Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar
Venezuela está en las calles y el diputado chavista Diosdado Cabello ha ridiculizado a los manifestantes tratándolos como si fuesen un puñado de ignorantes manipulados. Mientras el presidente Nicolás Maduro sale a bailar en televisión, hay hordas de policías y militares disparando balas de goma a quemarropa en las calles de todo el país. La desinstitucionalización es escandalosa. Mientras todo un gobierno acusa a la oposición de provocar actos de violencia, cientos de miles de venezolanos se las arreglan para salir de su tierra y llegar a cualquier otro país de la región donde haya en qué trabajar. Venezuela es ahora la onda expansiva de lo que fue alguna vez un pueblo.
Aunque no hay cifras exactas, se dice que alrededor de un millón de venezolanos ya han salido de su país. En Ecuador, miles de ellos ya ocupan puestos de trabajo formales, aunque la mayoría se gana la vida en el subempleo. Vendedores ambulantes, músicos callejeros, meseros que trabajan por horas, choferes, artesanos… Son miles. Pero no hay cifras. No sabemos cuántos son con precisión. Ecuador no cuenta con datos actualizados oficiales que ayuden a comprender las causas de los movimientos de inmigración de los últimos años. En Colombia, al sur, en el departamento de Nariño que colinda con Ecuador, los venezolanos que por alguna razón no han podido cruzar hasta el país andino se han quedado en Pasto o en Ipiales, aprendiendo a convivir en un territorio que vive otro conflictivo momento: el proceso de paz. Perú, en cambio, oficializó la residencia legal de venezolanos en su territorio hace pocos meses, y muchos de quienes han salido en desbandada de un país que, literalmente, se ha mudado a las calles, llegan a Lima y a otras ciudades peruanas como si llegaran a una tierra prometida. En España, son los venezolanos quienes más solicitudes de asilo han presentado. Se trata de un exilio forzado que no puede ser mejor señal de lo que ocurre. Pero las autoridades venezolanas no hablan de esta diáspora.
Boris Muñoz* es periodista y es venezolano. Esta charla con Boris sirve de guía para comprender qué es lo que está pasando ahora mismo con uno de los países más ricos del continente pero también uno de los más corruptos, inseguros e inestables. ¿Por qué algunos gobiernos de América Latina y del mundo mantienen un silencio alarmante mientras otros –incluido Uruguay, en comunicado de la OEA– se han manifestado en conjunto, exigiendo al gobierno de Maduro que vele por la seguridad de sus ciudadanos y que garantice la protesta social en las calles?
Mientras estas líneas se escriben, se cuentan 26 muertos durante las protestas de las últimas semanas en Venezuela. Hay cientos de detenidos, saqueos, desapariciones forzadas, militares y policías que han perdido su pudor y no temen ser registrados en cámaras disparando contra gente desarmada. Venezuela es una onda expansiva y sus esquirlas nos están golpeando.
Boris, para empezar, ¿cómo podemos distinguir estas protestas de las últimas semanas que se han tomado las calles venezolanas, de las que ocurrieron ya en el 2014, con lo que se llamó La Salida?
Hay varios elementos comunes y una gran diferencia. Las protestas que se originaron en el 2014, de La Salida, fueron salvajemente reprimidas pero obedecieron a un llamado directamente hecho por Leopoldo López y con un fin preciso: la renuncia de Nicolás Maduro casi de manera programática, como objetivo de la protesta. El problema fue que Nicolás Maduro de alguna manera, después de una elección muy dudosa en 2013, había logrado cierto grado de legitimidad en las elecciones municipales de finales de ese año. Luego tomó unas medidas muy populistas como El Dakazo –una ola de expropiaciones de tiendas de electrodomésticos que se repartieron entre la población más pobre o más necesitada, supuestamente– y eso le generó un caudal de votos importante que le permitió recuperar gran parte del terreno perdido durante ese año electoral. A eso se debió La Salida que tuvo intenciones correctas pero un sentido de la oportunidad equivocado, porque el deterioro económico no se había marcado tanto en esos meses aunque se sabía que iba a ocurrir de manera dramática a mediados y finales del año, como en efecto pasó. Entonces, La Salida fue un movimiento un poco adelantado.
