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Las mujeres que narran la guerra

En la cosmovisión shuar expresada en su mitología aparece Nunkui, una entidad femenina vinculada a la tierra, la arcilla y los alimentos. Nunkui hace vasijas para servir los alimentos que reúnen a la familia y a la comunidad y para pasar la chicha, relacionada con la felicidad. Las mujeres shuar asumieron la responsabilidad de reconstruir sus comunidades mientras el Estado persigue a los hombres. Cristina Burneo Salazar nos lo cuenta desde Nankints y Tsuntsuim.

Las mujeres amazónicas son las encargadas de reconstruir las comunidades agredidas y desplazadas por la minería y la complicidad del Estado. Foto: Diana Amores Moreno

Por Cristina Burneo Salazar

Lo que las mujeres me dicen por la noche yo lo escucho y lo repito.
Una parte del texto es mía. Una parte es arrancada del cuerpo de los pueblos.
Hélène Cixous

La guerra la relatan las mujeres. Lloran.
Su canto es como el llanto.
Svetlana Alexiévich

Nankints
Apenas queda un cáñaro en lo que era la comunidad shuar de Nankints. Los cáñaros son árboles altos y espigados de flor roja que sobresalen de entre la vegetación amazónica. En lugar de la comunidad que había vivido allí durante esta década, hoy se asienta el campamento minero La Esperanza. Al ver el doble alambrado, me pregunto cómo el cáñaro sobrevivió a las retroexcavadoras que lo enterraron todo: casas, cultivos, animales vivos. Nankints ya no existe.

“Yo vi y escuché.
Yo soy un gran testigo.
Vi que estaban quemando mi casa,
vi que estaban arrancando mi casa,
vi que arrancaron mi cacao, mi yuca,
mi chonta de diez años.”
Alfonso.

El Ministerio de Minería de Ecuador describe así la concesión minera presente en esta zona:

“Ubicado en las parroquias de San Miguel de Conchay y Santiago de Panantza, cantón San Juan Bosco y Limón Indanza, provincia de Morona Santiago, el proyecto San Carlos-Panantza comprende un área de 41.760 ha. Es un proyecto minero principalmente de cobre, cuya concesión pertenece a la empresa China Explorcobres S.A. (EXSA). Tendrá una vigencia aproximada de 25 años.”

Por supuesto, el Ministerio omite que la concesión minera se halla sobre territorio shuar, que es territorio ancestral, razón por la cual es totalmente legítima la lucha de este pueblo contra las decisiones inconsultas de las alianzas Estado-capital extranjero.

Doble alambrado del campamento minero La Esperanza, donde antes se asentaba la comunidad de Nankints. Foto: Diana Amores Moreno

El pueblo shuar es mucho más antiguo que Ecuador y Perú, países donde ha sido incorporado en el curso de las siempre conflictivas historias territoriales. Sus cerca de ochenta mil habitantes de hoy provienen de una larga historia de resistencia, primero, contra el imperio inca, luego, contra las invasiones coloniales del imperio español. Ahora, el pueblo shuar, sus federaciones y centros hacen política en sus propios territorios y en la ciudad para resistir los avances de la minería que destruirá sus territorios luego de haberse apropiado de ellos.

En ciertos sectores y en comunidades colonas y mixtas hay diversas posturas respecto de la minería, sin duda. Pero es irrefutable también el hecho de que las violaciones constantes a los derechos humanos, la persecución, el asedio de las comunidades por parte de militares y policía, su debilitamiento por acoso y aislamiento hacen de la minería un verdugo que viene a dar muerte lenta.

El movimiento antiminero ecuatoriano ha denunciado esto durante décadas. En 2007, la Asamblea Constituyente promulgó un Mandato Minero que protegía a las comunidades y sus territorios, el agua y el acaparamiento de tierras, pero no se cumplió y fue bloqueado por el ejecutivo que, hoy –en la persona del presidente Rafael Correa– promueve proyectos mineros transnacionales que se ejecutan con capital chino.

