Por Lise Josefsen Hermann
Fotos: Andrés Cardona
Los tonos de verde sobre las orillas del río Amazonas son infinitos. Un oso perezoso se mueve lentamente en una de las copas de los árboles. En los restaurantes de Puerto Nariño –un pueblo fronterizo del lado colombiano que vive al son del reguetón– se venden especies de peces en riesgo de desaparecer. La Amazonía está cambiando. La gran mayoría de los más de 30 millones de habitantes amazónicos son colonos sin ninguna conexión especial con la naturaleza. Cuando la electricidad llegó a estas poblaciones, hace cuatro o cinco décadas, hubo un cambio importante en la dinámica de toda la región. La pesca, por ejemplo, pasó de ser una actividad para el consumo interno, familiar, a una oportunidad de negocio mediante la reventa.
En la cancha de fútbol del pueblo se ha reunido un grupo de religiosos. Junto a la oficina municipal y en la plaza central, las personas se amontonan y entierran las caras en sus celulares, pues este es el punto con mejor señal wifi. A poco más de un metro de la acera, un hombre se sienta, toma su machete y mata a una tortuga. La sangre que se escurre pinta la acera. Todos saben que está prohibido matar tortugas, pues son una especie amenazada, pero “el hambre no le prohíbe a nadie”, comenta un empleado de una organización no gubernamental que trabaja en la zona. La tiendita de la cuadra exhibe un machete en oferta: “3 000 pesos colombianos” (alrededor de un dólar).
La llegada de la electricidad y la posibilidad de insertarse en el comercio a gran escala impactó gravemente a muchas especies de peces amazónicos, entre ellos, el delfín rosado, que hoy se usa en muchos lugares como carnada para atrapar el codiciado bagre buitre (Calophyus Macropterus). La caza indiscriminada del delfín provocó que en enero del 2019 ingresara en la Lista Roja de Especies en Peligro de Extinción de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), y hoy se estima que quedan unos 60 000 ejemplares en toda la Amazonia y la Orinoquia, en una superficie de siete millones de kilómetros cuadrados.
SOS global por el delfín rosado
El delfín rosado actúa como una especie de termómetro del ecosistema acuático amazónico. El estado de salud de los ríos, lagos y de la flora y fauna que habitan en ellos puede ser medido gracias a estos grandes peces. Pero, si el delfín está amenazado, también lo está la Amazonía, y si la Amazonía está en peligro, el resto del planeta lo está.
La Amazonía se acerca a un punto de no retorno en el que la selva ya no podría restaurarse y solo se achicaría cada vez más. Desde que Brasil tiene a Jair Bolsonaro en el poder, la deforestación ha aumentado considerablemente, aunque el ultraconservador mandatario haya declarado que las estadísticas nacionales de deforestación son falsas. Lo más lamentable es que esto ocurre en el país que contiene al 65% de toda la selva amazónica. Mientras surcamos en canoa las aguas del Amazonas, con la escasa señal de internet que captamos, alcanzamos a leer un artículo en The Guardian sobre la alta deforestación en la Amazonía. The Economist también publica acerca de las amenazas del gobierno de Brasil en contra de la región selvática más grande del planeta. El mundo apenas se entera de lo que los habitantes de la selva ya viven hace décadas.
Los delfines rosados –como una ‘especie paraguas’ que resulta de vital importancia para otras especies menores– son clave para mantener saludables a los ecosistemas acuáticos. El 20% del agua dulce del mundo está en la Amazonía y los ecosistemas acuáticos amazónicos son ecosistemas vivos donde habitan alrededor de 800 especies de peces. El delfín rosado se encuentra en el eslabón más alto de la cadena alimentaria, por eso, su salud refleja la salud general de los ríos. Si el delfín está bien, significa que tienen suficiente comida para su supervivencia, o sea que hay suficientes peces y comida para los demás animales.
En 2019, la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (Ipbes) emitió un informe que identificó cómo hasta un millón de especies están en peligro de extinción. Una de ellas es el delfín rosado. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma), América Latina es la región con la biodiversidad más alta del planeta y contiene, entre otras cosas, un tercio de todas las especies de mamíferos del mundo.
En Ecuador se han realizado pocos estudios sobre poblaciones de delfines rosados, sobre todo concentrados en los sistemas hidrográficos de Cuyabeno, Lagartococha, Tiputini y Yasuní.
El último estudio en Ecuador se realizó en una expedición científica en Cuyabeno, en el 2019, por parte de la WWF-Ecuador y con el apoyo de la Fundación Omacha, como parte de la iniciativa Sardi (South American River Dolphins). Como resultado, se registraron 44 individuos a lo largo de 364 km2 de río recorridos. Para este último estudio se estimó una densidad poblacional de 8,61 individuos/km2. Según el Plan de Conservación de Mamíferos Acuáticos del Ecuador, y como consta en un reporte de la WWF, publicado en 2013, el delfín rosado está presente en los ríos Napo, Tigre, Pastaza y Santiago, y en algunos sistemas lacustres de la región amazónica por debajo de los 260 metros de altitud.
