Por Decio Machado / @DecioMachadoF
Artículo publicado originalmente por nuestro medio aliado Diagonal.
Dice el refranero popular que “el can en agosto a su amo vuelve el rostro”. Pues bien, algo así ocurrió el pasado miércoles 31 de agosto con la destitución de Dilma Rousseff por parte del Senado brasileño y la traición de quienes fueran –hasta hace muy poco– sus aliados políticos e incluso su vicepresidente.
Dos días antes, el lunes 29 de agosto, la hoy ya expresidenta del Brasil había pronunciado ante el mismo Senado que la defenestraría 48 horas después posiblemente su discurso más valiente, lúcido y aguerrido desde que fuera investida como máxima autoridad política del país más grande e importante de Suramérica. Sin embargo, este discurso llegó ya muy tarde y además se muestra sumamente contradictorio con la aptitud de su partido, el Partido de los Trabajadores, el cual tiene establecidas en más de mil municipios brasileños alianzas políticas de cara a las elecciones municipales que tendrán lugar en el presente año con partidos conservadores que apoyaron el impeachment.
Queda para el mundo de las especulaciones qué habría sucedido si Dilma hubiese asumido la postura política firme y radical que manifestó en su discurso desde que inició su segundo mandato. En todo caso, lo que está claro es que esta exguerrillera convertida en presidenta cedió ante las presiones del capital nacional e internacional, impulsando un durísimo ajuste fiscal que ha ido paulatinamente eliminando conquistas y derechos adquiridos por las y los trabajadores durante años anteriores.
Apenas tres meses después de su segunda investidura, las principales calles de las grandes urbes de Brasil se llenaban con dos millones de personas que exigían ya su renuncia. El mundo político conservador encabezado en aquel momento por Aécio Neves se veía alentado a plantear su destitución ante la fuerte caída de popularidad de la mandataria brasileña. Desde el segundo trimestre del 2014 la economía brasileña comenzó a mostrar signos de crecimiento negativo, que en la actualidad se mantienen y que lamentablemente recaen sobre las espaldas de los de siempre.
Hasta entonces Brasil había crecido de forma consistente durante el período del mandato de Lula, democratizándose el consumo hacia los sectores populares históricamente marginados, pero sin afectar las élites económicas brasileñas. El 1% más privilegiado de la sociedad llegó a concentrar aún más riqueza que durante el periodo neoliberal anterior. Las políticas sociales mejoraron los ingresos de los beneficiarios, pero no modificaron su lugar estructural en una sociedad marcadamente de clases. En definitiva, el lulismo no fue más que un gran pacto social conservador dentro del orden que excluye la movilización de la sociedad, proceso este que impidió que las clases más ricas se le opusiesen hasta que llegó el fin del período de bonanza económica.
El 1% más privilegiado de la sociedad llegó a concentrar aún más riqueza que durante el periodo neoliberal anterior.
Pero más allá del discurso del pasado lunes, lo cierto es que los planes de ajuste articulados desde el gobierno del PT durante esta segunda legislatura de Dilma Rousseff -ya en la era de las “vacas flacas”- ajustaron el cinturón a los sectores sociales más vulnerables. Esta condición ha hecho que la exmandataria llegase a un índice de aprobación de tan solo el 8%. Pero además del marcado distanciamiento entre los sectores populares y el gobierno del PT, el mero hecho de que Dilma entregase –a primeros de este año- siete ministerios al PMDB (partido del hoy ya presidente del Brasil para los próximos dos años y principal protagonista de su destitución) hace que en la sociedad brasileña, la lucha en pro o contra del impeachment consumado se entienda mayoritariamente como una pelea de poder entre unas élites políticas fuertemente desprestigiadas por sus affaires económicos y transas corruptas. La casta política brasileña está en la picota, y en ella poco se distingue al PT de sus opositores conservadores.
En definitiva, el lulismo no fue más que un gran pacto social conservador dentro del orden que excluye la movilización de la sociedad
Mirando hacia delante, se puede aseverar que el impeachment a Dilma profundizará los enormes retrocesos políticos y sociales ya puestos en marcha por el gobierno petista en Brasil. El motivo es simple: gobierno y legislativo quedan en manos del ala conservadora, ya no habrá oposición política entre estos distintos poderes del Estado y la deslegitimación social del lulismo hace prever que la izquierda institucional poco aguantará en sus movilizaciones callejeras, más allá de la consigna de lucha emitida por la presidenta saliente.
El fin de 13 años de gobiernos petistas y proyectos políticos que nunca superaron una tímida visión reformista deja muchas lecciones para el progresismo latinoamericano. Que lo sepan leer o no ya es harina de otro costal, pero en todo caso en Brasil terminó la política de conciliación de clases impulsada desde el lulismo.
El fin de 13 años de gobiernos petistas y proyectos políticos que nunca superaron una tímida visión reformista deja muchas lecciones para el progresismo latinoamericano.
Para los que discuten sobre si existe el fin de ciclo progresista en el continente, tan solo cabe manifestar que desde hoy y más allá de lo sucedido en Argentina en diciembre del pasado año, ya estamos en otro escenario. El contagio de lo que sucede en Brasil en el resto de la región es algo difícil de discutir, dada la importancia geopolítica de este BRIC en el resto del subcontinente. Se auguran malos tiempos para la lírica en América Latina, y es función del progresismo comenzar a hacer balance sobre hasta dónde llega su responsabilidad respecto de lo que actualmente sucede en la región. En todo caso vuelve un ciclo de luchas, aunque eso sí, con movimientos sociales en franco debilitamiento y fuertemente divididos tras las gestión de este progresismo latinoamericano en crisis.