Por Cristina Burneo Salazar
Fotos: Proyecto Fluz acerca de la violencia contra la mujer*
Me hubiera gustado volver a tocarla,
escucharle la voz que ya no recuerdo,
aunque más no sea en sueños.
Sara, mamá de Sarita.
Chicas muertas, Selva Almada
Los ríos de Cuenca. Tomebamba, Yanuncay, Machángara, Tarqui. Los sonidos del río que corren con la ciudad y resuenan bajo los puentes. Los ríos de Cuenca, por donde pasan bolsas negras de basura como sombras. Por cuánto tiempo podrá un cuerpo recorrer un río.
Esos ríos van a dar a la central hidroeléctrica Mazar, monstruo de agua situado entre Azuay y Cañar. Una empresa comunitaria de pequeños botes es responsable de limpiar la presa. Sus navegantes conocen bien el curso de esas aguas. En estos años, han recogido desechos de todo tipo. En el 2010, reporta la prensa, vieron pasar cuatro cabezas de vaca y las tuvieron que recoger para enterrarlas en tierras cercanas. Lo que puede llevar un río.
El barquero del Hades se llamaba Caronte. El mito griego dice que era el encargado de guiar las sombras de los difuntos de un lado al otro del río Aqueronte, el río de las aflicciones. Hoy, en Azuay, aparecen estos otros Carontes anónimos. Son barqueros de mujeres asesinadas. Son ellos quienes han rescatado cuerpos de la presa Mazar. En Azuay –me dice cada persona con la que hablo en Cuenca– cada vez tiran más cadáveres al río, es algo que se sabe.
Desde Cuenca, Gustavo Lucero –biólogo– me ayuda a imaginar el trayecto de un cuerpo desde los ríos hasta la presa. Dependiendo de la corriente –me dice– puede tomar dos o tres días si el cuerpo no se detiene en El Descanso, el puente Europa o Uzhupud. Puede ser que haya cuerpos tirados en el espejo de agua cerca de Guachapala, piensa Gustavo. El espejo de agua: vernos reflejadas allí, en el riesgo de morir. Ver pasar en el agua la imagen de las mujeres asesinadas, Ofelias destrozadas, metidas en plástico.
“Solo los cuerpos que flotan pueden recuperarse. Mazar fue construida para proteger a Paute de los sedimentos, los fondos de la represa son lodos en descomposición. Si los cuerpos se hunden, nadie los hallará, y los botes solo pueden limpiar por arriba, así que ese es terreno ideal para que desaparezcan”, me escribe Juan Carlos González, experto en conservación. Qué conocimiento siniestro el que debemos tener para buscar los cuerpos de mujeres asesinadas por femicidas que pensaron en esto: comprar bolsas plásticas, transportar los cuerpos, tirarlos al río, esperar que el lodo se trague sus actos. Aun si esos cuerpos desaparecen, la memoria los trae de vuelta, son las luchas de cada familia que no se resigna al olvido al que pretenden arrastrarla esos fondos.
El 3 de abril de 2017, el cuerpo de Cristina Palacio Salamea fue hallado justamente en el embalse de Guachapala. Su femicida había lanzado su cuerpo a la altura del puente Durán Ballén. Cristina fue violada y asesinada por un excompañero de trabajo. Yo vi su imagen por primera vez a pocas horas de que sus familiares reportaran su desaparición: se me quedó grabada la sonrisa que se abría por sobre una bufanda celeste con brillitos, y no dejó de estremecerme que llevemos el mismo nombre. Cristina podemos ser todas.
El rostro de las mujeres que asesinan se nos vuelve familiar en la cercanía que nos van dando las luchas por encontrarlas. Del duelo, sus familias hacen una fuerza: la madre de Cristina, Sonia Salamea, agrupa a quince familias de mujeres asesinadas en la Red de Familias para luchar contra el feminicidio y la violencia de género. No solo empezamos a conocer quiénes eran las mujeres asesinadas, también vemos a sus madres, familias, amigas, convertirse en guerreras. A las mujeres y niñas las conocemos por sus fotografías de desaparecidas, sacadas de sus muros de Facebook o de álbumes familiares como acto de fe: buscar. Nadie imagina que una foto nuestra pueda convertirse en imagen de agonía. Tras la sonrisa de Cristina, su madre y una familia que no puede morirse ni enloquecer de dolor porque debe hacer el trabajo que no hacen el Estado ni la policía. Tras Cristina, el rostro de todas las asesinadas: las anónimas, las presentes, las violadas, las pequeñas.
