El Pueblo Kichwa de Sarayaku, en la Amazonía ecuatoriana, inspiró al Centro de Justicia Climática de la Universidad de California para crear un nuevo estándar estándar de mitigación climática. Se trata del Estándar de Justicia Climática, que aboga por mecanismos que contribuyan a la descarbonización, pero también a la justicia social.
Este pueblo indígena otorgó la categoría de Selva Viviente a su territorio, después de expulsar a la industria petrolera en 2012. La protección del bosque ha garantizado la conservación de millones de toneladas de carbono en la vegetación y en la tierra.
Sarayaku ahora implementa el proyecto Kawsay Ñampi, con el que busca ser reconocido por las prácticas ancestrales con las que han resguardado la biodiversidad. Además, busca financiamiento para continuar con la protección de su territorio y llevar a cabo su Plan de Vida.
Por Ana Cristina Alvarado / @ana1alvarado
Un pueblo indígena inspiró la creación de un estándar para la certificación de proyectos de mitigación de cambio climático. El Pueblo Kichwa de Sarayaku, asentado en el centro de la Amazonía ecuatoriana, trabaja desde el 2020 en la iniciativa Kawsay Ñampi —Camino de Vida, en su lengua kichwa—, con la que busca captar fondos de entidades no asociadas a las industrias de combustibles fósiles para conservar la naturaleza, “garantizar nuestra existencia como pueblos originarios y aportar a la mitigación del cambio climático”, según explicó Hernán Malaver, presidente de Sarayaku.
Ese camino motivó el desarrollo del Estándar de Justicia Climática (CJ), liderado por el Centro de Justicia Climática de la Universidad de California. Esta metodología se enfoca en propuestas diseñadas por los pueblos indígenas y comunidades locales, antes que en aquellas que presentan los desarrolladores de proyectos de mitigación, que pueden estar enfocadas en captura forestal de carbono o en soluciones tecnológicas para reducir o captar emisiones. Esta iniciativa busca hacerle frente a los proyectos de bonos de carbono que en varios casos internacionales han sido señalados por inflar sus resultados o violar los derechos de las comunidades que deberían ser las beneficiarias.
Tracey Osborne, profesora y directora del Centro de Justicia Climática de la Universidad de California, explica que se trata de una certificación “add-on”. Es decir, un desarrollador o proponente puede certificar un proyecto forestal de mitigación con otros estándares de carbono, como los de la organización escocesa Plan Vivo o de la organización estadounidense Verra, y agregar el CJ Standard como una guía para trabajar en equidad con comunidades. El segundo camino propuesto por el CJ Standard es el modelo de Contribución Climática, una opción para entidades que buscan alinear sus estrategias de sostenibilidad con metas más amplias de responsabilidad social y cuidado ambiental.
El estándar, dice Osborne, tiene como objetivo promover soluciones climáticas naturales, con proyectos como la restauración, el manejo forestal sostenible y la conservación. Actualmente, el Centro está levantando fondos para formalizar las metodologías y simplificar el proceso para las comunidades, con el objetivo de reducir tiempo y costos, y de esta manera facilitar el liderazgo de los pueblos indígenas y comunidades locales.
Pero, ¿por qué crear un nuevo estándar para un mercado que ha sido altamente criticado? “Los mercados de carbono no desaparecerán pronto. Aunque los mercados de carbono para bosques han disminuido, los mercados para la captura y almacenamiento de carbono que permiten la continuidad de la producción de combustibles fósiles han ido en aumento. Ahora que entendemos esos problemas, tenemos la oportunidad de desarrollar nuevos mecanismos que apoyen a las comunidades y a la sociedad de maneras más transformadoras”, explica Osborne. El objetivo es tener lista esta propuesta para la Conferencia del Clima que se celebrará en Brasil, en 2025.
Kawsak Sacha o selva viviente
El Pueblo Kichwa de Sarayaku está a 70 kilómetros de la ciudad de Puyo, la capital de la provincia de Pastaza. Para llegar a la comunidad, hay que recorrer una carretera desde Puyo durante dos horas. Después hay que transitar un camino de tercer orden, hasta un improvisado puerto en el pequeño caserío de Tzatsapi. Finalmente, hay que embarcarse en un bote que navegará el río Bobonaza, tributario del Pastaza, por unas dos horas más.