“Mi abuelo tenía las escrituras de Nankints, pero un mestizo le robó y con eso vendió la tierra, le entregó esa escritura a la compañía. Luego vinieron ellos, sacaban muestras, hacían túneles… nuevamente nos organizamos. Nosotros recuperamos nuestro territorio hace diez años. Todo este tiempo estuvimos en Nankints, pero la empresa no nos dejaba tranquilos”, me cuenta Mónica, quien ha repetido esta historia más veces de las que quisiera. Nankints está bajo tierra. Hoy, brillan contra el cielo los techos de zinc del campamento minero levantados sobre esos entierros. Nankints se volvió emblemática en esta lucha: era el nombre que nos llegaba a la ciudad con los ecos de lo que había sido destruido sin que comprendiéramos bien las dimensiones de estos crímenes.

El expolio produce ruinas, despojos, disgregación. Foto: Diana Amores Moreno

Tsuntsuim
Otras comunidades también fueron atacadas por las fuerzas del Estado para promover la entrada de EXSA. La de Tsuntsuim estaba conformada por 200 personas, entre ellas, 100 niños. El 18 de diciembre de 2016, Tsuntsuim fue atacada por militares y policía a las 7 de la noche. Se desplegó un operativo de desalojo cuya violencia nos alcanza hoy, hasta aquí, en donde aparece este testimonio.

“Decían que nos iban a soltar una bomba.
Decían que iban a botar a los niños al río Zamora.
Decían que esa noche venían.
Yo tengo cinco hijos, salimos simples, sin ropa.
Cruzamos la selva en medio de la noche.
Abandoné a mis animales.
Mi chonta, el plátano, todo quedó atrás.
Salieron las mujeres, yo lloraba por ellas y por mí.”
Susana

Tsuntsuim quedó abandonada. Tras el desalojo, militares y policía quemaron los cultivos, vaciaron los gallineros, dejaron regadas botellas de cerveza que aún vemos bajo las casas como si una gran obscenidad hubiera pasado por allí a desplegar su virilidad y, en ella, su poder. Las puertas de las casas tienen huellas de patadas y armas, muchas han sido tumbadas. Arrancaron los cables de teléfono y destruyeron las pocas computadoras que tenían. Algo tan simbólico y tan querido por la comunidad como sus trofeos fue destruido y tirado entre los arbustos. Destruyeron los premios, sus pequeñas victorias. Inexplicablemente, quemaron la banderita de la escuela. Quedan documentos detenidos en el suelo por el peso del lodo.

“Las casas están tristes.
Las casas no tienen la culpa.
¿Por qué se pelean con las casas,
les lanzan piedras?
Las casas no les han hecho nada.”
Felicia

Entro al espacio común. Está vacío. Buscamos unas sillas para escuchar a las mujeres. Nosotras también somos mujeres. Queremos escucharlas aunque sepamos que en esa escucha no se recupera la vida. Por muchas veces que cuenten esta historia, por mucho que nosotras mismas pongamos el cuerpo en la selva para ir hacia ellas y narrar su lucha, esta violencia no va a cesar. Pero dejaremos registrados los ataques contra el pueblo shuar y su dignidad, porque no se recupera la vida, pero sí la memoria, y allí descansa la posibilidad de resistir. De esta escucha no se vuelve. No se vuelve de ver la guerra en los rostros de las mujeres y en el hambre de los niños, porque han matado los cultivos o se han cebado con ellos. Ahora que sabemos, que hemos dispuesto las sillas para escuchar, hay que seguir contándonos lo que sucede para que Tsuntsuim deje de ser anónima y entre a nuestra memoria. Nankints ya no existe. Tsuntsuim, sí. Y nos llama.

Nunkui
“Ya no vengan a preguntarnos lo mismo tantas veces. Vienen para sus investigaciones y sus trabajos. ¿Cuándo viene la ayuda? No tenemos comunicación ni comida, no tenemos machetes ni nada, estamos aislados”, me dice el único hombre que se acerca a hablar con nosotras. Isabel, una de las mujeres, insiste también: “Yo sí le voy a contar todo, pero otras personas ya no quieren, nos preguntan y no viene ayuda de nadie.” Tienen razón. Tienen hambre. Tienen miedo. Les debemos esto.

El retorno de las mujeres comenzó el 1º de marzo. Han empezado a limpiar, recoger, reparar, y en eso vuelve el trauma. Los hombres permanecen en la montaña porque son perseguidos. En “la lista de los setenta”, registro de órdenes de detención con que se criminalizó a la población, la mayoría son los esposos e hijos de estas mujeres, pero no se requiere orden de captura para perseguir a la comunidad entera. El ejército y la policía tienen mecanismos de terror psicológico que no han dejado de usar en Tsuntsuim: “Un día, cuando vine a ver si podía sacar mi ganado, los drones nos siguieron a mi hijo y a mí, se me ponían cerca, yo corría, no sabía qué pasaba”, nos relata Susana.