Estas protestas, en cambio, son muy distintas porque ya la gente viene de un deterioro en su calidad de vida muy marcado que lleva casi tres años. La situación de crisis humanitaria y social ha llegado a niveles de desesperación muy altos, y eso ha llevado a un nivel de rechazo de la población hacia el gobierno de Maduro de alrededor del 80%, cuando en La Salida se situaba en un 50%. Eso ha generado una actitud de cambio frente a la protesta misma. Ha sido diferente porque la gente no solo ha demostrado una voluntad masiva multitudinaria de protesta tomando las calles [casi cuatro semanas], de manera generalmente muy pacífica y soportando agresiones y represión miserable por parte del gobierno, sino que ya ha empezado a responder desafiando a los mismos represores. Ahora la gente sale frente a las tanquetas, frente a La Ballena, frente al Rinoceronte, y pone el cuerpo a los perdigones, a las bombas lacrimógenas. Son gente de todo tipo, ya no son solo jóvenes –aunque los jóvenes sigan estando a la vanguardia–, hay amas de casa, ancianos, gente pobre, gente de clase media, está sucediendo lo que el gobierno no esperó que pasara: que la protesta se extendiera tanto geográfica como socialmente…
Además, parece ser que estas protestas convocan por primera vez en un solo movimiento a todos los grupos opositores, ¿no?
Bueno, los está reunificando, porque sí se ha visto otros momentos en los que la oposición ha estado unida para protestar, pero este momento está unificando a los sectores más críticos del gobierno –no a todos, pero sí a la mayoría–, y eso le ha dado una posibilidad de restauración que se veía muy mermada hasta hace un mes, tras el episodio muy grave de la suspensión del referéndum revocatorio en octubre del año pasado. La oposición se está cohesionando de nuevo y de una manera distinta, pues generalmente ha sido la oposición la que convoca a la protesta, mientras que esta vez la protesta ha sido mucho más espontánea, lo que ha obligado a los líderes más jóvenes a tratar de ejercer ese liderazgo, de salir adelante, mientras la población ha ido mucho más rápido que ellos. El gobierno está enfrentando por primera vez a una masa de gente que está protestando de una manera muy justa pero tal vez también muy rabiosa, sin mucha dirección. Pero es una masa que está buscando una dirección, un sentido. La pregunta es: ¿será capaz el liderazgo opositor –sobre todo el de los jóvenes que vienen de las protestas estudiantiles,, que actualmente son diputados, directores de partidos o funcionarios electos– de llevar adelante la energía y la expectativa de la mayoría de venezolanos en las calles? Hay una gran expectativa de cambio que el gobierno no está satisfaciendo sino que más bien está frustrando con mucha más represión, pensando que la represión va a ser una estrategia suficiente para mandar a la gente a su casa, y no parece que eso vaya a ocurrir. En definitiva, esto va a marcar el futuro de Venezuela porque lo que se siente hoy es que el presente es una moneda en el aire.
A estas alturas, nadie puede dudar que la represión en Venezuela es una expresión de violencia de Estado. ¿A qué se debe tanta resistencia por parte del poder, cuando el descontento popular masivo es evidente? ¿Está Maduro escondiendo algo?