María Cecilia Alvarado lleva un registro de las mujeres asesinadas en Azuay y habla de cada caso con una familiaridad que sobrecoge. Se refiere a detalles de los casos de Anabel, Bertha, Evelyn. Hay una intimidad en el uso del primer nombre que se abre cuando conocemos la vida de estas mujeres, sus últimos minutos, su lucha final. En este mundo, nos hermanan con ellas la violencia, la voluntad de reivindicar su memoria y el riesgo de muerte que compartimos. En la lista de María Cecilia, con los nombres de las niñas y las mujeres asesinadas aparece su terror, es lo que se respira al leer las circunstancias de sus muertes.
Ruth Castro fue asesinada el 24 de mayo de 2016. Tenía 21 años. Su caso fue el primero en Azuay en juzgarse como femicidio y en obtener sentencia acorde. La pena para Darwin B. fue de 26 años.
Anabel Estefanía Muñoz fue violada y asesinada el 1 de julio de 2016. Aún no hay culpables. Tenía apenas 13 años. Fue encontrada en el río.
Evelyn era una bebé. Tenía 11 meses de nacida. Su padre intentó agredir a su mamá con un arma blanca y terminó hiriéndola a ella.
A Verónica Lojano la dejaron inconsciente en el patio de su casa. Era estudiante del colegio Herlinda Toral, tenía 18 años.
Jéssica Gordillo fue asesinada el 29 de abril de 2017. Su femicida tiró su cuerpo en una quebrada en el sector La Dolorosa de Racar. Por ser menor de edad, fue sentenciado a 8 años de “rehabilitación”.
Jenny Jua, mujer shuar, fue asesinada a balazos en su casa por su expareja delante de sus dos hijos.
Blanca Olivia Duchi intentaba defender a su hija de su yerno, cuando fue asesinada por él. Su femicida está prófugo.
Elvira Abibullayeva temía a su esposo y a su hijo: ambos la violentaban. Puso una denuncia en enero. Llamaron desde su casa a decir que se había caído. Tenía cortes en el cráneo. Su esposo, el acusado, se acogió al derecho de silencio y dice que solo va a declarar en ruso, su lengua materna, algo que el sistema no puede ofrecer.
A Ximena Orellana su pareja la asesinó a martillazos el 5 de noviembre de 2016. En Guachapala. Tenía dos hijas. Su femicida está detenido, pero aún no hay sentencia. Él le reventó los ojos, quizá mientras estaba viva, y la escondió en el pozo séptico de su casa. Las dos niñas se hallan con su abuela. El femicida solicitó la tenencia.
Cristina Zuquilanda se había ido a un bar del centro con amigos. La desmembraron, la pusieron en fundas y se la llevaron en un taxi. El taxista preguntó qué era el bulto que metían en la cajuela. La tiraron al río.
“Cristina Zuquilanda fue el primer caso por el que salimos a la calle en 2011. Estaba divorciada y tenía dos niños. La drogaron y la mataron luego de violarla. Nos decían: es divorciada, ¿qué hacía en una discoteca? Tenía 40 años. La familia se tuvo que ir de aquí”, narra María Cecilia.
Su padre. Su yerno. Su compañero de trabajo. Su pareja. Sus amigos. “Mi tía vio pasar dos cuerpos flotando por el río una mañana”, me cuenta Andrea Malquin, de Hollaback Cuenca, una aplicación que sirve para denunciar acoso sexual. Ver dos cuerpos pasar aguas abajo. Uno, de mujer. “Las orillas de los ríos son espacios inseguros, hay exhibicionismo, masturbadores. Los ríos en Cuenca tienen historias”, dice Andrea, y enfatiza que esta violencia se inicia con el acoso en la calle: “Y terminamos enfundadas y tiradas al río.” Nos incineran luego de violarnos y borran las huellas. Hacen cenizas de nuestro cuerpo.
Hollaback Cuenca hizo una encuesta a 514 personas para preguntarles sobre acoso en el espacio público. El grupo más grande son niñas: entre los 11 y los 14 años, las niñas en Cuenca escuchan frases como “qué rica raja” y son víctimas de tocamientos. “A mí me tocaron a los 14 años”, dice Andrea, comprometida con romper el silencio en una ciudad en donde no es fácil hacerlo. “El 95% de las niñas se queda con una terrible sensación de asco y miedo frente al acoso, así vivimos aquí.”
El acoso, la violencia y los asesinatos a mujeres suceden en todos los sectores sociales en Azuay. Las muertes más anónimas quedan abandonadas a la inoperancia del sistema de justicia, y las más notables son protegidas por el poder. Guardianas de un orden moral antiguo, muchas familias poderosas de Cuenca lo tienen todo calculado cuando hay violencia de género: los conserjes tienen prohibido llamar a la policía, los abogados defensores de las mujeres pueden ser perjudicados, tienen temor de tomar los casos, me cuenta Andrea. En casos de gente conocida, la solidaridad con las mujeres desaparece ante los intereses y pactos de clase. En casos de mujeres pobres, la imposibilidad para sus familias de ir a la ciudad y exigir justicia deja sus asesinatos en la impunidad, y a sus hijos, aún más abandonados.
