Por Javier López Narváez 

“Lo que se recuerda es una imagen, una ilusión”.
Magnalucius.

Capítulo primero

Retrato de un grande que no dejó de ser niño

Cada vez que cambia el clima de Quito, uno se convierte en el espectador de lujo de un efecto mágico: basta con alzar los ojos para ver las nubes –que en un inicio amenazaban tormenta– abrirse como obedeciendo a algún poder oculto que va dejando en su lugar el espacio diáfano y azul de un verano completo.  O al revés –como  sucede ahora, mientras espero al mago Dorian Palacios en la placita de la calle Mejía, detrás del Convento de San Agustín–, porque es más frecuente la situación inicial de un sol pleno disparando rayos perpendiculares que en cuestión de segundos desaparece detrás de un colchón grisáceo y la caída tímida de una llovizna de otoño.

Son las 10 de la mañana de un viernes de agosto y el sentido común diría que el verano está en su apogeo. Pero en este lugar del mundo las cosas no obedecen al sentido común. Tienen sus propias reglas, de modo que –pienso al observar el cambio del cielo– la gente de esta ciudad convive con lo imposible todos los días.

–El público quiteño es muy difícil –me dice el Mago Dorian, antes de beber un sorbo del té de frutos rojos que le han servido en la cafetería de la plaza–, es bastante exigente y, muchas veces, no sabe si reír, si aplaudir, si asombrarse.

Tiene sentido, pienso. ¿Qué cosas podrían asombrar a la gente que ve con frecuencia desaparecer al sol del verano detrás de una tempestad de invierno?

Quizá por eso no resulta fácil encontrar registros públicos sobre la magia local. Los cinco primeros enlaces que aparecen en Google ante la frase “magia en Ecuador” remiten a la web de una tienda en Quito; un par de entradas promocionan artículos de magia a través de mercadolibre.com y otra hace lo propio con un local de fiestas infantiles. Al final, un video de Youtube presenta la actuación de un joven en el programa-concurso Ecuador tiene talento. Es Mauri Magoo, un adolescente que con elegancia teatral hace levitar una bola plateada primero y después una flor de origami, que se convierte en rosa fresca al acercarle la llama de un encendedor. La cámara alterna las imágenes del joven mago con las del jurado: cuatro personajes de la farándula criolla cuyas sonrisas, cada vez más amplias, delatan la emoción que causa en ellos el acto de Mauri Magoo. Siguiendo el criterio del Mago Dorian, aquellas sonrisas deberían ser la evidencia visible:

–La magia está absolutamente en todo. Un mago hace magia de verdad cuando llega al corazón del público, cuando te recuerdan con una sonrisa y se preguntan ¿cómo lo hizo?, y lo hizo tan lindo, tan bello, que me hizo sentir algo.

Luis Palacios, Fosforito, con su hijo Dorian, a inicios de los 80. (Archivo personal).

A sus 39 años, Dorian es el segundo de una estirpe de magos que comenzó con su padre, Luis Palacios, mejor conocido como Fosforito, a quien mucha gente señala como el mayor referente del ilusionismo en Quito. Incluso hay quien afirma que el mago Fosforito pudo haber sido de los primeros magos del país. Para algunos, Fosforito sigue siendo un pilar muy importante de las artes del entretenimiento, pues aún hoy, cuatro años después de que su corazón se detuviera de súbito, el público recuerda a aquel hombre maquillado de payaso que tocaba el piano y el acordeón y que, además, sabía hacer malabares, lo que combinado con sus artes mágicas ayudó a dignificar ante los ojos del pueblo un oficio que siempre se ha visto subestimado. Todavía hay personas que utilizan la palabra payaso como un insulto. Y muchas veces se confunde al payaso con el mago. Dorian dice que no es fácil ser payaso, que no cualquiera puede serlo. Un payaso tiene que ser un artista completo, tiene que saber magia, malabares, tiene que ser músico, contorsionista, trapecista.

