Por Rebeca González / @RebecaG85201314
Recuerdo a mamá hablándonos de política y llevándonos a las marchas cuando éramos pequeñas. Cuando lo de Mahuad, yo tenía 10 años y empezaba a conversar con mamá viendo la televisión: “Mamá, ¿qué es la Conaie?”. “Mamá, ¿qué es un sindicato?”. “Mamá, ¿por qué no queremos el dólar?”.
Cuando tenía 15 años salí todas las noches con mamá a la radio La Luna. En el carro, ella iba explicándome cada cosa que pasaba. “Mamá, ¿qué hace la Corte Suprema de Justicia?”. “Mamá, ¿quién era Bucaram?”. “Mamá, ¿qué son la derecha y la izquierda?”.
Desde adolescente me encontraba con compañeras del colegio para conversar de política. Seguro hablábamos cualquier tontería, pero al menos hacíamos el ejercicio de querer entender cómo funciona el país en el que vivimos. Salía con ellas a las marchas contra el teelecé, contra los yanquis, contra esto y contra esto otro. Cantábamos las canciones que escuchamos cantar a nuestros padres, zapateábamos y coreábamos las consignas aprendidas en cada nueva marcha.
Luego, en el 2007, yo tenía 17 años y conversaba todavía con mamá. Ella se llenaba de ilusión y lágrimas por las maravillosas campañas de comunicación que veíamos proyectarse en la tele. Poco a poco dejé de hacerle preguntas y empecé a formar mi propio pensamiento crítico. “Mamá, ¿no está bien lo de gordita horrorosa, no?”. “Mamá, ¿perseguir a la prensa no es muy justo, verdad?”. “Mamá, ¿no es excesivo lo de las sabatinas?”.
Estos días hice conciencia de cuándo fue la última vez que tragué gas porque creía que era lo correcto. Adivinen. ¡Llevo diez años sin poder volver a hablar de política, sin tener espacios críticos, como cuando era niña. Solo intercambio inútiles comentarios en redes sociales con gente que ni conozco. Me abandonó el interés por la política. Dejé de ver noticias. Cuando investigaba no sabía qué era cierto y qué no lo era. Dejé de comentar. Mamá y yo ya no hablamos de nada.
***
Eran las cuatro de la tarde del lunes 7 de octubre, el quinto día del paro. Mi mamá no estaba en el país por esos días, así que mi hermana se quedaba sola en su casa, ubicada en Gualo, a la entrada de Quito desde el norte, por la avenida Simón Bolívar, adonde llega tomando dos buses. Para esa hora, en aquel día, ya se estaban regando las noticias de los saqueos, de los robos en las calles, de la violencia. Ya no había buses y los taxistas se escondieron porque les estaban reventando las ventanas. Así que la llamé para que se quedara conmigo en casa.
Cuando la encontré, lloraba desconsolada, sin entender nada de lo que pasaba. Asustada. De regreso a casa iba preguntando: “Ñaña, ¿y qué es el FMI?”. “Ñaña, ¿y qué hace la Contraloría?”. “Ñaña, ¿qué es el FUT y a qué te refieres con los rojos?”. No podía creer que mi hermana, hija de mi mamá, no supiera nada de política.
Al día siguiente, el martes 8 de octubre, sexto día del paro, yo –fiel hija de la madre socialista y revolucionaria– solo quería correr al centro, tragar gas, lanzar piedras, luchar “como una guerrera”. Como me enseñó mamá. Con furia, con indignación. Pero mi pequeña hermana es mi cable a tierra. La ´man´ no se movió de la cama y vio películas todo el día evitando la realidad. Yo, pura frustración. Peleamos.
Fue en ese momento cuando entendí que ella no era esa guerrera que yo soy. Que como ella hay otros tantos que piensan y ven el mundo desde otro lado. Que su manera de luchar es desde el servir.
El miércoles 9 de octubre, séptimo día del paro, después de reaccionar, mi pequeña hermana me arrastró como voluntaria a la Universidad Católica. Abrían las puertas a la una de la tarde, así que antes me llevó al parque El Arbolito para ver si ahí podíamos ayudar. Yo, pura frustración. Arremangadas y con fundas de basura en las manos recogíamos las sobras de comida que se pudrían bajo el sol del mediodía quiteño. Casi vomito tres veces. Me sentía completamente desubicada. La funda de la mano se me rompía y sentía los jugos putrefactos sobre la piel. Cada tanto regresaba a ver a mi hermana y la ´man´, feliz. ¡Maldita sea, yo no quiero estar aquí!.
A las dos de la tarde caminábamos desde El Arbolito hacia la Católica, y en el camino mi hermana empezó otra vez: “Ñaña, ¿o sea que ellos son los que nos dan de comer?”. “Ñaña, ¿si sube la gasolina a ellos les cuesta más llegar a la ciudad?”. “Ñaña, ¿por eso el súper está vacío?”.
