Por Francisco Ortiz / @panchoora
Desde Manaos
Se dice en el río que hace mucho tiempo, cuando los animales todavía hablaban, el sol se enamoró de la luna. Sin embargo, su amor no duró mucho, pues al aproximarse el sol, ella se derretía y, convertida en agua, inundaba a la Tierra. Devastada por la imposibilidad de estar juntos, lloró días y noches. Su llanto se derramó sobre la Tierra y llegó al mar, pero aquel caudal de lágrimas dulces fue rechazado por el océano salado que lo devolvió aguas arriba. Así se formó el río Amazonas.
Luego de que el rastrillo rasguña su piel, el filo mohoso de una hoz zanja su tronco de un solo tajo, sin piedad. Su savia se derrama lentamente en forma de lágrimas por el surco trazado. Una cubeta metálica recolecta, paciente, su sangre lechosa, néctar de la riqueza y de la pobreza, de la esclavitud de todo un pueblo. Esta es la paradójica historia del caucho u oro blanco, historia donde los ricos gozaban de todo aquello que los pobres no alcanzaban ni a soñar.
Media hora navegamos por el río Negro, desde Manaos hacia el norte, hasta llegar al seringal Vila Paraíso más conocido como museo del caucho. La lancha de un solo motor se detiene en un pequeño puerto de madera. Es verano y el caudal del río corre porfiado tras el último mangle. Al final de la playa de arena blanca se divisan tres casonas de madera.
Este espacio fue cedido por la red O Globo al gobierno del estado del Amazonas, luego de que aquí se rodara La Selva, una película del director Leonel Vieira, protagonizado por la actriz Maitê Proença. Está ubicado en un lugar llamado Igarapé São João y es una réplica exacta de un seringal -nombre que se les dio a las haciendas del caucho- que existió hace ciento veinte años en un municipio cercano.
En la puerta principal del museo, Jaime Enrique Souza espera. Este seringueiro manauense será el guía. Tiene setenta y tres años y es padre de once hijos. Lo miro con atención y en su rostro apergaminado sobresale una sonrisa en forma de luna nueva y unos ojos que brillan como cuarzos. Me invita a caminar por el bosque. Su papá fue, quizás, uno de los últimos esclavos de la borracha, como le llaman acá a la leche del árbol que llora.
– ¿Qué representa la selva para ti? -le pregunto, mientras los cuarenta y siete grados centígrados de temperatura me hacen arder.
– La selva para mí es todo en el mundo, es mi casa, es mi vida, porque nací y me crié en medio de ella, por eso significa para mí todo en la vida. Mi madre es este bosque. Cuando me he enfermado ella me ha curado…
Con la vitalidad de un adolescente, cuenta que el oro blanco hizo que esta zona brillara más que los diamantes que aquí se traficaban.
Opulencia y esclavitud
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, Manaos deslumbró al mundo por una riqueza que, gigantesca, se levantaba sobre la explotación del caucho y el trabajo esclavo de miles de seres humanos. Mientras camino con Jaime por la selva veo cómo surge la habilidad del seringueiro para reconocer a cada árbol como si fuera uno más de su familia y para saber que sus troncos representan un camino.
Jaime me pregunta si sé algo sobre la primera fiebre del caucho. Me quedo callado unos segundos. Los territorios amazónicos estaban habitados en su gran mayoría por etnias indígenas –me dice–, pero la llegada de los primeros colonos sedientos de látex provocó un sanguinario enfrentamiento con los nativos. Los enfrentamientos terminaron en torturas, masacres, prostitución forzada y esclavitud. Se calcula que en solo 12 años, 30 mil indios y negros fueron esclavizados y asesinados.