La vía fluvial está enmarcada por un frondoso bosque y el líder José Gualinga guía el camino.
En 2020, Pastaza almacenó 441.49 millones de toneladas de carbono forestal, o carbono albergado en la vegetación sobre el suelo, de acuerdo con datos del proyecto ‘Ciencia y Saber Indígena por la Amazonía’ de la Fundación Ecociencia. Esto representa el 30 % del total de las reservas en la región amazónica ecuatoriana, que albergó en ese mismo año 1300 millones de toneladas de carbono.
En esta provincia se extiende parte del bosque siempreverde de tierras bajas del Tigre- Pastaza, uno de los ecosistemas de mayor importancia en Ecuador en cuanto a captura de carbono y conservación de la biodiversidad, explicó Ecociencia. El 96 % de las reservas de carbono forestal de Pastaza está en territorios indígenas y áreas protegidas.
Esos datos positivos de conservación son, en voz de los indígenas, el resultado de la oposición histórica de Pastaza a las industrias extractivas. En contraste, provincias como Orellana y Napo sufren los impactos de la deforestación provocada por las industrias petrolera y minera, y también por la minería ilegal. “Sarayaku trazó el camino, nadie antes creía que podía parar y expulsar a una empresa petrolera”, afirmó la lideresa Patricia Gualinga, vía telefónica, días antes de la visita de este equipo periodístico a su territorio.
A medida que el bote avanza, José recuerda que, en 1989, Sarayaku se opuso a la exploración petrolera de la empresa estadounidense Arco. Sin embargo, en 1996 el Estado ecuatoriano entregó una concesión a la Compañía General de Combustibles (CGC) de Argentina sin el consentimiento del pueblo indígena. “Hubo violencia en la selva”, recuerda el líder. La empresa, según dice, intentó durante años sobornar y dividir a este pueblo sin éxito. A inicios de 2003, CGC entró al territorio con escolta de las Fuerzas Armadas y, para iniciar la exploración, enterró 1433 kilos de un explosivo llamado pentolita.
Sarayaku continuó su oposición a los combustibles fósiles hasta que en 2003 llevó el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que a su vez presentó una demanda ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2010. Dos años más tarde, la Corte emitió una sentencia en la que declaró que el Estado ecuatoriano violó los derechos del Pueblo Kichwa de Sarayaku y ordenó el retiro de los explosivos enterrados por CGC. Hasta septiembre de 2024, no se ha cumplido la sentencia.
“Para el gobierno y para las petroleras, [la pentolita] no era un peligro, porque estaba fuera de la comunidad, pero para nosotros el territorio es una casa”, dice José Gualinga después de llegar a la comunidad y mientras recorre el Sacha Ruya (Jardín Botánico) donde se conservan especies como el wayuri, una palma con la que se construyen los techos de las casas.
“Sarayaku es una tierra viva, es una selva viviente; ahí existen árboles y plantas medicinales, y otros tipos de seres”, contó en 2011 ante la Corte IDH Sabino Gualinga+, yachak (sabio) del Pueblo y padre de Patricia y José. Para los kichwa amazónicos, la selva no es un objeto del que se extraen recursos, sino un sujeto vivo, con derechos y con agencia propia, y los kichwa son parte de esta entidad, no están sobre ella, explica José tras una larga conversación.
En 2018, Sarayaku declaró a su territorio como Kawsak Sacha (Selva Viviente); un modelo de conservación propio y libre de actividades extractivas, contrario a la explotación petrolera, forestal y minera que se ha dado en áreas de conservación nacional, como el Parque Nacional Yasuní. Este modelo también se basa en el respeto a la gobernanza indígena, pues en Ecuador, la declaración inconsulta de las áreas protegidas también ha causado conflictos interculturales y violación a derechos como la educación.
Un sistema fallido
El dióxido de carbono es el principal gas de efecto invernadero, el fenómeno que provoca el calentamiento global y el cambio climático. Los combustibles fósiles son los principales responsables de la emisión de este y otros gases contaminantes. Para contrarrestarlo, desde la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático de 1997, celebrada en Kyoto, las naciones parte pueden neutralizar sus emisiones con la compra de bonos de carbono emitidos por proyectos basados en la captura de carbono forestal o en soluciones tecnológicas.