Estamos conectados
Ahora navegamos uno de los lagos del complejo de humedales Tarapoto, la región amazónica colombiana que colinda con el Perú. El agua es calma y, a veces, un delfín se asoma a la superficie. Los peces más pequeños saltan en bandadas. De súbito, un fuerte ruido corta el aire. Es una motosierra. Para los habitantes de la zona, ese ruido es habitual. La selva está ya muy desbastada y Colombia es uno de los países donde la deforestación se extiende más rápidamente. Para el bufeo esto es letal. Las frutas que se dejan caer de los árboles a lo largo de la orilla del río son parte de la dieta de los peces que, a su vez, alimentan a los delfines. ¡Todo está conectado!
En Colombia, el acuerdo de paz con los exguerrilleros de las FARC sin un plan gubernamental de sustitución de cultivos y de reinserción laboral ha significado un aumento dramático de la deforestación, pues la entrega de las armas ha llevado a buena parte de quienes fueron militantes irregulares a vincularse con actividades como la minería, la extracción de petróleo o la agricultura.
Una pequeña canoa de madera viene hacia nosotros. En ella va sentado un pescador: los músculos del torso marcados, las pequeñas huellas de mordiscones de piraña sobre la parte alta de sus brazos y en algunos de sus dedos. River Acadio Coello Nereca sostiene un arpón frente a él y lo arroja con destreza hacia las aguas oscuras del río. Su padre le enseñó a pescar cuando tenía seis años, y ahora tiene 38 cumplidos. Pescar aquí requiere de buena visión y altísima precisión. River va en busca de peces grandes. “Ya casi no usamos redes”, dice.
A finales del 2011, entró en vigor un acuerdo local de pesca con el apoyo, entre otros, de la ONG ambientalista colombiana Fundación Omacha. Los pescadores de los lagos de Tarapoto convinieron varias reglas: qué equipo se les permite usar, que las redes no están permitidas, definieron el tamaño que debe tener un pez capturado, que no deberían matar delfines ni bagre buitre… River pertenece al pueblo indígena Ticuna, que guarda una relación muy cercana con el delfín.
“El delfín es una parte importante de la biodiversidad amazónica –reconoce River–, tenemos que dejarlo estar aquí. Aunque nos molestan y roban nuestros peces de las redes.
Pero la pesca y la deforestación no son las únicas amenazas para el delfín rosado del Amazonas. Los incendios –sobre todo los registrados durante el 2019– se han convertido en una de las principales causas de preocupación de la comunidad ambientalista global y de los pueblos que habitan la región amazónica. “El bosque inundado es muy importante para la producción de frutas y semillas –me explica Fernando Trujillo, director científico de la ONG Fundación Omacha–; una hectárea de bosque inundado produce 20 toneladas de semillas. Cuando el bosque inundado se ha quemado, no hay árboles ni semillas ni peces ni delfines. Y también afecta la seguridad alimentaria de la población. Cuando los árboles se queman y también dejan desnudas las orillas del río, se crea erosión. Al final, significa menos agua en los ríos, lo que afecta los ecosistemas acuáticos”.
Otra amenaza que enfrenta el delfín rosado del Amazonas son las centrales hidroeléctricas, que cada vez son más en toda la región. Las instalaciones hidroeléctricas alteran el sistema fluvial, destruyen el equilibrio de los ecosistemas acuáticos, aíslan a las familias de delfines y deterioran su genética.
A finales del 2018, un estudio de la Pontificia Universidad Javeriana de Colombia determinó que existen o están en construcción 142 represas en los países vecinos: Venezuela, Brasil, Ecuador y Perú. Los científicos estudiaron ocho de los ríos más importantes de la región y concluyeron que las represas alteran el hábitat de las especies de peces y crean insalvables barreras para su movimiento a través de los ríos, pues estos sufren cambios en su curso natural y esto provoca a su vez cambios de temperatura. Los especialistas aseguraron que el desarrollo hidroenergético tiene consecuencias que rompen la conectividad de la biodiversidad entre los Andes y el Amazonas, afectando gravemente a las especies acuáticas.
La minería de oro es otra de las causas del peligro en el que vive esta especie. El mercurio derivado de los procesos de extracción de oro –según mediciones de la Fundación Omacha– alcanza concentraciones récord en los delfines de río de casi 4 mg/kg, cuando el límite máximo determinado por la Organización Mundial de la Salud es de 0,5 mg/kg. Tanto el delfín como los pueblos indígenas de la cuenca amazónica viven de peces, y si el delfín registra altas concentraciones de mercurio, también lo tendrán los seres humanos que viven en el área. ¡Todo está conectado! En el complejo ecosistema de la Amazonía esta verdad es irrebatible.