“La tipificación genera conciencia, y la presión social de los feminismos aporta mucho”, me dice Diego Jadán, abogado y docente de la Universidad de Cuenca. “Pero la cadena de violencias no se reconoce”, insiste. Ya sabemos que las violencias no están aisladas y que es necesario desmontar todo un orden para contrarrestarlas. También sabemos que el Estado punitivo no resuelve los asesinatos. Nos resistimos a tomar las medidas necesarias para una verdadera erradicación de la violencia. Para que eso suceda, muchos hombres y mujeres tendrían que renunciar a sus privilegios. Si no queremos desmontar una estructura hecha para la impunidad y la violencia, seguiremos viendo cuerpos pasar por el río.
La incomprensión de lo que es la violencia contra las mujeres llega a grados insólitos. Fue en la Universidad de Cuenca en donde Diego fue lector de una tesis de pregrado titulada “El juzgamiento del femicidio como homicidio agravado”. Su autor, Francisco Gangotena Machuca, dirigido por su tío, Kaysser Machuca, afirma que tratar el femicidio como tipo penal autónomo “vulnera principios sustanciales como el de igualdad e inocencia, perjudicando así a las personas procesadas”. Las relaciones entre violencia sexual, patrimonial y feminicidio, las cifras históricas de asesinatos a mujeres, hoy incontestables, se ignoran en este trabajo (en esta entrada al blog de María José Machado puede leerse un comentario más elaborado). Por oponerse a que se aprobara, Diego Jadán fue acosado laboralmente y se lo acusó de “contaminar el derecho con cosas que nada tienen que ver, como el enfoque de género.”
“La violencia contra los hombres puede ser terrible. Si nos cortan el pene nos complican la vida, pero si a ustedes les cortan un seno, les queda el otro”, decía otro de los miembros del tribunal. Ese es el nivel de la discusión en torno a violencia de género en este país. Si esto sucede en una universidad respetada como la de Cuenca, no podemos esperar que se construyan respuestas en los espacios académicos suficientemente consistentes para combatirla. Esto no es anecdótico: sabemos que la misoginia y las limitaciones propias del pensamiento conservador han demonizado la justicia de género que demandan sociedades enteras. Al contrario de todas las otras defensas, esa fue llevada en privado y con dos guardias vigilando la puerta. Diego Jadán fue amenazado con una golpiza y llamado a consejo universitario. A propósito de los pactos de clase.
La primera docente mujer en Jurisprudencia en la Universidad de Cuenca fue Ximena Medina. Este es un llamado a la memoria colectiva que hace María José. Ella acompañó a Diego durante su acoso laboral. Feminista, fue acusada de mal influir en su compañero de vida. Sí, en el 2017. María José recuerda a Ximena en un acto de justicia:
Ximena Medina tenía 32 años cuando fue asesinada por su expareja. Era abogada penalista y una de las pocas docentes de la Facultad en un mundo hecho por patriarcas. Su femicida había estado privado de libertad, Ximena era voluntaria en Derechos Humanos en el centro de Rehabilitación de Varones de Cuenca, y allí se conocieron. Tras su muerte, se le adjudicaron amantes y se manchó su memoria por ser una mujer libre. Fue asesinada en su casa, mientras su pequeña hija dormía en otra habitación. Después de muerta, siguió siendo acusada de su propia muerte.
Años más tarde, un estudiante llega a la misma facultad en donde enseñaba Ximena y niega que exista violencia contra las mujeres. Niega que los hombres matan a las mujeres porque toman el amor por posesión. Niega que se amenaza a las mujeres por “putas”. Niega las causas del asesinato de Ximena, quien habría podido ser su profesora. Y afirma un orden hecho para que tesis como la suya puedan ser aprobadas. Para que las razones de la muerte de Ximena puedan ser ignoradas. Para que todo siga igual.
Cuando leo sobre Ximena, veo que diario El Tiempo, de Cuenca, reporta: “cinco mujeres han muerto entre 2006 y 2008” por lo que hoy reconocemos como violencia de género. Hoy, en 2017, solo en 250 días de lo que va del año, el colectivo de Geografía Crítica reporta 112 feminicidios. En Ecuador, una mujer muere de manera violenta cada 53 horas. El aumento del registro, la tipificación, la obligación de adoptar una visión de género dentro del sistema judicial, vienen de la presión y el trabajo diario de los feminismos.