Estos mecanismos han permitido el greenwashing, es decir, un lavado de imagen para crear la ilusión de responsabilidad ecológica. Por ejemplo, empresas se han declarado “carbono neutrales” mientras siguen construyendo o invirtiendo en cadenas de suministro basadas en combustibles fósiles u otras actividades destructivas para el ambiente, según un reporte emitido en 2021 por António Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas.
“Sale el boom de la crisis climática, de los financiamientos para combatir la crisis y han adoptado términos que generan confusión”, señaló Patricia Gualinga como uno de los defectos del mercado de carbono. Las palabras usadas, como carbono, bonos, ‘offsets’ (sinónimo de bonos) o cero neto (sinónimo de carbono neutral), son nuevas para los pueblos indígenas y comunidades locales que han protegido los sumideros de este gas de efecto invernadero. “Buscando la solución, mercantilizan el conocimiento de la naturaleza”, afirmó la lideresa.
Una publicación del medio británico The Guardian reportó que la “mayoría de los bonos” certificados por Verra, la mayor certificadora del mundo, no tenían un impacto positivo en el clima y subestimaban el riesgo de que se traslade la deforestación a otro lado. Además, algunos proyectos llevaron al desplazamiento o al despojo de comunidades vulnerables, a pesar de la existencia de salvaguardias o medidas para evitar impactos sociales.
En Brasil, la Funai, la agencia indigenista estatal, exigió en junio de 2024 que se investiguen los contratos del empresario Michael Green con pueblos originarios por ser “excesivamente desfavorables”, como lo reportó el medio brasileño SumaUma. La organización también recomendó que la Fiscalía Federal Especializada de la Funai evalúe presentar demandas “para detener y reparar el daño sistemático y continuo a los Pueblos Indígenas que tienen sus territorios indebidamente apropiados por terceros en el mercado voluntario de carbono”.
Para Patricia Gualinga, “lo más terrible es que no nos reconocen como los actores principales del conocimiento albergado”. El Pueblo Kichwa de Sarayaku ha conservado el 96 % de los bosques de sus 144 000 hectáreas, de acuerdo con Alex Dahua, dirigente de territorio de esta comunidad. También ha mantenido 32,4 millones de toneladas de dióxido de carbono bajo suelo, es decir, carbono que no se emitió al evitar la explotación de los bloques petroleros en el territorio, según un cálculo de Osborne.
Kawsay Ñampi o Camino de Vida
Las monitoras del sistema agrícola tradicional Sicha Malaver y Mireya Gualinga caminan alrededor de las chagras y con la ayuda de la aplicación Locus Map miden el perímetro. Guardan este dato para registrar cómo y en qué tiempo se regeneran los bosques. Samai Gualinga, vicepresidenta de Sarayaku, las acompaña. La lideresa explica que el sistema productivo tradicional es rotativo.
En un primer momento, las familias talan una hectárea de bosque secundario para sembrar yuca, papa china, plátano, piña y otros alimentos. Esa es la chagra. Antes del año cosechan la yuca y siembran una nueva camada. Pronto cosecharán también el plátano y demás frutos. Esta etapa es llamada ushun. Después siembran barbasco, una planta de la que se extraen sus raíces para la pesca. Tras su cosecha, dejan que la unidad productiva se repueble por especies de la selva. Este es el purun o bosque secundario. Finalmente, permiten que la tierra descanse 15 años, en los que el ruku purun o bosque secundario viejo todavía dará algunos productos comestibles. Pasado ese tiempo, empezará el ciclo de nuevo.
Sicha Malaver, Mireya Gualinga y Sabine Bouchat, una agrónoma belga que llegó hace más de tres décadas a la Amazonía ecuatoriana, son parte de los kawsaytarunas, los monitores de la Selva Viviente, un equipo que está estudiando los bosques y los ríos. El objetivo es demostrar cómo las prácticas ancestrales de Sarayaku contribuyen a la captación del carbono y al resguardo de la biodiversidad.