Entramos a la Católica. Nos asignaron el Centro Médico. Clasificamos medicinas durante dos horas. Y yo, pura frustración. Me siento tan inútil. Podría estar allá, ayudando de verdad. Regresaba a ver a mi hermana y la ´man´ corría de un lado a otro llevando y trayendo cosas, feliz.
A las cinco de la tarde nos mandaron a cocinar. Las cosas en una cocina tienen otra dinámica: todo debe ser rápido, hay que dar de comer a dos mil personas y varios de ellos –chicos jóvenes– vuelven del “frente” cansados, quemados y con hambre. Conversé con las mamás de algunos de ellos, que están a cargo de las ollas, y me sentí más cercana al frente de la lucha, más viva, más guerrera. Abrí cientos de latas de atún con un cuchillo y regresé a ver a mi pequeña hermana cuando sacaba dos y tres brazos más de su cuerpecito para servir de las tres ollas que tenía enfrente. ¡La ´man´ era feliz en serio!
Acordé con mi hermana en ir de vuelta a casa a las siete, para evadir el toque de queda. Un amigo nos esperaría afuera de la ‘Cato’. Pero se nos fue el tiempo. Unos minutos después de las siete, saliendo de la cocina hacia el patio trasero, escuchamos el estallido de dos bombas. Luego, dos más. Eso era justo lo que ella no quería tener que experimentar. Me tranquilicé, soplé el humo de tabaco sobre su nariz y le conseguí una mascarilla húmeda. Ella lloró, yo lloré. Un indígena de pie junto a nosotras, sin inmutarse, comía con su plato en la mano. Algunos voluntarios corrían con los niños que minutos antes jugaban en el patio, para resguardarse dentro del coliseo. Otras mujeres repartían más mascarillas. Los jóvenes que habían estado todo el día en “el frente de lucha” seguían en la fila del comedor para recibir su plato. ¡Qué confusión!
Hacía tiempo había entendido que hay diferentes tipos de lucha, pero no había experimentado un cambio de posición dentro de ese entendimiento.
Por ejemplo, en la lucha feminista, que es la mía, hay quienes se desnudan frente al Congreso y está bien, hay quienes aborrecen al macho y está bien, hay quienes bailamos para que nuestros cuerpos nos pertenezcan y está bien, hay quienes estudian a Simone de Beauvoir y está bien. Todas estamos ahí por una sencilla razón: lo humano. Yo solía ser la guerrera, la que grita y llora y odia y zapatea. Estaba bien. Pero ya no soy esa. Hace un tiempo intento hacer las cosas desde el amor. ¡Bofetada!
¿Jamás se te ocurrió, Rebeca, querida mía, que alguien hace ese trabajo? ¡Alguien recoge la basura podrida! ¡Alguien hace el delicado trabajo de separar las medicinas! ¡Alguien cuida de los niños! ¡Alguien carga kilos y kilos de víveres y de ropa!
¿No se te ocurrió, amiga mía, que alguien debe encargarse de la logística, de la comunicación y de la organización?
¿Nunca pensaste que cuando eras más niña y caminabas junto a esos indígenas alguien debía cuidar de sus esposas, de sus hijos, de su comida y descansar?
¿Jamás se te ocurrió que hay tantos frentes que cubrir y tantas cosas por hacer y que siempre se necesitan manos?
Ahora mismo ya no sé de política, ya no tengo amigas con las que hablemos, ya no busco informarme coherentemente, ya no quiero, me rehúso a ver noticias. Pero no se necesita levantar una piedra. No se necesita estar de acuerdo o en contra. No hace falta discutir de bandos o medidas. Solo se necesita un pequeñito ápice de ética, de humanidad, de solidaridad. Esto sí que me enseñó mamá: ser crítica, defender al que lo necesita. Nunca se nos ocurrió hacer daño a alguien, mentir o robar.
Pero hay unos valores más chiquitos, más escondidos: el saber de dónde vinieron mis abuelos y sus abuelos, el saber a quién le pertenece esta tierra, el saber que se tiende una mano sin preguntar si eres rico o si eres pobre, el invitar a la cena a cualquier persona y sentarse en una mesa humilde o en una de cinco cubiertos sin que en la cabeza cambie nada. Que si hay que hacer por el bien común, se hace. Que nos hace falta juntarnos por las que están en el frente, desde la compasión de las madres cuidadoras, desde la contención de las viejas sabias y desde la belleza de la niñez para crear comunidad. Eso que muchos indígenas sí saben hacer, pero que a nosotros se nos olvidó.
Esos valores hacen que no haga falta pensar ni un segundo cuando hay que levantarse y juntar el hombro, no porque quienes luchan sean nuestros hermanos indígenas, sino porque todos, todos lo somos. ¡Somos hermanos!