–Antes se juntaban dos amigos y decían: ¡ve, estamos sin plata; pintémonos, vamos a animar una fiesta! Se lo veía como cualquier cosa. Esa idea cambió cuando apareció Fosforito. No es una persona que se pinta y hace cualquier pendejada; él es un artista. El trabajo de él es lo que hace que los buenos artistas, los buenos payasos o los buenos magos puedan vivir de esto–, remata, mirando la plaza a través del ventanal de la cafetería.

El sitial de leyenda que ocupa el padre de Dorian en el imaginario popular se consolidó en el 2003, cuando el pintor Jaime Zapata lo inmortalizó en el mural instalado en la entrada del Teatro Nacional Sucre para el día de su reapertura, el 24 de noviembre de ese año. Con un fondo de montañas entre las que se distingue por la izquierda al volcán Pichincha en erupción, la pintura contiene algunas escenas cuyos protagonistas son personajes populares y cotidianos de Quito. Al centro y delante de todos, posa el mago Fosforito con el cuerpo perfilado hacia la derecha del espectador, la mirada al frente. Su brazo izquierdo aparece por detrás con la mano pronada sobre la que se apoya una paloma blanca desplegando sus alas. La mano derecha sostiene por delante un abanico de naipes. El rostro blanco por el maquillaje luce una sonrisa amplia y roja de Guasón que contrasta con el corbatín negro. Por debajo de la levita carmín se alcanza a ver una banda presidencial que cruza desde su hombro izquierdo hacia la derecha de su cintura. Haciendo un poco de esfuerzo uno puede ver en ese retrato al hombre que Dorian dice que era su padre: un niño grande y travieso haciendo magia.

Mural del Teatro Nacional Sucre, pintado por Jaime Zapata.

Dorian también lo es. Pienso, por ejemplo, en el reportaje para televisión que le hicieron en la cafetería San Agustito, que es la misma en la que conversamos hoy: por delante de la voz en off de una reportera sin rostro, Dorian sostiene una paloma blanca con ambas manos, y al verlo no puedo evitar compararlo con el retrato de su padre. Dorian no se maquilla, viste de terno gris, saco, chaleco y corbata negra. Pero algo en su estampa lo delata hijo de tigre, cuando con su mano izquierda toma a la paloma por su vientre y la divide. Ahora hay dos palomas, una en cada mano, aleteando como si entendieran que hace unos segundos eran una que fue clonada. Por arte de magia.

Pensando en esto me doy cuenta de que aquel mural es el primer documento en el que encuentro consignado algo de la historia del arte mágico de la ciudad. Buscando en la red es fácil dar con unos cuantos reportajes de televisión o algunas actuaciones en programas de tipo reality; entretenimiento de relleno, nada serio, ni técnicas, ni obras, ni arte, ni historia. Haciendo una búsqueda más exhaustiva descubrí que incluso los practicantes del ilusionismo profesional tienen más preguntas que respuestas, como lo comprobé al encontrar la publicación que Ignacio Merino, el mago Nacho, hizo hace dos años en su blog pidiendo, a quien corresponda, ayuda para establecer una cronología; el origen y la historia de la magia en el país.

“No tenemos escrito nada de historia de la magia en el Ecuador”, apunta Nacho y solicita “que me dejen comentarios de cómo piensan que han sido los inicios… si me pueden contar cómo ha sido en cada una de sus ciudades sería genial”. Los comentarios que recibió el blog giran en torno a Luis Palacios como un precursor, y llama la atención un apunte sobre el Terrible Martínez, chulla de la tradición quiteña de principios del siglo XX, a quien algunos historiadores reconocen cualidades de imitador, actor y mago.