Esta es una de las actividades que se lleva a cabo como parte del proyecto Kawsay Ñampi o Camino de Vida, que cuenta con el apoyo y el asesoramiento técnico del Centro de Justicia Climática de la Universidad de California. Con esta iniciativa se busca captar fondos limpios para financiar el Plan de Vida de Sarayaku, basado en la gestión consciente del territorio y en el Sumak Kawsay, el buen vivir bajo su cosmovisión y gobernanza. Así lo explicó Bouchat, coordinadora del proyecto.
En otras palabras, a través del Kawsay Ñampi, los kichwa de Sarayaku buscan el reconocimiento por el trabajo histórico que han realizado para conservar la biodiversidad y sus bosques como reservas de carbono. “Todo este trabajo, toda esta conservación del territorio es para el Pueblo de Sarayaku, para la Selva Viviente. Pero también es un plus para el combate al cambio climático”, afirma Bouchat.
El proyecto también contempla el fortalecimiento de capacidades de los kawsaytarunas y de los kaskirunas (guardianes de la Selva Viviente), que desde hace unos 15 años recorren el territorio para mantenerlo libre de cazadores, pescadores y madereros. Ahora, estos equipos manejan herramientas como drones y monitoreo satelital.
“Este es el tipo de proyecto que debería recibir financiamiento climático, pero no es así”, dice Tracey Osborne por teléfono. “El financiamiento climático para compensaciones no suele abordar las causas principales de la deforestación y puede limitar las prácticas tradicionales de uso de la tierra de los pueblos indígenas y las comunidades locales”, añade.
Una de las causas de deforestación mencionadas por Osborne es un proceso llamado fuga. Es decir, aunque los proyectos de carbono forestal protegen un área determinada, la deforestación se traslada a zonas no protegidas. La Evaluación cualitativa de proyectos de créditos de carbono de Redd+, publicada por la Escuela de Política Pública Goldman, encontró que el 59 % de los proyectos Redd+ de Verra no aplicaron ninguna deducción por fugas. “Es probable que la cartera de proyectos sobre entregue créditos al no deducir créditos suficientes para cubrir el riesgo de fuga”, se concluye en el documento. “Proyectos como el de Sarayaku protegen a los bosques de esos factores de deforestación”, opina Osborne.
Algunos proyectos de carbono también han tenido graves impactos sociales. En algunos casos se ha prohibido la caza y la agricultura rotativa, actividades tradicionales de varios pueblos indígenas y, en otros, incluso ha habido desplazamiento.
Un lugar que no podemos perder
La propuesta del Pueblo Kichwa de Sarayaku cobra aún más importancia porque nace en la Amazonía, el primero de una veintena de lugares en todo el mundo que “no podemos darnos el lujo de perder, debido a sus reservas de carbono irrecuperable”, de acuerdo con el artículo ‘Mapeo del carbono irrecuperable en los ecosistemas de la Tierra’, publicado en la revista científica Nature en 2021.
“El estudio plantea un escenario de pérdida total de la vegetación. Mientras los ecosistemas se recuperan y llegamos al 2050, no logran capturar el total del carbono que tienen actualmente. Esa diferencia es el carbono irrecuperable”, explica Christian Martínez, gerente senior de análisis espacial de la organización no gubernamental Conservación Internacional Ecuador. Para esta metodología se sumó el carbono albergado en la vegetación y en el suelo. “Sería devastador para el planeta perder el carbono almacenado en estos ecosistemas”, se lee en el informe ‘Carbono irrecuperable: los lugares que debemos proteger para evitar una crisis climática’, realizado por los mismos autores de la publicación en Nature.
La Amazonía enfrenta amenazas como la construcción de vías, la expansión de la frontera agrícola y ganadera, el avance de la minería de oro y de la industria petrolera, de acuerdo con el informe ‘Estado de la Amazonía en 2023’, realizado por Monitoring of the Andean Amazon Project, una iniciativa de la organización Amazon Conservation. Esta publicación advierte que la deforestación provocada por estas actividades acerca a la Amazonía a dos puntos críticos. El primero es la conversión de los bosques húmedos en sabanas. El segundo es el paso de la Amazonía desde un sumidero vital de carbono, que mitiga el cambio climático, hacia una fuente de emisión de carbono.