La masacre estaba justificada por un negocio millonario. El dinero del oro blanco lo compraba todo e hizo de Manaos el corazón de Brasil. Jaime recuerda una conversación que mantuvo una noche con su padre, quién había trabajado desde los diez hasta los ochenta años como esclavo en un seringal. Le contó que durante el aquel boom del caucho, esta ciudad comenzó a crecer rodeada de lujos. Incluso, relata, llegó a tener luz eléctrica en sus calles y casas antes que en Londres. Los ricos, hombres y mujeres, vestían con sedas, satines y rasos italianos, sus mesas exhibían finos manteles blancos, cristalería de bohemia y de carey, porcelana china y de las indias orientales, cuchillos, tenedores y cucharas laminados en plata antigua… En aquellos tiempos, se bebía sólo vinos de Oporto del Alto Duero o champagne francés y los ricos llegaron a enviar a lavar su ropa en Europa. Claro, como tenían ya un puerto…
La fortuna que generó el caucho fue tal que pequeños pueblos perdidos en la nada se convirtieron de la noche a la mañana en prósperas ciudades donde se nadaba en la abundancia. Al igual que ocurrió en California en 1848 con la fiebre del oro; en lugares como Iquitos, en Perú, o Manaos, en Brasil, se hicieron famosos en el mundo por su opulencia. A partir de 1880, por ejemplo, Manaos fue la urbe que sostuvo al Brasil entero con su entrada de divisas provenientes del caucho.
Pero en la base de la pirámide social estaban los seringueiros, quienes extraían de los árboles la seringa o látex vegetal. Al dueño del seringal se lo llama seringalista y era el patrón de todos los seringueiros que trabajaban para él. En medio de tal riqueza, a estos esclavos les estaba prohibido cultivar dentro del seringal y solo les era permitido comprar comida y ropa en la tienda del patrón, que se las vendía cuatro veces más caro de lo que realmente costaba. Las deudas con el seringalista eran tan grandes que eran heredadas de padres a hijos.
De un tupido bosque pasamos a una choza donde el caucho es ahumado hasta formar una bala de hule gigante. El humo de la quema de leña para calentar el horno del látex me pellizca los lagrimales.
Jaime continúa:
“En cada seringal trabajábamos un mínimo de cien personas, entre 18 y 20 horas por día. Nos levantaban a la una de la mañana y no parábamos hasta las ocho de la noche o hasta que todo esté terminado. El seringueiro comenzaba a trabajar en el caucho desde los diez años, antes de esa edad es peligroso por todo lo que uno se puede encontrar en la selva. El trabajo era difícil, éramos esclavos, nunca ganábamos nada. En ese tiempo no había otra clase de trabajo, mi papá nunca pudo decidir dónde trabajar, él nació y murió donde le tocó en suerte, en el seringal”.
En la Amazonía se organizó una vasta red de extracción y distribución del látex a través de un sistema de endeudamiento. El seringueiro debía entregar la goma a su patrón, quien, precisamente para garantizar ese fin, ya le había adelantado alimentos, mercancías, medicamentos y herramientas. Para ello, este negociante se había financiado mediante una deuda contraída con una Casa Mayor, como se les denominaba a estos prestamistas. A la final, estas casas, que se hacían el producto, controlaban la operación y se encargaban de vender el látex a las empresas exportadoras localizadas en Belém de Pará, en la boca del Amazonas.
Jaime viaja y hace una pausa recordando a su padre, toma aire. Me cuenta que en 1912 era ilegal sacar las semillas del caucho en Brasil, sin embargo fueron sacadas clandestinamente por un inglés, Mr. Henry Wickham. Este señor llevó las semillas a Inglaterra para que florecieran dentro de un laboratorio. Luego, el gobierno inglés las transportaría a sus colonias del sudeste asiático, donde la producción se desarrollaría de forma industrial. Por la hazaña, la corona inglesa le dio a Wickham el estatus de Sir.
Hasta ahí llegó el boom del caucho brasileño. Fueron algo más de sesenta años los que llevaron a Manaos a ser considerada una ciudad del primer mundo, al mismo nivel que cualquier otra urbe europea. Son el Teatro Amazonas y el Palacio Río Negro pruebas irrefutables de su herencia europea. Basta mirar sus fachadas para darse cuenta de la opulencia que reinaba en Manaos.
