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Nuestra justicia por Vanessa

Casi cinco años después, la justicia ecuatoriana dictó sentencia en el caso del asesinato de Vanessa Landínez Ortega. Cristina Burneo Salazar siguió de cerca el proceso y nos cuenta sobre las maneras que los medios y los jueces tienen de contar y tratar un crimen en contra de una mujer. Esta es la historia de cómo fueron las últimas horas antes de que el asesino fuera por fin sentenciado. Esta es la crónica de un precedente que todavía no sabe a suficiente.

Ruth Montenegro, quien perdió a su hija Valentina, de 11 años cuando la asesinaron en su escuela, se une a la lucha por Vanessa. Foto: Edu León.

Por Cristina Burneo Salazar

El complejo judicial de Tungurahua en donde estamos tiene pasillos estrechos. Uno de ellos conduce a la sala donde se llevará a cabo la audiencia de veredicto por el asesinato de Vanessa Landínez Ortega. Es el 25 de abril de 2018, cuatro años y seis meses más tarde. Vanessa fue asesinada la madrugada del 19 de octubre de 2013 en el Hotel Portugal de un golpe en el hígado. La fachada del edificio es de vidrio, como si en Ecuador la justicia fuera transparente. Tras esa vitrina, por esos estrechos corredores, camina el asesino de una mujer.

En Ambato, a veces se terminan las fiestas en hoteles, les llaman amanecederos. Al cierre de bares y discotecas, se alquilan un par de habitaciones y se sigue. En el Hotel Portugal, por ejemplo. Alejandro, el taxista que me cuenta esto mientras lo buscamos, no duda en decirme: “No está bien que las mujeres salgan a amanecederos, es arriesgarse por gusto”. Los amanecederos son una costumbre, y como toda costumbre, arrastran violencias que nos negamos a desnaturalizar.

Yo misma me quedo por unas horas en uno de los hoteles de la ciudad para poder comprender. Miro las habitaciones, los filos de las gradas, pasillos en donde puede haber un encuentro de madrugada, los lugares donde duermen los celadores. Es estremecedor. Estar en un lugar y pensar que allí nos pueden dar muerte, seguir el paso de Vanessa para comprender, verla subir las gradas, caer.

El hígado es un órgano repleto de sangre, es pesado y macizo, me dice José Luis Coba, médico y colega a quien tengo la confianza de pedirle que me transmita el aprendizaje atroz de cómo se revienta un hígado. Imagino, triste tarea, la caída de Vanessa. “El hígado, lleno de sangre, es como una esponja empapada. Allí se acumula sangre, y desde allí de distribuye. Si es roto, evacua sus líquidos preciosos”. Ser capaz de establecer ese contacto fugaz pero mortal entre dos cuerpos: llevar un puño a un cuerpo, desatar una fuerza, dejar que avance.

En el informe forense más contundente que escuchamos en la audiencia, consta que en el abdomen de Vanessa había 2 500 centímetros cúbicos de sangre: “2 500cc en cavidad abdominal”, una “hipovolemia grave”, es decir, una hemorragia interna. El autor de este informe y de la auditoría médico-legal es el perito Luis Guaico Pazmiño.

En nuestros aprendizajes cotidianos de cómo terminan con nuestros cuerpos, mi mamá me pregunta: “¿Cómo había tanta sangre acumulada en Vanessa si solo tenemos unos cinco litros en todo el cuerpo?”. Es la primera vez que veo esta proporción y la pregunta es otro golpe. El abdomen de Vanessa tenía regados dos litros y medio de sangre al momento de su muerte, o sea, la mitad de la sangre de su cuerpo. La mitad de Vanessa yéndose dentro de Vanessa. La hemorragia fue muy rápida luego de que la golpearon, dice Guaico Pazmiño en la audiencia, y Vanessa no pudo haberse mantenido con vida por más de una hora.

Uno de los medios de Ambato expuso el caso de Vanessa Landínez como si se hubiese tratado de una pelea y de un altercado entre copas. “Se desconoce por qué se produjo la pelea y por qué Esteban G.O. reaccionó de esa manera con la fémina”, dijo El Ambateño, y añadió “que además estaría en estado etílico”.