Bueno, yo creo que hay muchas cosas que son evidentes en Venezuela, como la inmensa corrupción del periodo chavista, que ya tiene casi 20 años, y con particular voracidad y rapacidad en el periodo de Maduro, ya sin ningún control, robando a la vista de todos, con acusaciones muy graves de narcotráfico y crimen organizado. Ese trasfondo sobre el cual se está desarrollando la política de la cúpula chavista es un motor muy importante para que ellos no se atrevan a ceder en nada, pues tienen mucho miedo de las consecuencias. Y, bueno, no se puede esconder lo que está a la vista: los venezolanos hoy día están actuando con desesperación, están interpretando –yo creo que de manera correcta– la llegada de una dictadura dura. Porque el chavismo ha tenido varias etapas: pasó de la autocracia a la ‘dictablanda’ y ahora está directamente en la dictadura. El costo de oportunidad –para decirlo en términos económicos– sube: cada día hay más represión, más terrorismo de Estado, más robos, así que se les hace más caro salir del poder, por eso están aferrados a ese poder. Y se le hace más difícil a la oposición también llegar a un tipo de amnistía o de negociación [con el poder], porque los crímenes se hacen cada vez más graves y la población está menos dispuesta a perdonar y a olvidar. Todo es un callejón sin salida para el chavismo. Pero eso no quiere decir que se va a ir mañana o pasado mañana. Lo que sí quiere decir es que ellos están atrincherados, y que es necesario, para que las cosas cambien, romper ese esquema.
¿A qué responde el silencio de países como Cuba, Nicaragua, Ecuador o Bolivia, frente a la realidad en Venezuela, cuando incluso 11 países de la región emitieron un comunicado en el que demandan del gobierno de Maduro que garantice el derecho a la protesta social y que evite la violencia en contra de los manifestantes, y tomando en cuenta que entre esos países estuvo Uruguay, con similar tendencia ideológica que los otros nombrados?
Pero Uruguay es una democracia, ahí no ha habido acumulación de poder ni una estrategia populista para cooptar todas las instituciones y anular al adversario político. Es una sociedad que funciona según las reglas democráticas, eso explica su actitud diferente. Además, hay que contar el hecho de que Luis Almagro, secretario de la OEA, es uruguayo y fue canciller uruguayo. Yo no creo que Uruguay quiera suscribir de ningún modo los abusos contra la población, la represión, avalar ideológicamente lo que ha representado Nicolás Maduro para el país. Este es un momento muy diferente al de Hugo Chávez… Ahora, ¿por qué no apoyan Bolivia, Nicaragua, Cuba o Ecuador? Bueno, porque son cómplices. Son gobiernos cómplices de lo que ha pasado en Venezuela y tienen un interés común: también son autocracias, unas más duras que otras, pero en todos esos países hay gobiernos que son autoritarios y que son, de alguna manera, caudillistas, incluso cuando se someten a elecciones, como sucedió en Ecuador hace semanas. Las razones no necesitan lecturas muy sofisticadas. Son gobiernos que expresan esta solidaridad automática. Lo que vemos es que actúan en bloque. Y Uruguay no está en la misma línea que estos países.
¿Cuál es la línea que separa la injerencia y el intervencionismo de la necesaria actuación de la comunidad internacional en casos como el que vive Venezuela?
Venezuela está comprometida con la Carta Democrática Interamericana, en la cual se comprometen todos los países de América Latina a velar por el mantenimiento de la democracia. O sea, si Venezuela suscribe ese acuerdo, está limitada por esas mismas reglas. Yo no veo como un intervencionismo lo que haga particularmente la OEA, sino como un cumplimiento de una norma de garantía democrática que rige para todos los países. Almagro ha tenido una actitud más proactiva frente a Venezuela que la que tuvo Insulza, porque Insulza se hizo de la vista gorda, dejó pasar mucho durante el gobierno de Hugo Chávez y de alguna manera contribuyó a llegar al estado de cosas en el que estamos actualmente. Me parece muy lógico que los países de América Latina eleven su voz contra una dictadura, porque nos ha costado casi 200 años llegar a un punto en el que la democracia –con todo lo imperfecta que pueda ser– sea común en la mayoría de los países. No se debe permitir que haya dictaduras en el continente, en consecuencia, no lo veo como intervencionismo ni injerencismo, porque existe un marco legal que propicia pronunciamientos de estos países acerca de la calidad democrática de sus pares. Ha llegado el momento en el que la comunidad latinoamericana tiene que adoptar una posición frente a Venezuela. Es importante para los venezolanos que haya una solidaridad activa y no solo de micrófono por parte de estos países.