Pero como la ciudad juega con sus propias reglas, no debería sorprenderme que afuera de la cafetería, justo en la parte posterior del convento, esté colocada una placa que narra la siguiente historia sobre la Calle Mejía: en 1878, el sacerdote agustino José Concetti le negó al concejal Francisco Andrade Marín una autorización para cortar la huerta del convento y abrir la calle. Situados ambos en el lugar –reza la placa– el doctor Andrade Marín le dijo: “vea, su reverencia, si usted accede a este pedido hará un gran bien a la ciudad… por este gran cucurucho… algún buen día van a subir las sabandijas del campo hasta las mismas celdas de sus reverencias, y tendrán que arrepentirse de sus negativas”. Un mes después, cuando el sacerdote italiano autorizó abrir la calle, le explicó al concejal: “Anoche al acostarme a dormir encontré una lagartija debajo de mi almohada, y entonces he creído que usted y su ciudad de Quito son o brujos o profetas que me pronosticaron la visita de las sabandijas en mi propia celda”.

No puedo evitar reírme con la historia, mientras me alejo de San Agustín bajo la llovizna del verano. De modo, pienso, que la ilusión de hacer posible lo imposible podría empezar con este episodio del siglo XIX.

***

Por pura curiosidad camino por el Centro Histórico, tratando de reconocer entre sus rincones alguna pista sobre la historia que estoy buscando. Subiendo por la calle Mejía: una venta de calzado, una sombrerería, una óptica, un estudio fotográfico; los letreros anuncian papelerías, implementos deportivos, manicure, y uno de los más visibles pone en letras grandes “Compro Oro”. La gente abunda, y en medio de transeúntes despreocupados y de compradores con prisa, un hombre camina con una bombona de gas al hombro en sentido contrario al mío. Una cuadra más arriba, dos municipales acosan a una mujer indígena que se ha sentado en la esquina con sus artesanías para la venta. Es el verano de 2017. El Centro de Quito no ha cambiado mucho desde que llegué aquí, hace veinticuatro años, salvo por la presencia de los cables y las estaciones del trolebús, sistema de transporte público que fue implementado en 1995, y que luego se convirtió en el vehículo que usaría Ignacio Merino para conocer el Centro Histórico durante sus vacaciones de la escuela. Tenía 9 años. Así fue como llegó a dar con una caseta de venta de discos de entre los cuales terminó por comprar el de un hombre que hacía magia con una baraja de cartas. Para convertirse en el Mago Nacho le faltarían todavía diez años, pero la semilla fue sembrada por aquí, cerca de la calle García Moreno, por la que ahora avanzo hacia la Plaza Grande, que hoy está más desordenada y concurrida de lo usual. Hay una feria que ha instalado el Municipio.

Todavía se venden algunos discos de audio y video en las calles, como hace 20 años, pero la mayoría de la gente de hoy encuentra el origen de sus sueños contenidos en una memoria usb, del mismo modo que hace 40 años lo encontraba en las páginas de los libros. Es curioso cómo la vida gira sobre su propio eje y repite la historia, aunque estos detalles marquen la distancia del tiempo. Porque si me diera por caminar hacia el sur por la misma calle, en apenas cinco cuadras cubriría la distancia necesaria para llegar a la 24 de Mayo, que era la avenida por la que cruzaba el niño Isaac Yépez a mediados de los años 70, al menos dos veces al día. Vivía cerca del Hospital Psiquiátrico San Lázaro, y durante su recorrido hacia el Colegio Mejía, que hacía a pie por guardar los 4 reales que le daban para el bus, veía con ilusión un libro de magia que costaba 50 sucres, y que solo pudo tener después de varias jornadas de ir y venir, sosteniendo con la mano los cuatro reales sudados dentro del bolsillo de su pantalón, como si estuviera sosteniendo el devenir del mundo y de este modo, reservando para sí aquel libro de segunda mano.

Y si en lugar de seguir derecho hasta la 24, doblara hacia el oriente por la calle Rocafuerte, llegaría a la plaza de Santo Domingo. Recordando una fotografía de los años 50, hago un esfuerzo por verla como era antes, un redondel ovalado alrededor del cual giraban vehículos de latón, justo al frente de la iglesia y del convento de los dominicos. El tránsito era más limpio porque todavía no se veían buses grandes y no existía el carril exclusivo que hoy ocupa el trole. Por eso el padre Raúl Maldonado podía llegar hasta la iglesia con tranquilidad, pedaleando una bicicleta sobre la que se desplegaba su hábito de monje como una bandera flameando al viento del mediodía.

