Por Francisco Ortiz / La Barra Espaciadora
Sin querer sonar pretencioso o esnob, hablar del Gabo y su último viaje hace que se arremolinen mariposas amarillas. Estoy seguro de que así lo sentirán quienes crecieron, como yo, perfumados por esos cañaverales y prados azules de Macondo, en donde convive la realidad con el mito, la fantasía con el deseo y la magia con el sueño.
Es que el Gabo escribió para todos, eso les da bronca a muchos. Sus historias hablan de nuestra gente: cómo viven, cómo piensan y sienten aquellos que habitan por fuera de las ciudades letradas, atrás de esas excluyentes murallas de diccionarios y libros de gramática muertos en estantes.
Quien lo ha leído entenderá su permanente lucha contra las voces que han escrito la historia oficial de América Latina. Cada uno de sus personajes dibuja lo que somos: habitantes de esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas que vivimos atados a nuestras propias ficciones y mitos. Carlos Fuentes se refería al mito como “la seda del tiempo, la consagración de los tiempos, el lugar de cita de la memoria y el deseo, presente común donde todo pueda recomenzar”. Es que eso somos, habitantes que recreamos nuestra realidad “desde los territorios de la ansiedad de nuestros pueblos, desde las fábulas más atesoradas, desde su más común historia”.
«América Latina es el primer productor mundial de imaginación creadora, la materia básica más rica y necesaria del mundo nuevo», decía el Gabo. Es por eso que el realismo mágico se convirtió para nuestra América en una forma cotidiana de tratar su complejidad, contar esos “hechos rigurosamente ciertos que, sin embargo, parecen fantásticos”. ¿No es por eso que a Miguel Ángel Asturias, al Gabo, y años más tarde, a Vargas Llosa –tres exponentes de este género literario- los premiaron con el Nobel de literatura? Solo ahí se entiende por qué el Gabo dijo que “América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío”.
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