Caucho para la guerra
Manaos vivió un segundo auge del caucho durante la Segunda Guerra Mundial. Japón asumió el control de las áreas tropicales del sudeste asiático en donde estaban los grandes cultivos industriales de caucho, por lo que el látex sudamericano se convirtió de nuevo en un producto estratégico, provocando un resurgimiento del interés político en las áreas caucheras de la Amazonía brasileña. Esta parte de la historia la tiene muy fresca en la memoria Jaime, pues su padre y él fueron parte de ella.
Con Malasia ocupada por Japón y con el afán de solucionar el problema de desabastecimiento de caucho que estaban sufriendo las fuerzas aliadas, el gobierno brasileño pactó un acuerdo con Estados Unidos.
Pero, claro, mientras que en Malasia un hombre, con las tecnologías de punta para la época, podía sangrar por sí solo más de 400 árboles diarios, produciendo anualmente casi 18 toneladas de látex, un seringueiro brasileño debía recorrer cientos de metros a través de la selva de un árbol al otro, desafiar a la espesa vegetación, a las plagas, a los animales y demás peligros de la selva, para producir apenas la quinta parte de lo que se lograba al otro lado del mundo. En Brasil, luego del primer boom, las zonas de extracción del caucho estaban prácticamente abandonadas, contando con tan solo 35.000 trabajadores antes de la guerra.
Al no poder optimizar el sistema de recolección, como era la tradición desde la revolución industrial, la única estrategia posible era tener mano de obra barata. El recurso fue volver a la lógica precapitalista feudal, es decir, el empleo de trabajadores en condiciones infrahumanas. El gran desafío de Getúlio Vargas, entonces presidente de este país-continente, fue reclutar a 60.000 hombres para inaugurar una nueva unidad dentro del ejército regular brasileño. A ellos se los conoció como los soldados del caucho. Su misión: elevar exponencialmente la producción de caucho, de las exiguas 16.000 toneladas logradas en 1941, a 70.000 anuales.
Al respecto un dato curioso. El historiador Marcus Vinicius Neces cuenta que de los 20.000 soldados brasileños que pelearon en Europa, apenas 454 murieron en batalla; sin embargo, de los 60.000 soldados del caucho que fueron enviados entre 1942 y 1945 a la Amazonía, casi la mitad sucumbieron a la selva sin haber disparado un tiro.
Ya de vuelta en la vieja casona del seringal Vila Paraíso bebo un vaso de agua fría para apagar la sed. La brisa del río Negro pareciera que no sopla a ningún lado, es como si prefiriera quedarse inmóvil, muda, cómplice de esta historia.
– ¿Eres feliz? –le pregunto a Jaime.
– Soy feliz porque tuve una vida tranquila pese a todo. Yo nunca estudié, soy analfabeto, sin embargo, mi familia me respeta. Nunca hice daño a nadie ni lo haría. Yo viví toda mi vida sin dinero y por eso para mí lo primero es mi salud y luego la familia.
Se aleja caminando sobre esos troncos que hacen las veces de piso. Entra en la bodega del patrón y toma exactamente las mismas herramientas que alguna vez lo hicieron esclavo: una hoz, el rastrillo y la lamparilla a queroseno. Con su sonrisa de luna nueva saluda al nuevo grupo de turistas que acaba de entrar.
Incluso hoy, al recorrer Manaos se puede sentir en el aire toda esa opulencia y miseria que vivió esta ciudad a causa del caucho. Es como si el exceso y la carencia absoluta se necesitasen mutuamente. Ya de regreso a Quito, sentado en la cuarta fila del avión que me trajo de Panamá a Quito, pienso que esos aires de injusticia no son exclusivos de Manaos ni de Brasil, son una constante en América Latina: la eterna brecha entre los más ricos y los más pobres de América Latina, la codicia de los inversionistas, la esperanza de los explotados, la repetición de la fórmula -perfectamente camuflada como un nuevo pretexto para el desarrollo- en Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Brasil… Es como si la historia no sirviera para nada, como si el boom, cualquier boom, acabara con la memoria, incluso, con un museo como el del caucho.