El estudio publicado en Nature también encontró que el 33 % de los puntos de carbono irrecuperable alrededor del mundo están en tierras indígenas, mientras que el 24 % están en áreas protegidas. En Ecuador, las cifras se ubican en 43,7 % y 37,9 % respectivamente. Estos datos dan cuenta de que la gestión de los territorios indígenas es una modalidad eficaz contra la deforestación y que es una de las 100 soluciones más eficaces para frenar el cambio climático. Por ejemplo, en promedio, la parroquia Sarayaku, de la que el Pueblo Kichwa del mismo nombre es la cabecera parroquial, tiene 38,2 toneladas de carbono irrecuperable por hectárea, de acuerdo con información enviada por Conservación Internacional Ecuador.
El Estándar de Justicia Climática
Tracey Osborne se inspiró en este pueblo kichwa tras asistir al lanzamiento del Kawsak Sacha. En un inicio, Sarayaku se encaminó a desarrollar un proyecto para la venta de bonos de carbono exclusivamente a la Universidad de California, pues no querían estar involucrados con empresas contaminantes o que violan los derechos humanos.
Esto no prosperó porque Ecuador prohíbe en su Constitución la venta de servicios ambientales, como la captura forestal de este gas. Además, la Universidad prefirió descarbonizarse, o sea, disminuir progresivamente las actividades contaminantes y reemplazarlas por alternativas con menos emisiones, en lugar de comprar bonos. Finalmente, el proyecto Kawsay Ñampi “va más allá de lo que típicamente se encuentra en la mayoría de los proyectos de mitigación del cambio climático», indicó Osborne.
Este proyecto no es “carbono-céntrico”, sino que integra estrategias ambientales con dimensiones sociales de la acción climática. De acuerdo con Osborne, el diseño de Kawsay Ñampi no se adaptó a las metodologías de los desarrolladores de proyectos de bonos de carbono o de las certificadoras, sino que buscó que las metodologías se adapten a las acciones que Sarayaku quería tomar para proteger sus bosques.
De esta manera, el Centro de Justicia Climática de la Universidad de California y Sarayaku están colaborando en la construcción de un nuevo modelo basado en los principios de la justicia climática. Además del enfoque en el carbono, tanto el proyecto Kawsay Ñampi como el Estándar de Justicia Climática (CJ Standard) apoyan la protección de la biodiversidad y la justicia social. Por eso, uno de los principios del estándar es que los compradores de compensaciones adopten medidas de descarbonización.
Universidades y organizaciones no gubernamentales podrían ser parte de la cartera de clientes de este pueblo indígena. “Todos los beneficios económicos de este proyecto irán al plan de Vida de Sarayaku”, aseguró la experta.
Daniel Ortega, Director del programa Carbono Forestal y Clima de la Universidad de Michigan State, considera que la innovación en la gestión del carbono forestal es necesaria, pues es una industria naciente. “Existe clamor a nivel internacional para que se cree una confianza”, añade.
David Young, investigador independiente en temáticas forestales, cambio climático y finanzas climáticas, cree que el Estándar de Justicia Climática es necesario. “Nos saca de la visión estrecha de la contabilidad del carbono y del enfoque en el carbono como mercancía única. Este estándar abarca la multiplicidad de los bosques y de las implicaciones sociales”. Young cree que el mayor reto para esta propuesta es que sea usada ampliamente. Además, cuestiona si el hecho de que esté tan enfocado en pueblos indígenas es una limitante a la hora de aplicarlo en comunidades que no se identifican como indígenas, pero que también han resguardado sus recursos naturales tradicionalmente.
A miles de kilómetros de distancia de California, los habitantes de Sarayaku siguen trabajando en el proyecto Kawsay Ñampi. Ahora están esperando un informe positivo de la verificadora mexicana ANCE para obtener una certificación de Plan Vivo. Con este certificado, Sarayaku podrá vender unidades de conservación bajo el modelo de Contribución Climática y, de esta manera, recibir al fin un reconocimiento por su labor como guardianes de la Selva Viviente.
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