Por Esteban Mayorga
Resulta difícil entender a veces lo necesario que es debatir y repensar ciertos textos, especialmente aquellos aplastantes y populares que se han publicado recientemente. Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Mónica Ojeda, 2024) bajo la lente del paro nacional de octubre, precisamente porque es importante tener sustento intelectual y emocional sólido y convincente en tiempos aciagos, necesita una revisión urgente. En este libro se ejecuta uno de los procesos posmodernos desde los cuales se narra lo andino ya no como un obstáculo para llegar al cosmopolitismo o la modernidad —problema histórico de parte de la literatura latinoamericana—, sino como algo desprovisto de conflicto donde se pretende incorporar un ethos andino al universo global.
Dado que la construcción del significado es más importante que el significado mismo se revela una verdad narrativa ineludible: el modo como opera la novela, de inminente ideología capitalista, hace que a pesar de saber que las cosas en los Andes no son así, se sigan narrando así. La novela tiene una necesidad de deslumbrar sin profundizar verdaderamente hacia aquel misterio constitutivo de lo andino; es como si no hubiera el anhelo auténtico de ahondar en modos de vida, de pensar y de sentir, ceñidos a la praxis vital del sujeto indígena, pero sí el de querer visibilizarlos y utilizarlos de todas maneras, sin importar las maneras de circulación de sus deseos in situ; maneras que tengan sentido desde un ejercicio ético consciente de la distancia de enunciación y el hacer de esa cultura.

Esto habilita una mala lectura de lo contemporáneo por la incapacidad del texto para percibir críticamente el momento actual, especialmente por como la narración despliega algunas de sus técnicas retóricas y estéticas. Con ellas, los Andes aparece como si se tratara de un parque temático, donde en un stand está la música chamánica y en otro, pasando el puesto de tripa, aparece la llama, para terminar en el siguiente donde se puede ver al cóndor y al poeta “al que le plagiaron el texto los organizadores del festival” y que hace aparecer apenas una ballena. Quizás baste con ver una cuenta de Instagram y percatarse de las semejanzas técnicas que guarda con la novela para ver como el texto está mediatizado e incorporado en un discurso global reconocible y consumible por los modos de producción y circulación de los contenidos digitales: carrusel de imágenes, sonido o música extradiegéticos, filtro “mágico”, duración breve de las escenas, vértigo narrativo, entre otros.
En esta sucesión de cosas no hay libido ocular que aguante y al tratar de interpretarlas ya no se sabe ni qué se vino a leer: “Vimos yaguales, venados de cola blanca, cuevas ígneas, alpacas junto a las lagunas, colibríes azules, caballitos del diablo, aguas turquesas y amarillas, quishuares, conejos, pajonales, bosques, cráteres extintos (…) Vimos espectros de montaña y grupos preparándose para el Inti Raymi, pero ellos no nos vieron”. Esta lista acumulativa extiende factores identificables en forma para aquel que está acostumbrado al video del dron, a los reels, stories y tiktoks, y despierta curiosidad para aquel que no vive en los Andes con el fin observar, con fascinación, desde una saludable distancia el solsticio de verano (“pero ellos no nos vieron”). Se suman estrategias que la autora ejecuta bien, y que repite con eficacia, tales como la libido juvenil, la estetización de la violencia, la puesta en escena de situaciones inverosímiles, la simbología fáunica, el paisaje romantizado, el uso del one-liner ingenioso en los diálogos y la utilización esporádica del quichua.
Una pregunta surge, entonces: ¿en qué medida se deja, un ethos andino, traducirse a otra sintaxis? Viene a mano una de las lecturas lacanianas sobre el sueño, en tanto vehículo de traducción del inconsciente, en la que se pregunta acerca del significado de lo que soñamos: la cuestión no es qué significa el sueño, algo imposible de fijar, sino por qué el sentimiento o pensamiento tomaron esa forma; extrapolando, da la impresión de que “no importa” la representación andina en esta novela, siempre y cuando tome la forma, la cadencia ligera y evanescente del momento actual.