Mientras se mantuvo viva, dicen testigos en el juicio, su agresor asestó más golpes. Algunos se habían registrado como ‘chupones’: alcohol, sexo, amanecedero, por tanto, una mujer es culpable de su muerte. En realidad, son golpes violentos; entre ellos, hay una pisada. Hay un hematoma en el dorso de la mano derecha de Vanessa. Una vez caída, el mismo hombre que la golpea en el tórax le pisa la mano. Pisar a una mujer desde arriba mientras ella empieza a desangrarse. Pisar con la fuerza de un hombre alto, enfurecido, poderoso, de mandíbula tensa y mirada desorbitada. La caída de Vanessa es, para la ciudad, una caída moral. Los diarios ambateños la culpan de su propia muerte, creando una narrativa que no solo encubre el golpe de su asesino, sino un orden: privilegio económico, impunidad masculina, violencias, todo ello cayendo sobre la mano de Vanessa en el suelo. No solo saber pisar, sino pisotear. Los diarios, la ciudad, son cómplices de este pisotón sádico y contribuyen a dibujar la caída moral de Vanessa al retratarla como culpable de haber recibido un golpe que la mató.

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Durante la audiencia, los operadores de justicia se refieren a él como “Esteban” y a Vanessa como “la occisa”, “la chica”. Esa familiaridad inquietante, en contraste con la displicencia con que se refieren a Vanessa, da cuenta de una serie de desigualdades que descubre este proceso. El 9 de junio de 2014, a las 15:26, Esteban G. O. fue declarado inocente. Su coartada era que ella había caído por las gradas del Hotel Portugal y que por eso había muerto.

Atrás, Slendy Cifuentes, que perdió a su hermana hace diez años y que formó la plataforma Justicia para Johanna. Adelante, a la izquierda, Ruth Montenegro, quien perdió a su hija Valentina, de 11 años cuando la asesinaron. En el extremo derecho, Rosita Ortega, prima hermana de Vanessa y activista que ha logrado interpelar al sistema de justicia en Tungurahua. Foto: Edu León.

Rosita Ortega –prima hermana de Vanessa– es el espíritu de la plataforma Justicia para Vanessa. De ella y de su familia vienen la sabiduría y el aplomo de haber construido justicia desde abajo al hacer de su duelo una forma de organización feminista sostenida. Hoy, esa sabiduría ha creado jurisprudencia y ha sentado un precedente que ha derribado, aunque sea en parte, la desigualdad económica y social en que se desarrolló el proceso legal del asesinato de Vanessa. Bladimir Ortega es el tío de Vanessa, Rocío Vásquez, su compañera. Anita Ortega, su madre. Son una familia de maestros. Y está, en su futuro, la pequeña hija de Vanessa que hoy cría su abuela. A ella le debemos los relatos del mañana. A esa pequeña niña una compañerita ya le ha dicho en la escuela que su mamá fue “asesinada”. A cientos de niños y niñas cuyas madres han sido asesinadas les llegarán estas violencias en forma de preguntas, verdades a medias, desprecios. ¿Por qué dos niñas pequeñas tendrían que saber pronunciar esa palabra?

Las articulaciones creadas por la plataforma Justicia para Vanessa condujeron a la defensa del caso por parte de las abogadas del centro Surkuna Estefanía Chávez y Ana Vera, una vez que el abogado Juan Pablo Albán logró la nulidad del caso: estos fueron procesos colectivos entre la militancia feminista, el trabajo universitario, la narración de estas historias y el derecho. “Hay que hallar la fuerza para empezar de nuevo”, decía Rosita. Y la hallaron.

Esto no es anecdótico: hay aquí una convergencia fundamental entre la necesidad de crear jurisprudencia con justicia de género, la lucha de las plataformas y la convicción de que necesitamos cambiar los procesos legales, los relatos judiciales y la invisibilidad de la violencia de género que subyace en el sistema de justicia. Esto no quiere decir endurecer penas ni fortalecer el sistema penal, por el contrario, se trata de transformarlo con la justicia que necesitamos al no poder erradicar las violencias. Una parte fundamental de la justicia es la reparación: Vanessa no murió por una caída ni por su culpa, fue asesinada de forma violenta por un hombre con poder. Quisiéramos que ella fuera la última, pero no hay nada más lejos de la realidad que este deseo, y por eso seguimos demandando que los culpables sean vistos como tales. Al ser encubiertos, se encubre un orden, y parte de él es la insolidaridad con las víctimas.