El estado de excepción declarado en Morona Santiago el 14 de diciembre de 2016 le permitió al ejército hacer un uso aún mayor de la violencia. “En el estado de excepción no había respeto por las mujeres. Dos militares encerraron a dos muchachas. Les hicieron cosas.” Este es el relato de una guerra.

Las fuerzas militares que atacaron la comunidad destruyeron sus computadoras, entre muchas otras cosas. Foto: Diana Amores Moreno.

Giovanny tiene 18 años. Hace poco, recogió del suelo una botella explosiva que los militares o la policía habían dejado allí. Le explotó en la cara y en el cuerpo. Tomó horas darle atención médica. Ha quedado con parálisis en el cuello por la gravedad de las quemaduras. Si esto no es una guerra desigual, ¿qué es? Su madre vela sus cicatrices, eso también es resistencia. “Yo no puedo trabajar, no duermo bien del miedo. Escuchamos que van a entrar los militares. Estoy preocupada por mis hijos, pueden venir y llevarse a mi familia. Ya no voy a correr cuando vengan. Hemos contado esto demasiadas veces.”

Muchos militares son del pueblo shuar. Conocen bien la selva, saben cómo entrar por varios frentes. Son ellos, su misma gente, quienes llegan en diciembre con el mensaje del despojo y de la violencia.

“Un hombre se acercó
y me dijo en mi lengua:
‘Venimos con armas.’
Era un militar shuar.”
Felicia

Tsunstuim ha sido destruida. Es la fuerza y el trabajo de las mujeres lo que irá reconstruyendo la comunidad. Cada cosa que les ha sido arrebatada les debe ser restituida. Entre las mujeres, una narración frecuente tanto en Tiink como en Tsuntsuim es el robo de sus ollas. “Se llevaron nuestras ollas, no tenemos con qué cocinar, necesitamos nuestras ollas, nuestras casas.”

En la cosmovisión shuar expresada en su mitología aparece Nunkui, una entidad femenina vinculada a la tierra, la arcilla y los alimentos. Nunkui hace vasijas para servir los alimentos que reúnen a la familia y a la comunidad y para pasar la chicha, relacionada con la felicidad. Las ollas lo organizan todo, aunque ya no siempre sean de barro.

El despojo no es abstracto: sucede en cada objeto y en los sentidos que lo constituyen. En cada pequeña carencia que se genera en el expolio aparece todo un mundo violentado. Los trofeos rotos, los álbumes familiares enlodados, los clavos oxidados que sostenían puertas, un zapato abandonado, son ruinas. Contra el miedo, contra el poder, hay que volver a levantarse sobre esas mismas ruinas porque no hay alternativa. Hoy, las casas están tristes.

Las mujeres amazónicas son quienes están a cargo de reconstruir su comunidad mientras los hombres son perseguidos. Foto: Diana Amores Moreno.

2 COMENTARIOS

  1. “Mi abuelo tenía las escrituras de Nankints, pero un mestizo le robó y con eso vendió la tierra, le entregó esa escritura a la compañía. Luego vinieron ellos, sacaban muestras, hacían túneles… nuevamente nos organizamos. Nosotros recuperamos nuestro territorio hace diez años. Todo este tiempo estuvimos en Nankints, pero la empresa no nos dejaba tranquilos” es una primera gran mentira, pues si son territorios ancestrales, territorio con «denuncia global» (como nosotros los llamamos), no pueden tener escrituras individuales. ¿Entonces, de qué escritura habla? Nankints se formó a partir de lo que ellos llaman «recuperar nuestras tierras», antes no existió pueblo alguno. Me parece que deben ser más objetivos en el tema.

    • El territorio shuar tiene escrituras globales y su legitimidad está en e hecho de que es ancestral. Al mismo tiempo, hay dentro de él propiedad comunitaria. No es exacto que no existía ningún asentamiento: había cultivos y animales antes de las casas, según cuentan sus mismos propietarios. Nankints llevaba asentado muchos años, y antes de eso ya existía como tierra trabajada. No se trata de ser más o menos objetivos, sino de los elementos que intervienen para construir la historia reciente del pueblo shuar en contexto de extractivismo.

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