Por Gabriela Montalvo Armas y Javier López Narváez

“…en qué momento la práctica artística cobra este estatuto fuera de lo común, en la que el quehacer artístico no está inscrito en las condiciones genéricas de producción de mercancía.”
Alberto López-Cuenca

Informalidad y precariedad en el trabajo artístico

El artista visual David Cevallos trabaja en casa. Aunque la mayoría del tiempo lo gasta cuidando a su sobrino –un bebé de 2 años– y en realizar los quehaceres domésticos para su familia, aprovecha cualquier momento de libertad en incrementar el tamaño de su obra (sus cromos, como él la llama), utilizando cualquier material que encuentre a mano: papel y cartón que transforma en figuras geométricas bien medidas, facturas y recibos antiguos, botellas vacías de perfumes usados. Por eso la obra que exhibe proyecta una fuerte conexión con lo doméstico.

Aún cuando la última muestra de Cevallos, Espacio Fantasmagórico, aludía de manera directa a esta idea de producción casera, la realidad del trabajo artístico en general, sobre todo en el Ecuador, se caracteriza por tener, en algún nivel, esta cualidad de ‘hecho en casa’. Esto de alguna manera ha configurado un entorno en el que se percibe al trabajo artístico (en cualquiera de las disciplinas del arte) como ‘no productivo’ en términos de rentabilidad económica. El mismo David ha dicho que no exhibe para vender, sino “porque es lo que se supone que hace un artista”…

A pesar de los pocos estudios sobre este tema, existe una conciencia generalizada respecto de las desfavorables condiciones en las que se produce arte, no solo en esta país, sino a escala mundial. Estas condiciones tienden a identificarse como precarias, pero algunas veces responden más a la informalidad y, en no pocos casos, comparten elementos de ambas categorías. Por eso nos parece importante explicar qué se entiende por precario y qué por informal en la economía.

De acuerdo con los conceptos y orientaciones dados por la Organización Internacional del Trabajo – OIT, «la informalidad tiene relación con el modo, o distintos modos de producción». No es fácil trazar una frontera clara entre lo formal y lo informal, pues esto último se presenta en mayor o menor grado a través de determinadas características como el espacio de trabajo, que suele ser en establecimientos pequeños, con frecuencia unipersonales, muchas veces sin diferenciarse de la misma vivienda, la baja dotación de capital, incipiente o nula división del trabajo y tendencia a la baja productividad laboral.

Por su parte, «la precariedad hace referencia al tipo de relación laboral» que se establece entre un trabajador o trabajadora y su patrono, sea este una persona natural o jurídica. Es decir, el trabajo precario tiene relación con la inestabilidad laboral expresada en la inseguridad sobre la duración y la seguridad del empleo, así como con la ausencia de protección legal que impide el ejercicio no solo de los derechos vigentes en un territorio, sino a aquellos aceptados en un momento histórico determinado. Según esto, son precarios los trabajos a plazo fijo, eventuales, por subcontrato y también aquellos que se hacen desde el domicilio del trabajador.

Estas dos definiciones permiten tener una idea de cuáles son las características tanto de informalidad como de precariedad que se observan en el trabajo de las prácticas artísticas.

Desde la simple racionalidad/irracionalidad económica, se tiende a pensar que los artistas, al contrario del resto de trabajadores, sienten más satisfacción al trabajar (porque es su tiempo de crear), que al descansar (tiempo de no crear). Esto es así porque pensamos que la creación es connatural al artista, que de alguna forma es su responsabilidad, consigo mismo y con la sociedad, casi como si el dinero y otros recursos no importaran. Y muchas veces esta idea es generada y reproducida por los mismos artistas.

El “hacer por amor al arte” define, por ejemplo, al trabajo del grupo coral Bocapelo. Su fundador, Juan Carlos Velasco, cuenta: “El grupo se formó con el aporte de nosotros, plata y persona, como se dice en Ecuador, (para) ser un granito de arena a este gran repertorio (de música ecuatoriana)”. Todo esto además afirmando que “jamás pusimos como prioridad a lo económico”.  En Bocapelo se han puesto, literalmente, la plata y la persona de sus seis integrantes: “…el tiempo nos ha pasado, tenemos el espíritu muy joven pero nuestra realidad, nuestro cuerpo ya no es el mismo”. En esta afirmación nos llama la atención la referencia al cuerpo. Juan Carlos explica que, al ser todólogos, los miembros del grupo se han encargado de casi todas las actividades que implican su práctica. Desde los ensayos hasta los montajes, el sonido, la iluminación, la difusión y distribución. Esto, dice, le ha pasado factura al cuerpo… Pero también a la eficiencia de su trabajo, pues este no se ha visto diferenciado, ni sujeto a ningún proceso de división, afectando considerablemente sus ganancias al no contar con trabajo especializado. “En la etapa de la difusión hemos hecho lo que estaba a nuestro alcance, sin intermediario. Nos tocó hacer la gestión a nosotros mismos de poner en tiendas los discos”.

Este mismo sentido de responsabilidad lo expresa Mariana Andrade, del cine Ochoymedio. Mantener en operación este espacio significa “un servicio a la ciudad. No es un negocio (sino), una convicción personal de servicio”; aunque esto implique que ella, en su calidad de Directora, no reciba un sueldo hace varios años. Es tanta la “convicción” que ninguno de los dos dueños del local recibe la renta por uso de ese espacio y además, entregan a Ochoymedio lo que produce el arriendo de la cafetería que funciona allí. Bajo la premisa de “yo no quiero ser millonaria, solo quiero pagar mis cosas”, se ha establecido una relación de informalidad y de precariedad que no beneficia a ninguna de las partes. El trabajo de la dirección no es debidamente remunerado, y Ochoymedio genera no solo una deuda, sino una relación informal y de precariedad.