Todos sabemos ya, con la experiencia, que el poder envilece a quien lo asume, más tarde o más temprano. En ese sentido, ¿qué rasgos psicológicos caracterizan al personaje que encarna el presidente Nicolás Maduro en cuanto a su personalidad o a su carisma?
Maduro, primero, no es muy carismático. Nunca tuvo carisma. Tampoco ha sido un líder. Siempre fue un segundón bien mandado que ejecutaba la comanda que le dictaba Hugo Chávez. Siempre fue una persona que no tuvo una responsabilidad política propia, siempre vivió a través de los ojos de Chávez. Es un heredero, un sucesor, que no tiene visión propia o por lo menos no la ha planteado en el ejercicio del poder. Es una persona que llegó envilecida al poder porque llegó ejecutando muchas de las vilezas que le había encomendado Hugo Chávez. Si es un líder, es un líder bastante vil y miserable que se burló de una persona que protestaba desnuda con impactos de perdigones. Un día la ciudad amaneció en llamas y él amaneció bailando en televisión. Es un personaje que está bastante disociado de lo que siente o desea la mayoría del pueblo que él dice representar. Aunque sí debo reconocer que él ha sido lo suficientemente hábil para cohesionar a un equipo de rivales, y lo ha hecho limpiando círculos y quedándose solamente con la gente que le es más leal o que está más atada a los intereses y oscuridades del propio proceso chavista. Esa es la realidad del poder en Venezuela hoy.
Venezuela con Hugo Chávez, en 1999, se convirtió en un nuevo faro cuya luz siguieron muchos de los países de la región, entre ellos Brasil, Bolivia, Ecuador, Argentina, Nicaragua… Luego de tantos años, y presenciando lo que ocurre hoy, ¿puede la región sacar lecciones?
Bueno, somos un continente que vive todavía a la luz de líderes carismáticos, una región que todavía se deja seducir por el delirio de estos caudillos y no tiene una sociedad civil lo suficientemente fuerte para construir su propio camino, o para crear las soluciones. América Latina es una región que sigue buscando alguien que venga a prometer soluciones mágicas a través del Estado. Es una característica que se da en casi todos los países donde ha triunfado de una manera rotunda el populismo –con salvedades como la de Bolivia, donde hay características étnicas muy claras y una casta que hizo lógica la llegada al poder de Evo Morales, y que Evo entendió eso en el camino y se transformó en lo que es hoy, porque el poder también transforma–. Es un común denominador esa fascinación por el hombre fuerte, por el caudillo, por el líder mesiánico que nos impide dar pasos más firmes a sociedades verdaderamente democráticas, más plurales, capaces de construir su propio derrotero a partir del talento y de la educación de sus pobladores. Eso se debe también a las propias historias de nuestros países: desiguales, muy racistas, muy clasistas, pero que después de estos procesos de populismo quedan incluso peor, como es el caso de Venezuela, que hoy está peor que en 1997, un año de profunda crisis política y económica. Hoy Venezuela es un país más pobre, más dividido, más desorientado, arrasado, un país que ha provocado la diáspora de su gente más formada. Entonces, es un país que en todos los indicadores está mucho peor y le va a costar mucho más reconstruirse el día en que esta cúpula dictatorial salga del poder.
*Boris Muñoz (Caracas, 1969) es periodista y escritor. Es director de opinión del The New York Times en EspañolAmérica Latina. Ph.D. en Literatura Hispanomericana en Rutgers University, Boris ha sido reportero, cronista y columnista de periódicos, revistas y sitios web en Venezuela, América Latina, Estados Unidos y Europa: El Nacional, Gatopardo, Prodavinci, Newsweek / thedailybeast.com y The New Yorker. Fue editor en jefe de las revistas Exceso y Nueva Sociedad, auspiciada por la Fundación Friedrich Ebert, de Alemania. Ph.D. en Literatura Hispanoamericana en Rutgers University fue ganador de la beca Nieman de periodismo de Harvard University (2010). Es autor de Despachos del imperio (Debate-Random House, 2007) y ha coeditado los volúmenes Más allá de la ciudad letrada: crónicas y espacios urbanos y Ciudades visibles.
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