Por Carlos Vásconez
Suele asegurarse que la manera de encarar una puesta en escena es poniéndose en el lugar del público. El creador, el director, el actor y el equipo de la obra de teatro comprenderán a los espectadores, serán ellos por un momento, para volverla una “obra de arte”. Es un trabajo doble y enloquecedor; pero el verdadero artista lo maneja con soltura, con desenvolvimiento natural. Y, lo natural en el arte es lo celestial —la transformación de lo mundano; como fumar, en un gesto postclímax—, el recurso del hombre para tragarse las ganas de extender un instante para siempre. Hacer de la calavera de Hamlet —no la muerte, no la vida, ni el sueño, de los que habla el dandi epigramático danés— la distracción de la existencia, aquello que nos hace libres en (de) este mundo al que nacemos atados. El monólogo de Hamlet es su contrarréplica, su propia crítica. El monólogo de Hamlet es la forma de ausentarse, de afantasmarse y nunca antes, ni después, estar más vivo.
Inmortalizarse depende de un trabajo minucioso. La vida no es minuciosa; sí lo es el arte. Y el arte de la inmortalidad lo es aún más. Rompiendo los sellos sagrados nos volvemos inmortales.
Esto, y no otra cosa, consiguen los participantes de La inmortal, obra protagonizada por la actriz española Pilar Tordera, con el libreto y la dirección de Javier Andrade Córdova y un equipo certero; las luces, el sonido, el vestuario y el sobrio escenario consiguen dar al asistente un momento de irrepetible belleza (de eternidad).
La pieza se centra en la mítica figura francesa de Sarah Bernhardt, en sus devaneos amorosos, su dolor al perder una extremidad inferior, en las múltiples redenciones que el camino le otorga y en la demencia del multiactor —término de Adorno que refiere a los intérpretes que prefieren oscilar entre varios personajes antes que encasillarse en uno solo.
El guion es excepcional, urdido con soltura pero con profundidad. Fuerte, pero no cansino. Remonta a las obras de Samuel Beckett, en particular a Malone muere, por el tema obvio y recurrente de la muerte. La muerte es la invitada de honor, y Tordera la desenrolla una y otra vez como si fuera un mapa del tesoro. La desenrolla desde la primera escena: tendida sobre el lecho agonizante, en busca de sí misma. Los franceses llaman al clímax carnal la petite mort (pequeña muerte). La agonizante aquí está en perpetuo apogeo y se sujeta, con uñas y dientes, a aquel estado de gracia.
Para Milan Kundera, la inmortalidad es un juego que entablan los amantes Bettina Von Armin y Goethe; un jueguito en el que mentirán para triunfar. Bettina dijo amar a Goethe, y él la desmintió; dijo que nunca podría amar a alguien que no comprendiera, y él era incomprensible, por sus dotes superiores. Pilar Tordera nos hace prever el amor de otra manera. Su personaje busca el beso que la despierte del sueño y, tras bambalinas, besa en el espejo su boquita recientemente dibujada de labial. Et voilà!, despierta.
El ambiente es el adecuado: maniquíes, un conjunto que la viste de demente o dama de época, un lecho ardiente. El paisaje cobra vida: se malea a las connotaciones de la protagonista. La banda sonora posee fuerza: hace que la muerte esté más cerca. ¿Acaso uno se sentirá más vivo al filo de la muerte?
Dos detalles, que aparecen en la escena casi al final, no pueden pasar desapercibidos: la metempsicosis de Sarah en un Hamlet redivivo, y en una figura chaplinesca encantadora que evoca a un personaje nunca interpretado por nadie, mezcla de Charlote, dirigido por John Huston. Refrescante, vivificador.
El fondo de la pieza es complejo; el andamiaje, preciso. Como un viaje a vapor por el Canal de La Mancha, brota la certeza de que el invento del hombre superará a las arremetidas de la naturaleza. O como un árbol, hermoso y magnífico, iluminado por un poste, hermoso y magnífico, que permite ver al árbol. La maestría con que se desarrolla se vierte en un discurso con tintes aristotélicos, digeribles y humanos.
Es entonces cuando la magia se deja sentir. La obra es de los espectadores. Ellos se sienten el titiritero de Sarah. Por fin, no les falta Sarah a sus manos.
La obra azota la mente y los sentidos. Con La inmortal inunda la sensación de que, de la sala, no se ha salido solo ni se ha perdido el tiempo, de que ya no hay por qué buscar los propios pasos. ¡Por fin!