Nota sobre el padre Maldonado, en el diario canadiense L’echo Du Nord, 1965.

Una mañana, antes de que alcanzara a entrar al convento, se le acercó un muchacho que a veces hacía de monaguillo en la iglesia. Se presentó como Gustavo Rojas, y le pidió al padre Raúl que le enseñara magia, pues se había enterado por los otros religiosos de que era un gran ilusionista. En efecto, aquel monje de origen riobambeño llevaba algunos años presentando números de prestidigitación y mentalismo bajo el nombre de Albertus Magus, el primer mago profesional de quien se tiene noticia en el Ecuador. Había comenzado en 1950, a la edad de 16, cinco años después de que sus padres lo entregaran a la Orden Dominicana con la intención de consagrarlo a la vida religiosa. Para 1960 ya había ganado el segundo lugar del Premio Internacional de Magos en Manizales, Colombia, lo que le permitió ingresar a la Sociedad Colombiana de Ilusionistas. El año siguiente asistió a un taller dictado en Quito por el mentalista español Míster Fassman, para obtener el título de Perito en Hipnotismo.

De la mano de Albertus Magus apareció Gus Red, nombre artístico que asumió el antiguo monaguillo al inicio de su carrera cuando, según se cuenta, presentaba sus números de magia en el Teatro Hollywood, durante los intermedios de shows de streap tease. Mientras tanto, para mediados de los años 60, Albertus Magus ya se había presentado en Colombia, Venezuela, El Salvador, México, Estados Unidos y Canadá, adonde llegó en 1965 para estudiar Filosofía y Teología. De acuerdo con la publicación canadiense L’echo Du Nord, el sacerdote combinaba sus números de prestidigitación con el mentalismo, la fonomímica, la ventriloquía y la interpretación del acordeón.

Afiche que promocionaba el I festival de magia, en 1967.

Para estos años ya se tiene noticia de un incipiente movimiento de magos. En 1962 apareció José Olmedo Rentería, Olmedini, en Guayaquil. Cinco años más tarde, Gustavo Rojas asumió el reto de organizar el Primer Festival de Arte Mágico en el Teatro Nacional Sucre, en el que contó con el uruguayo Jhonny, el príncipe de la magia, y el chileno Míster Cartex. Completaron el cartel el ecuatoriano Venturini (José Tapia) y un supuesto mago chino cuyo nombre se dejaba escuchar por primera vez en estas tierras: Fu-Chang. En realidad se trataba del mismo Gustavo Rojas, quien decidió abandonar a su primer personaje para asumir la identidad de un mago del lejano oriente, más atractiva para la novelería del público local. Tal como sucedió en Argentina con David Bamberg, conocido en el mundo del espectáculo como Fu Man Chú.

Foto del mago Fu-Chang, con dedicatoria al mago Albertus, 1969.

Así estaban las cosas cuando Raúl Maldonado regresó al Ecuador. No era raro que de vez en cuando se viera a Albertus Magus en alguno de los escenarios locales, donde casi siempre se hallaba en primera fila, embelesado con los efectos y las ilusiones, el adolescente Luis Palacios. Luis –según lo que me acaba de contar su hijo Dorian– estudiaba magia desde los siete años gracias a los libros que su padre le llevaba a escondidas de su mujer.

Ahora, mientras regreso al norte por la calle Guayaquil, me imagino la escena de aquel niño grande, en la flor de su juventud, con la vista fija en el escenario, aprendiendo mientras disfruta del espectáculo, mirando desde las butacas del Teatro Sucre, junto al que camino ahora, pensando que la vida es como un árbol cuyas ramas, por más dispersas y enredadas, siempre terminan por juntarse en el mismo tronco. Y me pregunto si en este caso, ese punto de convergencia no sería la pintura que retrata al adolescente curioso y travieso varios años mayor, fijado en la puerta grande del mismo teatro en el que logró el truco de congelar la infancia de su alma para toda la eternidad.

Presentación de Albertus Magus, en la década de los 60.

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