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En la audiencia de abril de 2018 y tras la revisión de los cuerpos legales, la documentación médica legal existente, sosteniendo su análisis en medicina basada en evidencias y luego de rendir su testimonio, Luis Guaico Pazmiño concluyó que era imposible que la hemorragia de Vanessa hubiera sido provocada por una caída. A esto se sumaba la declaración de la perito psicológica, que nos confirmaba lo que sabemos: la violencia que se descarga sobre nuestros cuerpos viene, en gran parte, de la impunidad con que viven los hombres con poder que jamás han pensado que es un problema no saber contener su ira. El perfil de Esteban G. O. concordaba con esto: narcisista, perverso, con rasgos obsesivos y problemas con la autoridad.

Ruth Montenegro, madre de Valentina Cossíos Montenegro, aparece junto a activistas articuladas en torno a la plataforma Justicia para Vanessa, en Quito, un día antes de la audiencia en Ambato. Foto: Edu León.

El informe de Guaico Pazmiño menciona una laceración importante en el lóbulo derecho del hígado de Vanessa, y un “trauma lacerante grado III del lóbulo hepático izquierdo”. La laceración profunda del lóbulo izquierdo es mortal. A Vanessa le dieron un golpe con tal fuerza que, de adelante hacia atrás, el impacto recorrió su cuerpo hasta llenarlo de sangre.

El informe toxicológico dice que Vanessa tenía 0,4 gramos de alcohol por litro de sangre, y la ampliación del mismo señala entre 0,7 y 0,9 gramos. En el primer caso, se considera que la persona está bajo la influencia del alcohol, y en el segundo, no hay inconciencia, aun si hubiera estado de ebriedad. En ninguno de los casos, Vanessa podía haber caído por las escaleras por estar inconsciente ni por haber perdido sus reflejos.

Dentro de estos límites, con el consumo de alcohol “no hay pérdida de conocimiento. Hay formas de caer, caemos con conciencia de estar cayendo, el cuerpo reacciona y los miembros protegen como astas las partes más preciosas del cuerpo para marcar territorios de protección”, me explica José Luis Coba. Ponemos las manos instintivamente cuando vamos a caer. Nuestros miembros como astas para proteger lo más precioso. Y las manos de otro, astas que se cierran para convertirse en armas. Romper un cuerpo, robarle la mitad de su sangre con un golpe, sacarla de su cauce precioso. Vanessa no murió por haber caído.

“No tuvieron compasión conmigo por cómo hablaban sobre mi hija, no escatimaban preguntas de todo tipo, hasta sexuales”, nos dice Anita Ortega, la mamá de Vanessa. Todas vimos el proceder del abogado del acusado, Giovanny Altamirano, en una tarea permanente de desorientar y estigmatizar a Vanessa. Después de todos estos años, se atrevió a preguntar a su propia madre durante su testimonio por el consumo de alcohol por parte de Vanessa y por su conducta, insinuando que podría haberse merecido ser asesinada.

El día 2 de mayo de 2018, en Ambato, Esteban Guerrero fue declarado culpable por “homicidio preterintencional” contra Vanessa y sentenciado a tres años de reclusión menor. Homicidio inintencional: ¿No pudo controlar su fuerza? ¿No sabemos que podemos matar a alguien de un golpe? Esa es la justicia que tenemos: saber dónde golpear, hacerlo y no ser responsabilizado por no medir la propia fuerza.

Ese día, la justicia en Tungurahua, la segunda provincia más violenta del país para las mujeres, sentó un precedente: admitieron, por fin, que Vanessa fue asesinada por Esteban G. O., que no se murió por una caída, que su muerte no fue su culpa y que merece que su memoria sea reparada.

Ni tres ni treinta años de cárcel traerán a Vanessa de vuelta con su hija y con su familia, pero ese día, la justicia construida desde abajo corrigió la Historia. Así lo dijo la familia Ortega, con una sabiduría que desarma: “Nosotros ya hicimos nuestra justicia. Nuestra justicia es la importante, la que hemos construido entre todas”. Construiremos la justicia que queremos hasta que, un día, deje de ser necesaria. Un día, no será vaciada nuestra sangre del cuerpo.