Por Juan Francisco Trujillo / @JuanfranT
A 40 kilómetros de Cracovia –la segunda ciudad más importante de Polonia– está el campo de concentración de Auschwitz. La entrada del que ahora es un museo luce como un control migratorio de aeropuerto. Hay que pasar un escáner corporal bajo la atenta mirada de dos guardias. Luego hay una estancia y un pequeño corredor plagado de visitantes: parcelas de césped verde y árboles forman la primera imagen del lugar una vez que han quedado atrás la tierra rocosa y el polvoriento sendero de acceso.
Es una tarde fresca. En el horizonte, las nubes empujadas el viento empiezan a congregarse como un ejército en formación. Estamos en el Museo estatal Auschwitz-Birkenau.
La mancha
Habré tenido unos 12 años la primera vez que vi una foto de Auschwitz. Se trataba de esa reja pintada de negro con la inscripción Arbeit macht frei (El trabajo libera). La misma que ahora tengo ante mis ojos. Me quedo contemplándola absorto mientras el resto de visitantes con quienes he llegado avanza expectante.
Una guía local anuncia que recorrer todos los edificios que forman parte del campo sería una tarea de más de una jornada, así que solo se puede entrar en algunos de ellos. Son barracas construidas con ladrillo, madera y tejas, con tres plantas y un subsuelo. A primera vista estas hileras extendidas por varias hectáreas lucen como un campo de entrenamiento militar.
Pasamos por varias alambradas y entonces pienso en los rastros de los miles de seres humanos que fueron encerrados en estos mismos espacios, algunos solo durante horas o días. La madera de esos pisos, hoy vetusta y crujiente, funge como sobreviviente testigo de aquellos pasos cautivos.
Al llegar les decían que estaban en campos de trabajo temporales y que eventualmente serían reubicados con sus familias. Pero las sentencias de muerte llegaban firmadas antes de que la mayoría de los prisioneros pusieran un pie aquí.
Los verdugos hacían un rápido proceso de selección. Gitanos, ancianos, personas con discapacidad, niños y homosexuales iban directo a las cámaras de gas –unos galpones iluminados con aforo para unas 2 000 personas–. Para mantener viva la ilusión y evitar el pánico general, los oficiales de las SS disponían que cada persona colocara sus iniciales y número de identificación en las valijas, de manera que fueran más reconocibles después, pero el momento de reconocerlas, tomarlas y volver a casa no llegaba nunca. Algo parecido sucedía con la ropa, que dejaban en ganchos numerados, ganchos para pasar a las duchas desde donde se expulsaba el zyklon B, letal químico que tardaba hasta diez minutos en matar de asfixia a los detenidos. Aquí están ahora esas maletas de cuero de todos los tamaños, apiladas en una habitación.
Hombres, mujeres y niños, la mayoría de ellos judíos, con un nombre, nacionalidad, una familia y una cotidianidad, de la noche a la mañana habían sido anulados.
A estas alturas, todo me sobrepasa. Divago, luego enfoco una y otra vez cada escena, y otro rastro de muerte me sacude: la pared de fusilamiento, los sótanos, las torres de control, y esa mancha que lo cubre todo y no se borra…
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La muerte antes de la muerte
Los judíos de origen húngaro empezaron a llegar en mayo de 1944. En total 450 000 de ellos se dejarían la vida en este infierno, y una vez desbordados los hornos empezarían a quemar los cuerpos en hogueras. Las paredes de cada barraca están tapizadas con las fotos de hombres y mujeres condenados, miran a la cámara como quien ve a la nada. El hijo de Saúl –la galardonada película del húngaro Lázlo Nemes– muestra a uno de los prisioneros encargados de limpiar las cámaras de gas y transportar los cuerpos hacia los hornos mediante un sistema de plataformas para luego incinerarlos.
En las opacas habitaciones interiores, tras paredes de cristal, puedo ver cepillos, peinillas, pañuelos o zapatos. Luego aparecen los catres y las literas. En el subsuelo, las húmedas celdas de un metro cuadrado dominan la escena. La prisión dentro de la prisión. La muerte antes de la muerte, pienso yo, bajo el calor que se acumula rápidamente en este verano.
