Por Oscar Pineda / @OscarPinedaEC / desde Nueva York
Olor de carne quemada. A toda hora, todo el tiempo, durante meses…
Mi tía lo recuerda con tristeza. Aquel día ella estaba en Manhattan. Era una jornada laboral más y Nueva York era, como siempre, una anarquía. Gente iba y venía veloz. Los autos habían poblado las amplias avenidas y las angostas calles. Las puertas de los opulentos edificios abrían de a poco con los primeros resplandores de una mañana soleada. Entonces, ella escuchó la alerta. Mi tía estaba cerca de la parada Bleecker del metro, a unas 25 cuadras de las Torres Gemelas, del complejo World Trade Center. El estruendo de la primera aeronave hizo que ella y quienes caminaban alrededor notaran que rápidamente el humo ascendía en busca del firmamento, pese a que los enormes edificios del lugar no dejaban notar apenas de qué se trataba; era un accidente o una explosión o un desastre natural… Las sirenas de ambulancias y coches de auxilio ululaban a los pocos minutos. El caos bajó desde el cielo en forma de fuego. Ella corrió despavorida. No había más que hacer. Confusión. Gritos por todos lados. Instintivamente todos corrieron en dirección opuesta al estruendo. Esquivaron plantas ornamentales, puestos de comida, autos, sin saber a dónde ir ni qué hacer. De inmediato, el tropel era insostenible. Grupos de personas muy juntas corrían sin dejar de ver hacia atrás. Notaron que una de las Torres Gemelas fue impactada por un avión y media hora después, la otra también fue herida por un costado. El metro colapsó. El polvo ya se esparcía. No se podía respirar. Y más tarde, cuando ya todo se había consumado, el olor a carne quemada era todo lo que había quedado. Ese olor y mucho, mucho polvo.
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-Cariño ¿estás ahí?
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-Jack, descuelga, cariño…
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-Ok, bien, solo quiero decirte que te quiero…
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Tras más de una década de aquel 11 de septiembre del 2001, cada neoyorquino recuerda su propio episodio del horror que saltó a las portadas de periódicos de todo el mundo. Todo el planeta repudió el hecho y el grupo Al Qaeda se convirtió en la célula terrorista más peligrosa del globo. Osama Bin Laden emergió como el terrorista más buscado por todas las agencias secretas y oficiales de Estados Unidos y una cacería sin tregua se inició desde esa mañana. Luego se habló de un autoatentado, como una excusa para intervenir en territorios de Oriente Medio con tropas estadounidenses, y se dijo, incluso, que Bin Laden fue usado como una simple carne de cañón… Las investigaciones continúan y las suposiciones también. Lo cierto es que allí murieron 2 977 personas. Algunas saltaron al vacío desde los pisos altos de los rascacielos colisionados y ante las cámaras de televisión. Muchos de los restos hallados durante las tareas de búsqueda y rescate aún no se identifican. En mayo del 2014 -se dice que para no olvidarlo- abrieron el National September 11 Memorial & Museum. Allí, sobre una gran pared, una frase de Virgilio, aquel poeta romano, reza tajante: “No day shall erase you from the memory of time” (Ningún día los borrará de la memoria del tiempo). Detrás de esa pared están 14 000 restos aún sin identidad. El sitio donde se erige el museo fue el lugar de los cimientos de las Torres Gemelas. Los espacios donde se levantaban las torres hoy son estanques con varios metros de profundidad y una especie de caídas de agua. Alrededor, hay unos bordes de mármol donde están los nombres grabados de las víctimas de aquella fatídica mañana. No es extraño encontrarse flores cerca de esos bordes, o familiares de los difuntos que aún los recuerdan con honda pena. El complejo es amplio, quizá tenga unas diez cuadras a la redonda. Allí se edificaron las torres nuevas que no logran llamar tanto la atención como sí lo consigue el museo. En sus inmediaciones, decenas de vendedores ofertan tomos enteros con fotografías, historia, portadas de la prensa, discos con imágenes digitales, videos… todo el combo por quince dólares. Los hay en todos los idiomas: desde el mandarín hasta el español. Es inevitable comprar uno. La entrada al museo cuesta veinticuatro dólares y es preferible comprarla con anticipación. Las hileras de visitantes son largas.