Los ríos estudiados y los países por donde corren
Solo hay una Amazonía
En el pueblo de San Martín de Amacayacu, me encuentro con Benilda Ángel Luis, una mujer de 41 años, responsable del turismo en la comunidad. Benilda guarda un respeto profundo por el delfín rosado. Sus fuertes poderes no son broma para ella. Si te embrujan, un chamán tendrá que romper el encantamiento, cuenta. “Si tengo que presentarme a gente nueva, siempre digo: ‘Soy de donde viene el delfín’. Es lo que siento que más representa para mí y mi territorio”. Nos sentamos junto a la cabaña del pueblo que figura en la red Airbnb y ella comienza a narrar: “El delfín realmente quiere ser humano. De hecho, puede transformarse en un humano. Lo he visto cuando era niña”. Benilda cuenta una historia de hombres vestidos de blanco que encantan a las niñas y que se vuelven locos con las mujeres. Habla sobre los amantes que son delfines y dejan la cama mojada cuando la mujer despierta. Cuenta sobre mujeres atraídas por el río y encantadas por la magia de los delfines.
En el 2017, el complejo de lagos Tarapoto fue declarado Ramsar, es decir, que es un humedal protegido internacionalmente bajo los principios de la Convención Relativa a los Humedales de Importancia Internacional, especialmente como Hábitat de Aves Acuáticas, suscrita en febrero de 1971 en la ciudad iraní de Ramsar.
El complejo Tarapoto comprende 45 464 hectáreas y es el primero en toda Colombia en ser incluido en la lista de humedales Ramsar. Un hito importante para la protección del hábitat del delfín. Mónica Páez, bióloga e investigadora de la Fundación Omacha, ha trabajado en la conservación de los delfines de la Amazonía durante décadas. Ella ríe cuando recuerda las reuniones con los pobladores amazónicos antes de la declaración. “¿Quién es Ramsar? –bromea– ¿Un hombre con barba blanca? ¿Vendrá y nos quitará nuestra tierra ahora?”. Como bióloga apasionada por el medio ambiente acuático, la protección del delfín es algo que a esta científica le interesa profundamente. “El delfín da una impresión precisa del estado de salud de los ríos –reitera–. Al igual que el jaguar, el delfín vive en un área enorme. Si nos concentramos en conservar estas dos especies, al mismo tiempo preservaremos un área grande y muchas otras especies”, dice.
En medio de uno de los lagos en Tarapoto hay una casa de madera levantada sobre el agua. Es un punto de control que parece flotar. A la mesa se sienta Milico Pereira Vasto, un hombre de 66 años, y otros dos guardias que toman nota de quién entra y quién sale. Anotan cuánto han capturado, el tipo de especie, la cantidad, el tamaño y el peso. Debajo de la mesa de madera hay una bolsa de plástico con una red de pesca. “Los peces estaban desapareciendo y no había muchos delfines hasta que obtuvimos el acuerdo de pesca”, recuerda Milico.
El puesto de control es parte del acuerdo de pesca que suscribieron a finales del 2011, pero no todos los residentes del área aceptan el control o respetan los compromisos. Un joven con camiseta azul navega justo detrás del puesto de guardia, mirando hacia otro lado. “Alrededor del 10% son rebeldes en relación al acuerdo de pesca», cuenta Milico. Él se siente frustrado pero cree que, a pesar de todo, el resultado ha sido positivo. “Podemos ver que los peces que los pescadores están capturando ahora, en promedio, son más grandes”, cuentan los guardias. “Lo que nos dice que han llegado más peces”, corrobora Milico.
Los guardias también son pescadores y entienden la importancia de cuidar al delfín y evitar la pesca depredadora. Pero, al mismo tiempo, admiten que los delfines pueden ser demasiado molestosos. “A todos nos ha pasado eso que cuando sales a pescar de noche y los delfines vienen a molestar, tratan de sacarte de la canoa y robarte el pescado. Puede pasarle a los mejores. Son cargosos. Pero estos son los que los turistas vienen a ver”.
La Fundación Omacha ha calculado que un delfín rosado vivo puede generar 20 000 dólares en ingresos anuales por turismo. Mientras que un delfín rosado muerto, que puede usarse como carnada para atrapar peces carroñeros, genera alrededor de 25 dólares apenas. De los turistas encuestados, un 94% dice que vino principalmente para ver al delfín en su hábitat.
Además de los acuerdos locales, Omacha trabaja con la población local para crear conciencia sobre la importancia de cuidar a los delfines y trabaja a nivel político regional, en Sudamérica, pues los delfines no limitan su vida a las fronteras nacionales. Un delfín puede vivir hasta entre 45 y 50 años, y puede viajar hasta 1 000 kilómetros. “Los acuerdos de pesca son importantes porque ayudan a crear una comprensión entre los lugareños de que es importante mantener a los delfines. Y si cuidamos a los delfines, también significa que cuidamos la seguridad alimentaria de la población: el pescado”, dice Mónica Páez.
Muchos indígenas y pescadores ya han dejado las redes de pesca y ahora pescan de manera más responsable, y están seguros de que vendrán más delfines y más peces con ellos, porque, como dicen, “el delfín siempre ha estado aquí”.
Mónica Páez mira en silencio al río que surcamos a bordo de la canoa y divaga frente a las siluetas que el bosque verde dibuja sobre el agua. A esta científica experimentada se le humedecen los ojos: “La Amazonía es un lugar increíble y nos pertenece a todos –sentencia–, si solo la cuidáramos… porque solo hay una Amazonía”.