Al leer tanta andinidad en una página, el lector queda cegado y no se entiende nada más allá de lo instrumental: no se siente lo andino, solo se ve de bien lejos; cosa que devela una aceptación pasiva de la forma cosmopolita y la sumisión a la actualidad. Habría que preguntarse el porqué de esta forma, no si es justa o ética, desde el concepto del Gótico Andino que es difícil de precisar en tanto particularismo, tal vez porque se creó para darle más fuste a la propuesta literaria que no lo tenía. Una de las causas de este problema, a mi parecer, es pensar que no existe una tradición teórica sobre lo andino (se llame gótico o no), como se afirmara en una entrevista; y no se trata de una consciencia falsa, ni de una representación ilusoria de la realidad y el hacer de los Andes, sino del hecho de que es esta misma realidad de la autora que ya se concibe como verdadera. Parecería que el sujeto que habita esta cordillera no hubiera evolucionado y fuera siempre dependiente de una “forma” externa (gótica, cosmopolita, colonial, etc.) para narrarse y dejarse ver.
Esto explica cómo en el libro Las voladoras (2020) uno de los personajes se transforma en cóndor al final de un relato, planteando un horizonte esperanzador y cursi. Evocaría esperanza no porque el ave que vuela al final de una ficción (la imagen es demasiado literal) sea un recurso trillado de la literatura ejemplar, sino porque se trata del cóndor, el ave “majestuosa” del escudo (carroñera y rapiñesca también), que retrata por metonimia totalizante y exótica, y por imagen dialéctica, lo más andino posible; pero esta imagen solo se asoma a los restos de una profundidad. Es como lo que escribió Borges acerca del camello “…en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; ya creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe…”
Esta imagen del cóndor es consistente con otros textos de la autora que tienden a buscar el esquivo significante sanador de los Andes (animal, música, lenguaje, paisaje, etc.), contrastando con lo urbano costeño, de donde los personajes tienen que escapar de la violencia. Cómo muestra la violencia funciona bien en otros textos suyos, pero sospecho que este esfuerzo por retratarla, demasiado enfático en algunos de sus libros, ahora responde al deseo por convertir sus narraciones en la experiencia universal de hoy, valiéndose del particularismo andino que se desborda. Zizek plantea que el sujeto, podría ser el escritor, se vuelve “universal” solo a través del esfuerzo violento de desprenderse de la particularidad de su situación al concebir esta situación como contingente y limitante, y abrir en ella la brecha de una indeterminación; parecería que en este libro se intenta ejecutar este “esfuerzo violento”.
El hecho verdaderamente violento, desde la escritura, no es aquel basado en lo mimético (el narco, la pobreza, el abuso sexual, etc.), sino en la imposición de un sentido a la fuerza a una cultura que no se deja y que no lo necesita. Dicho de otro modo: lo andino no puede ir más allá de su propio límite no porque haya algo que se lo impida (ni el lenguaje, ni la política, ni el arte, etc.), sino porque le es indiferente el hecho de que haya algo más allá de ese límite. En este sentido, lo andino viene a ser aquello que se resiste a la simbología, es decir a la escritura —lo Real—, y el error es pretender escribirlo sin pertenecer a su hacer. El resultado, porque lo andino se resiste y no se deja, es algo entretenido, pero que no va más allá; y algo que puede incluso interpretarse como conservador en su gesto porque presupone lo que presuponen los escritores de viaje tradicionales, que es un querer decir originario, como plantea Giordano. Sorprende que en vez de pelearse con el concepto de posibilidad mimética, o aquel del cosmopolitismo y la actualidad, ambos se recrean con fuerza, evidenciando un matiz de ingenuidad, porque esta operación interrumpe y pone en crisis la especificidad andina misma al darle formas poéticas que no le calzan.

