Por Erich Gómez Sarrade
La estructura social y económica, consumista y canibalesca que creó y en donde se acostumbró a vivir la humanidad, nos obliga a sentir la necesidad de adquirir y consumir productos elaborados con materiales que, por sus propiedades antinaturales y residuos jamás degradables en el ambiente, son altamente tóxicos y contaminantes para la Tierra. Lastimosamente se nos hace imposible no generar impacto en la naturaleza, si los aparatos electrónicos y las prendas de vestir que nuestra mente -mal adiestrada- nos conduce a usar y abusar, se convertirán, cada vez más pronto, en basura que continuará acelerando el colapso ambiental del planeta.
Las megaindustrias mineras y petroleras –principales agentes explotadores, devastadores y tóxicos de la naturaleza– consolidan su sociedad con la muerte, produciendo químicos y combustibles que continuarán con sus efectos de intoxicación generalizada. Además, aniquilan la selva con la construcción de carreteras y campamentos, sobreexplotan el subsuelo con sus minas y pozos e intoxican los bosques y el agua con sus desechos venenosos. el daño se extiende en el tiempo, no termina con la sola extracción de los recursos.
El 19 de septiembre se llevó a cabo el Encuentro Minero 2016 en Quito. Gente vestida con elegantes y costosas prendas, finísimos relojes y teléfonos móviles de última generación se dio cita en un importante hotel regentado por la cúpula de la milicia ecuatoriana, que también ha sido cómplice -por decir lo menos- de la destrucción de la naturaleza por el salvaje extractivismo.
En las afueras del establecimiento turístico se apostó un muy reducido grupo de activistas ambientales que llamaban la atención con sus gritos: “¡petróleo y minería, la misma porquería!” y “no queremos inversión si es para la destrucción”. Los manifestantes iban acompañados de tambores y llevaban una lona, impresa seguramente con tintas y materiales sintéticos. El naciente invierno quiteño les obligaba a usar ropas impermeables y térmicas –aunque no lucían tan elegantes y ostentosas como las de los ejecutivos, tampoco parecían muy baratas que se diga–, conocidas en la jerga especializada como outfit para outdoors. Esas coloridas ropas son elaboradas con materiales extraídos y producidos justamente por las empresas a las que enfrentan los grupos de activismo ecológico en todo el mundo. Pero eso no resulta ser lo más incoherente sino que sus costosas ropas son las más contaminantes debido al uso de perypolifluorocarbonos(PFCs), un grupo de sustancias químicas que por sus complejos enlaces de carbono y flúor, adquieren propiedades físicas singulares que brindan a la ropa características especiales de impermeabilidad y antiadherencia. Además, tienen también la particularidad de ser altamente nocivas, bioacumulativas y de extremadamente lenta degradación en el ambiente.
La ONG ecologista Greenpeace publicó un informe en al año 2012, en donde expone que en el proceso de fabricación del material textil usado para la elaboración de vestimenta especializada para aventureros, deportistas, ecologistas y científicos, las fábricas vierten en el ambiente, en especial en el agua, estos compuestos que no se descomponen, pero sobre todo que son acumulables en el cuerpo humano, con su posterior implicación y daño del sistema inmunológico y hormonal de las personas.
Que las multimillonarias empresas mineras y petroleras no se interesen en lo más mínimo por la salud del planeta y sus habitantes, no es una novedad. Pero que aquellos que se supone se esfuerzan por el bienestar ecológico no tomen medidas de conciencia y austeridad en favor del ambiente, sí resulta un ejemplo vivo de la incoherencia de los seres humanos.
Mi preocupación por este tema empezó hace un par de meses, cuando asistí a un taller de capacitación para realizar un trampeo fotográfico con la finalidad de estudiar al oso andino, organizado por la Universidad de Cornell, Wildlife Conservation Society Ecuador y el Consorcio para el Desarrollo Sostenible de la Ecorregión Andina CONDESAN. Un diverso grupo de aproximadamente treinta profesionales, entre cartógrafos, biólogos, guardaparques, guías, fotógrafos y voluntarios nacionales y extranjeros, nos preparábamos para la colocación y revisión de una elaborada red de cámaras trampa en el noroccidente de Quito, pero irónicamente, con excepción de un par de guías locales y sus ayudantes, todos lucían estas modernas y sofisticadas prendas de vestir.
Que las multimillonarias empresas mineras y petroleras no se interesen en lo más mínimo por la salud del planeta y sus habitantes, no es una novedad. Pero que aquellos que se supone se esfuerzan por el bienestar ecológico no tomen medidas de conciencia y austeridad en favor del ambiente, sí resulta un ejemplo vivo de la incoherencia de los seres humanos.
Gracias a mi trabajo como director de fotografía de cine y vídeo, y ahora, por mi decisión de cambiar mi residencia hacia el bosque nublado de la región de El Chocó, en Tulipe, he vivido experiencias únicas de relación con la naturaleza y sobre todo con sus habitantes. Hace un poco más de dieciocho años, conviví durante tres semanas con uno de los grupos indígenas originarios de la Amazonía más apartados del occidentalismo. En la comunidad waorani de Bameno, asentada en las márgenes del río Cononaco que atraviesa el Parque Nacional Yasuní, aprendí que la mejor forma de vivir en simbiosis con la naturaleza, es sintiéndola y observándola como un muy delicado y equilibrado organismo generador de vida. Por ello, sus habitantes hacen lo posible para no sobreexplotar sus recursos alimentarios y de vivienda. En su gran sabiduría ancestral y natural, crearon “reglas” de oro para su relación en armonía con el bosque, tal vez las dos fundamentales son: no agotar la tierra cambiando continuamente la localización de sus pequeñas y básicas chacras, y producir el menor sufrimiento posible a los animales cuando deben cazarlos para sobrevivir.
Sería ridículo para nosotros adoptar las costumbres de vida en equilibrio de los “verdaderos seres humanos” (ese es el significado de waorani en su lengua), pero al menos deberíamos intentar no sucumbir ante nuestras vanidades y procurar generar el menor impacto al planeta. Duranibai es el nombre que le dan los wao a su casa comunal, y que arrebaté de forma abusiva de su lenguaje para bautizar a mi nuevo hogar en el bosque. Duranibai, “la casa de todos” debería llamarse también nuestra esfera planetaria; tal vez así la respetaríamos y crearíamos conciencia de que es el único hogar que tenemos.
En la comunidad waorani de Bameno, asentada en las márgenes del río Cononaco que atraviesa el Parque Nacional Yasuní, aprendí que la mejor forma de vivir en simbiosis con la naturaleza, es sintiéndola y observándola como un muy delicado y equilibrado organismo generador de vida.
No están de más las manifestaciones de rechazo en contra del extractivismo, siempre es importante demostrar nuestra inconformidad con las injusticias, el abuso y la explotación, pero es necesario también hacer un activismo verdadero, proactivo, que sirva de real ejemplo para la comunidad.
Utilicemos nuestras manos para trabajar la tierra por la que decimos luchar. Tomémonos el campo para así evitar que se lo tomen la codicia y el amor al dinero. Usemos nuestra mente para imaginar nuevas ideas que protejan y restauren los bosques. Realicemos actividades generadoras de vida y no de más confrontación. Adoptemos nuevas formas de vivir menos agresivas con la naturaleza y sus habitantes, pero sobre todo, hagamos que forme parte de nuestra cotidianidad la coherencia entre lo que pensamos, decimos y hacemos. Cuidemos de verdad nuestra gran casa, “la casa de todos”; tal vez así nos convirtamos algún día en verdaderos seres humanos.