- Si quieres leer el informe completo de Geografía Crítica Ecuador, haz CLIC AQUÍ.
En ese sentido, María José Machado me guía por la historia de los feminismos azuayos. La resistencia conservadora se ha visto históricamente interpelada por mujeres enormes de esta provincia. El volumen Donde mi pasión se hizo rebeldía recoge la genealogía feminista justa y urgente que propone Alejandra Ciriza para que las mujeres conozcamos nuestra historia. Janeth Peña, defensora aguerrida de las mujeres lesbianas, Piedad Moscoso, Raquel Rodas, Belén Andrade, Silvia Vega, Nidia Solíz, Gladys Eskola y muchas otras abrieron caminos anchos y también largos, y estuvieron acompañadas por filas de mujeres más anónimas pero no menos valientes.
Electa subdecana de Ciencas Médicas en 1977, Gladys, por ejemplo, enfrentó la furia del hombre de ciencia que no concibe a una enfermera como su par: “Se produjo una toma armada de la facultad (…) por personas opuestas a mi elección. Coincidentemente con mi negativa a renunciar fue chocado el vehículo de mi familia, se lanzó piedras a nuestro domicilio, y no faltaron llamadas telefónicas amenazantes”, relata en este volumen. Otros caminos son posibles en esas aguas y en esas aulas. En la foto de un río cuencano que le dedica en 1999, Piedad Moscoso le escribe a Nela Martínez: “Desde esta orilla, por la que transito diariamente, la recuerdo (…) Mire en el fondo un gigante edificio, en el espacio propiedad anterior de la Escuela de Medicina, donde mi pasión se hizo rebeldía.”
Janeth Peña, por su parte, viuda de Thalía Álvarez, “inició un proceso emblemático en el IESS para el reconocimiento de sus derechos como viuda de una pareja lésbica.” Esto también es posible. Disputarle al patriarca la historia del conocimiento y la justicia social, y poner en primer lugar la historia de la pobreza de las mujeres más golpeadas. Por su parte, las mujeres rurales de Azuay se organizaron con una agenda fuerte contra los Tratados de Libre Comercio en el 2006, articuladas con el movimiento indígena. Rosalinda Rojas, Delfa Iñamagua, Susana Mora, Celia Tepán, construyen su fuerza de lugares más duros, porque sus ancestras fueron sometidas por ser mujeres indígenas y pobres, y ellas, hoy, son mujeres indígenas en pie de lucha. Todas esas luchas son heredadas por las jóvenes azuayas hoy. Lo veo en Liz Zhingri, joven activista: “La universidad está blanqueada, no es diversa. A mí no me gusta caminar por la calle por el acoso, veo una universidad que discrimina y que no quiere ponerse al día. A mi familia la han discriminado. La violencia está en todos los ámbitos.” Y la lucha, también.
María Cecilia Alvarado me dice que hoy, en Azuay, los feminismos se sienten y caminan, de ahí el recrudecimiento del machismo: “El tipo penal del femicidio es odiado por el sistema de justicia, eso quiere decir que allí hay misoginia.” Las familias tienen que hacer todo porque el sistema abandona los casos, más aún cuando son difíciles de probar, como cuando existe violencia psicológica, me explica, y en eso coincide con María José Machado: los tipos de violencias e incluso algunas partes en la tipificación de femicidio deben ser contextualizados. Las relaciones de poder, las violencias menos perceptibles, la inequidad, son difíciles de identificar por parte de los operadores de justicia. “Puede ser que nos hallemos en un punto de quiebre como movimiento de mujeres aquí, que podamos cambiar algo, pero el costo es alto, porque hay un recrudecimiento de la violencia contra las mujeres justamente porque los cambios se sienten”, dice María Cecilia.
Los ríos de Cuenca. Tomebamba, Yanuncay, Machángara, Tarqui. Los sonidos del río que corren con la ciudad y resuenan bajo los puentes. Los ríos de Cuenca, por donde pasan bolsas negras de basura como sombras. Por cuánto tiempo podrá un cuerpo recorrer un río. Por cuánto tiempo mantendrán viva la guerra contra las mujeres: universidades, patriarcas, acosadores, femicidas. Por cuánto tiempo.
*Todas las imágenes que acompañan esta historia son producto de los talleres del proyecto Fluz acerca del maltrato contra la mujer, realizado por el colectivo Paradocs y el fotógrafo Stephen Ferry, en 2015, en Quito. Las historias y los personajes de las imágenes no son los mismos de los que habla el texto, y sí lo son. Al mismo tiempo.