Lo andino construido en una vitrina donde el cóndor sale como prop, la quena ambientando el soundtrack y el poeta actuando de voz en off resulta en una puesta en escena frágil que para evitar derrumbarse imprime velocidad —siempre están pasando mil cosas que invitan a seguir leyendo y lo logran, porque hay potencia que engancha, que funciona bien en tanto entretenimiento. Pero esta misma velocidad es dañina al momento de representar el devenir del sujeto andino ya no por su inexactitud, sino porque crea la ilusión trascendental de que está expandiendo su saber sobre él, de que es penetrante y reflexiva. No se puede reducir lo que habita el páramo, con su inmenso acervo de experiencias y prácticas, al significante del cóndor evidentemente; de hecho es al revés: si sale un cóndor, no es andino; si usa el quichua, no lo habla; si aparece un volcán, es porque nunca hizo cumbre. El texto entonces se sostiene por su valor de uso, sin tomar en cuenta que este modo histórico de escribir al Otro repite la idea del hombre primitivo, del pasado en nuestro presente, al cual nunca le llegó la modernidad. Se corrobora una de las tesis de Nelly Richard en la cual se plantea que no es posible ninguna teoría ni ficción latinoamericana que se piense independiente del discurso metropolitano, dado que lo subalterno sigue modulando el pensamiento acerca de lo latinoamericano en el norte global, y lo acapara todo.
Herramientas decoloniales potentes hay algunas, empezando por la matriz marxista básica que plantea que el trabajo no tiene forma, y que al no tener forma propia le otorgamos la forma de la mercancía; en el proceso no solo alienamos al trabajador, sino que también reificamos su hacer explotándolo. Es posible que sin consciencia, por candidez o descuido, algo semejante pase acá: el texto aliena al indígena de los Andes al mostrarlo a través de una forma que no es suya, y lo explota al cosificar en libro su hacer. De entre el montón de cosas y conceptos valiosos que tiene lo andino, habría que rescatar la capacidad que tiene para decir algo sin hablar, como sostiene Agamben; así como su modo de resistir a través de la indiferencia y lo común; su modo de soportar y no convertirse en mercancía por medio del silencio empecinado que lo define, en su rutina estoica, y que es algo que constituye su praxis vital.
El compromiso narrativo y afectivo existe, pero fallar en su ejecución no lo detiene, y lo bien intencionado de este compromiso se propaga por todos los medios posibles y de pronto se vuelve sentido común apoyar su causa y leerlo bajo una buena luz. Lejos de lo interesante o no de esta operación, lo pertinente es puntualizar que el discurso que se sostiene desde lo bienintencionado es el discurso inútil, porque simplifica a propósito e invisibiliza otras escrituras, además de ser, a menudo, de orden moralista, y se propaga por textos que para publicarse quieren establecer la buena intención, lo correcto, como criterio de todo. Tabarovsky propone que no hay nada “más fácil” que escribir una novela inteligente desde el punto de vista del entretenimiento; Chamanes eléctricos… es sin duda una novela inteligente desde esta perspectiva, pero que piensa la literatura como un emprendimiento y cuya fantasía inconsciente podría ser, entre otras, obtener reconocimiento, cumplir con una editorial, ser traducida, ganar premios, o quizás todas las anteriores. Si es que la mención de Marx arriba no fuera ociosa, sería por este motivo; una dimensión de la literatura que se piensa como emprendimiento implica que su razón de ser busca un mercado propio; escritores políticamente correctos, pero literariamente conservadores y predecibles quizás, porque creen que las herramientas literarias contemporáneas son capaces de mostrar verdaderamente al Otro y porque funcionan de modo similar al discurso del viajero decimonónico (la cita de Humboldt en la novela sin cinismo, por ejemplo) que, al describir una bahía, la bahía parece bella solamente por la forma como habilita el comercio.
Independientemente de los recursos poéticos (algo que sale bien) la novela hace creer que hay una forma particular que le calza al hacer andino; este problema, conocido en la literatura etnográfica, es en parte un problema económico como todo problema creado por el mercado: así como el dinero o la mercancía son las formas que le otorgamos al valor del trabajo, ambas artificiales, son formas que no le son propias y que no le permiten fijar su identidad. Se podría aventurar algo semejante: lo andino no tiene una forma narrativa fuera de sí por más que se quiera darle una, y al hacerlo no permite que genere una espontánea y propia, si es que esto fuera posible.