migrante Scalabrini en Tijuana.

Sí, Tijuana fue -en las últimas décadas del siglo pasado- destino de tránsito terrestre de miles de migrantes, no solo de México, sino también de Centroamérica y de más abajo, que buscaban alcanzar –con documentos y sin ellos– el llamado sueño americano; sin embargo, ese paisaje se transformó a raíz de los atentados del 11-S, cuando se empezaron a reforzar los controles de la Border Patrol (Patrulla Fronteriza) y se construyeron muros imponentes, casi impenetrables, que hicieron más fácil la detección de indocumentados y, por ende, la de sujetos deportables. Estos últimos, detenidos al intentar el cruce o localizados en ciudades californianas a los pocos meses de haber pasado con ayuda de ‘coyotes’, dejaron de ser el denominador común y dieron lugar, durante el último lustro, al incremento de otro tipo de indocumentados. Ya no son inmigrantes recientes, sino personas que tenían 10, 15, 25 años, toda una vida ya en los Estados Unidos; que sienten a ese país su hogar; que trabajaron en diversos oficios; que medio mastican el español; que tuvieron hijos “americanos”, y que hasta pelearon conflictos bélicos ajenos con la promesa de una ciudadanía gringa que jamás llegó (veteranos de guerra de origen mexicano); y a esto hay que sumar dreamers (jóvenes indocumentados) y niños. Todos, lanzados a Tijuana por no tener papeles y condenados a una condición similar en este lado, pues al carecer de documentos que acrediten su mexicanidad también se convierten en ilegales en su país natal. Y ni se diga de otros latinoamericanos que también suelen ser echados para acá, ya sea porque los confunden o porque fingen ser mexicanos con tal de no ser arrojados más lejos del “primer mundo”.

Los albergues de migrantes, otrora centros de asistencia para quienes viajaban desde el sur con la meta de cruzar al vecino del Norte, son testigos actuales de los ríos de huéspedes que son arrojados en sentido contrario, en muchos casos, siendo víctimas de abusos de autoridades policiales y de robos de sus escasas pertenencias al llegar a este lado. En estos lugares reciben techo y comida temporal, y deben resolver qué harán con sus vidas (o a quién serán dados, en el caso de los niños), la mayoría, sin tener parientes en México, sin contactos en sus poblados de origen del centro y sur del país, y sin recursos económicos para moverse por el resto de este territorio que por tantos años lejos les resulta ajeno. Literalmente, no son ni de aquí, ni de allá.

Entonces, hay quienes optan por quedarse en Tijuana, y se las ingenian para salir adelante aquí, aunque persiste el sueño de algún día volver a ese otro lado ingrato. Unos logran encontrar oficio, como Francisco, chofer de un taxirruta, quien cierta tarde, en su recorrido hacia el centro de la ciudad, me contó acerca de su frustración por estar lejos de su mujer y de sus hijos que residen en Los Ángeles. Para entonces, él tenía año y medio deportado y se sentía aliviado de tener ese empleo, aunque no ganaba sus dólares ni tenía la vida que llevó durante 22 años en EEUU.

Cosa distinta le ocurrió a José Luis, nacido en Oaxaca, sur de México, a quien conocí una mañana durante una brigada que realizó la Procuraduría de Derechos Humanos de Baja California para dar ayuda a deportados que terminaron como indigentes en esta ciudad. Aquel día se instalaron carpas para chequeos médicos, asesoría legal, alimentación y mesas con teléfonos para que se comunicaran con sus familiares. En la fila para las llamadas estuvo José Luis, meditabundo durante unos minutos. Finalmente titubeó y se salió. Ante mi curiosidad, me contó que le avergonzaba hablarle a su hermano en Oaxaca, a quien hacía mucho tiempo le había dejado de enviar dinero, producto de su trabajo de jornalero durante once años en granjas californianas, porque “la lana” ya no le ajustaba.

–Pero, su hermano debe estar preocupado por usted –le dije.

–Prefiero que piense que sigo allá (en EE.UU.) y no así, de fracasado…

–Quizá te ayude con dinero para el bus a Oaxaca, –le insistí.

–¡Nooooo! Mi señora, mis muchachos y mi vida están en ‘el otro lado’ (California). ¿A qué me voy pa’ allá? –replicó.

Para entonces, él tenía dos meses y medio deportado y ni su familia en Estados Unidos ni su hermano en México, sabían que estaba en Tijuana, viviendo en la calle. Para algunos, el peso de ser expulsado es más difícil de sobrellevar, y en ello cuenta el no tener redes familiares o de amigos en México, pero además, las dificultades para integrarse social, económica y culturalmente a una sociedad que les resulta desconocida.

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En la Casa del Migrante Scalabrini, en Tijuana, hoy se reciben más deportados que personas queriendo cruzar a EE.UU.

Entre los deportados a Tijuana (unos 300 por día en promedio, durante el 2013) hay gente que estuvo en prisión en Estados Unidos por algún crimen o por delito de pandillas o de drogas; y otros cuyo pasaporte a la expulsión fue el haber cometido infracciones menores en la vía pública y de tránsito, o el haber estado en lugares donde se hicieron redadas: granjas, fábricas, calles, entre otros. También, aquí uno oye, lee y ve historias positivas, como la de quienes por su dominio del inglés lograron insertarse en trabajos que demandan esta habilidad en Tijuana (call centers, por ejemplo); y las de dreamers que por tener estudios en EEUU, experiencia laboral y ser bilingües, aprovecharon sus destrezas para conseguir empleo o apoyos para cursar la universidad, aunque obtener papeles mexicanos es una verdadera odisea. Pero también están esos otros soñadores que decidieron armar grupos y cruzar la frontera a pie, dispuestos a entregarse a las autoridades migratorias estadounidenses con la esperanza de un juicio para acogerse al asilo.

Se conocen también historias de madres que, separadas de sus hijos americanos al ser deportadas, permanecen aquí, atrincheradas, luchando por recuperarlos con la ayuda de organizaciones de activistas, aunque las leyes gringas no les favorecen. Mientras que dentro de esta gran marea están expulsados que no logran encontrar sentido –ni apoyo- en esta ciudad y terminan siendo consumidos por las drogas u otros vicios, pululando por las calles, sin esperanza.

Es la heterogénea realidad de los deportados en Tijuana: seres indeseables para el país que los expulsó y olvidados por sus poblados de origen, pese a sus años de remesas. Personas que, para levantarse de su tragedia, dependen de sí mismos y, si tienen suerte, de la buena voluntad de los habitantes de esta frontera, quienes habituados a recibir a las víctimas del abandono bilateral, intentan de algún modo devolverles su dignidad.

Ahora que presenciamos una “crisis humanitaria” por los miles de menores indocumentados detenidos al cruzar sin acompañantes la frontera hacia Texas y Arizona, preocupa no solo las condiciones en que llegaron, los peligros que atravesaron, sino también su encierro actual y lo que les espera tras concretarse sus deportaciones, ya sea a la frontera mexicana o a los países de los que huyeron. Son niños viviendo un conflicto que ni los adultos pueden lidiar, parte de una vieja problemática en la que los involucrados hoy se rasgan las vestiduras para hablar de “soluciones compartidas”, pero siguen siendo expulsores y provocando que vidas, ahora más vulnerables, terminen en el limbo.

 

*Lorena Mena Iturralde. Periodista ecuatoriana. Cursa una Maestría en Estudios Culturales en El Colegio de la Frontera Norte, en Tijuana, México.