Esta percepción generalizada de que el trabajo artístico es una especie de no-trabajo, una actividad que estaría fuera del ámbito de los negocios y la productividad, la coloca en un espacio paradójico entre lo suntuario, lo innecesario –la obra–, y lo informal y precario –el trabajo del artista.

Al no considerarse “productivo”, incapaz de generar su propia renta, se entiende que este trabajo debe ser subsidiado por alguien más. Los mecenas cumplieron en primera instancia esta función, que con la llegada de la institucionalidad cultural fue transmitiéndose al Estado a través de asignaciones monetarias para la producción. En Ecuador, estas asignaciones se entregan, en su mayor parte, a través del programa de Fondos Concursables.

El fantasma de los fondos concursables

La creación del Ministerio de Cultura, en 2007, generó en el sector artístico una expectativa sobre la posibilidad de cambiar las realidades de informalidad y precariedad en el trabajo del sector, con el objetivo claro de que un artista pueda vivir de su arte. Más de una década después, la realidad es otra. Sin una política clara de desarrollo para el ámbito laboral en cultura, el Ministerio ha concentrado sus esfuerzos para con los creadores, productores e intérpretes en la distribución de fondos a través de diferentes sistemas concursables.

De acuerdo con el Diagnóstico de los programas de asignación de recursos no reembolsables en el Ministerio de Cultura y Patrimonio, de 2008 a 2016 el Estado ecuatoriano –a través del Ministerio de Cultura– ha entregado más de 15 millones de dólares para la realización de proyectos y festivales culturales; inversión cuya concentración más grande, el 34%, ha sido en la provincia de Pichincha.

Una de las agrupaciones que ha sido beneficiada con estos fondos es Bocapelo, que en 2010 recibió el apoyo para su disco Somos, y en 2017 lo volvió a recibir para su disco Pura Boca. De este último “tenemos como 800 copias en casa atrancando la puerta”, dice Juan Carlos Velasco. “El problema es que se ha confundido, y se piensa que entregar y recibir el fondo es lo único que tiene que pasar al interior de un Ministerio”, afirma.

La experiencia de los discos de Bocapelo, muestra que la entrega de fondos para la producción de obra no es una solución a los problemas de formalidad y precariedad del sector.

Por otro lado, la informalidad expresada en la “poca especialización del trabajo” se manifiesta en la negación por parte de muchos artistas a cumplir con los requisitos que hacen falta para acceder a un fondo. El artista David Cevallos, por ejemplo, cuenta que el mayor problema que encontró cuando tuvo que ayudar a su exesposa –también artista visual– con estos trámites fue el cierre del proceso. “Querían hasta fotos del plumón que compró… era una traba”, dice, y afirma que estuvieron a punto de devolver el dinero porque no soportaban cumplir con el trámite. “Querían multarnos porque nos faltaba una factura”, asevera.

A esto se suma la desconfianza para con todo lo que proviene del Estado. En este sentido, Juan Carlos Velasco cuenta que en la última convocatoria para festivales postuló con su Festival de Coros. “Los jurados, que eran amigos míos, me llamaron a decir que ganamos… pero al día siguiente en la lista oficial constaban otros festivales… Hubo un último filtro que fue el Ministro”, denuncia, e intuye que el proclamar a un ganador es también un acto de proselitismo y compromiso político.

Para Ochoymedio, el recibir asignaciones como los fondos concursables, pero también otras de origen privado, implica mantener activa la figura de una fundación cultural que, contrario a toda lógica económica, jurídica o comercial, sustenta a su contraparte, la compañía limitada que es la que permite las operaciones mercantiles de Ochoymedio, pago de derechos de exhibición, cobro de entradas, venta de servicios de programación y otras con fines comerciales.

En última instancia, ante la evidencia de la última década, podemos afirmar que la entrega de fondos por parte de las instituciones de cultura en lugar de solucionar el problema, puede convertirse en un mecanismo que tiende a reafirmar y perpetuar las condiciones de precariedad e informalidad del sector.

Algunas reflexiones a manera de conclusión

Queda claro que el trabajo en el arte no es igual a otro tipo de trabajos. La inestabilidad y la inseguridad acompañan permanentemente a artistas y gestores culturales. Aunque en ningún caso el lucro sea la razón de su trabajo, todos aspiran a tener una situación de estabilidad. “No soy tan ambicioso, quiero estar seguro, tranquilo, no tener tantas cosas”; “no quiero ser millonaria, solo quiero pagar mis cosas”; “jamás pusimos como prioridad a lo económico pero tienes que vivir”. Esta entrega al servicio, esta responsabilidad de aportar, o la sencilla necesidad de crear son parte indisoluble de todas estas actividades. Es el entusiasmo, como diría Remedios Zafra, lo que tienen en común estos casos, lo que los mueve a seguir en un ritmo que apenas les permite recuperar.

Esta idea del arte como algo naturalmente opuesto al negocio y a la rentabilidad ha impedido que la producción artística y cultural sea objeto de políticas económicas, laborales, dirigidas al incremento de la productividad y se promuevan en cambio medidas de asignación que en nuestro criterio solamente deberían complementar un plan integral.

Es urgente y necesario repensar los conceptos con los que evaluamos el trabajo en el arte y en la gestión cultural. Creemos que debemos considerarlos bajo un enfoque que considere los afectos involucrados y permita desmitificar esta responsabilidad social que, al igual que el amor maternal, puede ser un potente dispositivo que ayude a mantener y perpetuar las condiciones de precariedad e informalidad.

  • Si quieres leer el artículo de Jaron Rowan citado por los autores, pincha aquí
Ilustración: Wilo Ayllón (Fragmento).