Por cada persona que intentara una fuga, otras 20 terminaban en estas mazmorras hasta morir de hambre o de sed. Si la suerte permitía a alguien sobrevivir por un tiempo más, debía vestir el uniforme a rayas blancas y azules. Alguien afeitaba sus cabezas y el cabello obtenido era separado y almacenado para su uso en diferentes industrias alemanas. Con él se elaboraban pelucas, prendas de vestir, alfombras…
En el segundo piso de una de las barracas, por una amplia habitación, hay un cristal. Tras él reposan dos toneladas de cabello humano que fueron halladas por el ejército rojo durante la liberación del campo.
Los comentarios y las fotos cesan desde este momento. El shock es simultáneo. No terminas de asimilar un espacio cuando otro se te desvela a quemarropa. Pero el tiro de gracia me llega cuando me detengo frente a lo que se me devela como la habitación que guarda la huella de la mayor crueldad. Miles de muletas, prótesis y bastones se exponen en esta habitación. Para el nazismo, los discapacitados eran escoria, carne de cañón, descartables conejillos de Indias. Entonces se asoma –desnudo de todo reparo– el desprecio hacia la vida con su peor rostro.
¿Alguna vez has sentido el desasosiego de un grito interior que quiebra el espíritu y lo hunde en la angustia y la impotencia? Es ahí, en medio de la parálisis cuando algo se rompe. La impresión se transforma en ira y me golpea de súbito la sensación de saber que si hubiese nacido en un lugar y tiempo distintos yo mismo no podría escribir hoy estas líneas.
Al final de la guerra, más de un millón de personas habían sido asesinadas en los tres campos de concentración de Auschwitz. Para los pocos sobrevivientes, debió doler más la memoria de lo atroz, la esperanza huérfana que divisaron en el horizonte talado de ese invierno de 1945, el último que pasaron en ese lugar. Auschwitz sirvió para arrancar las emociones, el alma, la fe. Auschwitz sirvió tan solo para achacar y demoler sistemáticamente la voluntad, hasta que no quedaran sino sombras famélicas.
En Birkenau –a unos 3 kilómetros del campo principal– se levantan las barracas más precarias en medio del terreno inabarcable. Hasta aquí llegaban las vías de trenes atestados de gente. En los cortijos ya no había literas ni catres sino nichos empotrados en la pared, como los de un cementerio. Cada tanto, no obstante, aparece una ventana para insinuar la luz.
Después de avanzar unos cientos de metros por un sendero llegamos al memorial de las víctimas, rematado por un arreglo floral con la forma de la estrella de David. No muy lejos se divisan las ruinas de dos de los crematorios destruidos por los nazis antes de abandonar el lugar.
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Toda justicia es insuficiente
La Europa de entreguerras albergó el germen del totalitarismo y lo alimentó hasta eliminar las barreras de lo humano. Pero nuestra especie se desentiende, huye, niega y finalmente desconoce y olvida su pasado mientras camina en círculos. Toda justicia es insuficiente.
Activistas por la paz, políticos y líderes religiosos han visitado Auschwitz recordando el rol de su preservación como un símbolo de lo que no podemos repetir. Aunque tenemos muchos en todo el mundo, difícilmente habrá un sitio más desolador que retrate tan fielmente la crueldad de la que es capaz una especie.
Aunque ya Hannah Arendt reflexionara en su día acerca de la banalidad del mal en la plenitud de los juicios de Jerusalén, las garantías de que una barbarie similar no se repita son pocas. Quizás una fábrica de muerte de esta magnitud no vuelva a establecerse (quisiera creer que no), pero todos los días siguen muriendo personas por los mismos motivos que hace 75 años o antes, incluso: religión, política, opción sexual, etnia… Diferencias. Vivimos en la indolencia. Cada día se transforma en un cupo de muertos, violencia y desastres.
Se hace tarde. Me siento al pie de las vías del tren que avanzan hacia el bosque. Estoy obligado a recuperar el aliento. Me voy en silencio, como al llegar, solo que más triste, más desdichadamente humano.
Juan Francisco Trujillo Guerrero es comunicador social con experiencia en periodismo y audiovisuales, ha desarrollado su carrera profesional en Ecuador, es magíster en Comunicación Política y Liderazgo Democrático por la Universidad Complutense de Madrid. Aprendiz de escritor por vocación. En 2015 publicó su primer poemario «La noche es una lanza«. Amante del fútbol y los silencios (incluso de los incómodos).