Ya dentro, solo se puede respirar tragedia. El ambiente en los siete pisos subterráneos es ceremonioso y el aire pesa. Este es un cementerio por el que hay que pagar para ver. Por ahí se ve una estructura metálica que perteneció a la torre norte, y debajo de ella, ambulancias destrozadas, coches de bomberos siniestrados, motores de ascensores en restrojos, pedazos de las antenas que adornaban la cima de los rascacielos… Hasta ahí todo aparenta ser un inventario de daños físicos, pero, un recorrido laberíntico, al que no se puede ingresar con cámaras de fotos o video, alberga objetos personales de las víctimas, materiales donde se registraron intentos de comunicarse mientras trataban de salvarse del fuego que doblegó las estructuras de los edificios gigantes:
-Estamos teniendo un problema con el avión…
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-Estoy muy bien…
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No hay una ruta precisa, pero es posible ver zapatos de mujer con hilos de sangre, grabaciones de llamadas de auxilio, restos de identificaciones del personal que esa mañana laboró en ambos rascacielos, pedazos de billeteras, notas escritas: Estamos en el piso 84, ayuda.
En la parte superior hay una escalera de concreto que era parte de una de las torres. Por ella pudieron escapar algunas de las personas que esa mañana estaban dentro del edificio. Más abajo, un mapa de Estados Unidos señala la trayectoria de los aviones que impactaron las torres y del otro que se estrelló cerca del Pentágono. Alrededor, un collage de voces y letras donde se escuchan y se leen las últimas palabras de los pasajeros que se despidieron de sus familiares mientras estaban a bordo de los aviones.
-Hay un problema, así que… Yo… solo que te quiero…
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-Por favor, dile a mi familia que también los quiero…
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-Adiós, cariño.
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Tras la inauguración del museo, la imagen que se generó de los practicantes de la religión islámica y la venta de recuerdos de la tragedia a los turistas se convirtieron en dos consecuencias por demás controversiales. Los familiares de los cientos de muertos bautizaron como La tienda de los horrores al sitio donde se ofrecen perros rescatistas de peluche, cascos de bomberos como souvenirs, fotografías, vasos, gorras… Diane Horning, que perdió a su hijo aquella mañana, dijo al New York Post: «Para mí, tener una iniciativa comercial en el lugar donde murió mi hijo es lo más zafio, lo más insensible». Jim Riches, padre de un bombero fallecido en las torres, dijo a CNN: «Básicamente están haciendo dinero del cuerpo muerto de mi hijo. Creo que es asqueroso».
La comunidad musulmana expuso su malestar por la relación que se hace entre sus miembros y la facción terrorista Al Qaeda. Sarah Said, del Centro Ecuménico de Nueva York, le dijo a la BBC de Londres sobre un audiovisual acerca de la organización Al Qaeda, que «el video va a ser confuso para quienes no saben nada del islam. No se va a entender que se trata de un pequeño grupo de gente el que cometió el ataque». «Ese video trata de explicar qué es Al Qaeda, de dónde vienen, en qué creen. ¿Decimos que todos los musulmanes son terroristas? Ni en lo más mínimo», aclaró la directora del museo, Alice Greenwald. «No es posible crear un museo como este sin controversia, siempre va a ser un desafío tratar de crear esa narrativa que puedes usar para enseñar a quienes fueron voluntarios cuando pasó, a los jóvenes para que lo recuerden. Y este es un museo para el futuro», justificó Greenwald a la BBC.
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Ese día, mi tía llegó a su casa, cerca de Brooklyn, al caer la noche. Entre la mañana y la tarde se aseguró de que mis primos y mi tío estuvieran a salvo y luego esperó a que los rescatistas trasladaran a las víctimas. Llenos de polvo, agua, lodo, apretujados, los cuerpos heridos y también los muertos fueron trasladados en barcos, en metro o en autos de rescate. Ya el recuerdo no es tan vívido, pero lo que no se ha borrado es el olor a mortecina, a carne chamuscada, a humo de horror…
El sol siguió resplandeciendo, pero los flashes no se iban. Dentro del museo suenan los audios de las últimas llamadas hechas por los pasajeros de los aviones. Uno de ellos es el de Lauren Grandcolas:
-Cariño, ¿estás ahí?
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-Jack, descuelga, cariño…
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-Ok, bien, solo quiero decirte que te quiero…
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-Estamos teniendo un problema con el avión…
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-Estoy muy bien…
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-Hay un problema, así que… Yo… solo que te quiero…
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-Por favor, dile a mi familia que también los quiero…
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-Adiós, cariño…
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